— ¡Vuela para nosotras! —chilló una.
— ¡Ay! —oyeron Isaac y Derkhan mientras abandonaban la tienda—, me temo que el clima de vuestra ciudad es demasiado inclemente para los míos. He cogido frío y de momento no puedo volar. Pero acercaos y os hablaré sobre las vistas desde los cielos despejados del Cymek…
El paño se cerró tras ellos emborronando el discurso.
Isaac contempló a Derkhan tomando notas.
— ¿Qué vas a decir sobre esto? —preguntó.
—«Rehecho convertido por tortura de los magistrados en monstruo de feria». No diré cuál —respondió sin levantar la vista de la libreta. Isaac asintió.
—Vamos —murmuró—. Vamos a por algodón de azúcar.
—Qué depresión —suspiró Isaac apesadumbrado, mordiendo el algodón, dulce hasta la náusea. Las fibras de azúcar se aferraban obstinadas a su barba.
— Sí, pero ¿estás deprimido por lo que le han hecho a ese tipo, o por no haber podido encontrarte con un garuda?
Habían abandonado el espectáculo y comían con ganas mientras se alejaban del alborotado centro de la feria. Isaac caviló, algo sorprendido.
—Bueno, supongo… probablemente por no haber visto un garuda… —Pero añadió defensivo—: Pero no estaría ni la mitad de mal de no haber sido más que un engaño, un tipo con un disfraz, algo así. Es la… la maldita indignidad lo que me toca los cojones.
Derkhan asintió pensativa.
—Podríamos echar un vistazo —dijo—. Tiene que haber un garuda o dos en algún sitio. Algunos de los criados en la ciudad deben de estar aquí. —Alzó la mirada, perdida. Con todas las luces de colores, apenas veía las estrellas.
—Ahora no —respondió Isaac—. No estoy con ganas. He perdido la inercia.
Se produjo un agradable silencio antes de que volviera a hablar.
— ¿De verdad vas a escribir sobre ese sitio en el Renegado Rampante?
Derkhan se encogió de hombros y miró alrededor para asegurarse de que nadie los oyera.
—Hablar sobre los rehechos es un trabajo difícil —dijo—. Hay demasiado desprecio y prejuicios contra ellos. Divide y vencerás. Tratar de unir, de modo que la gente no… no los juzgue como monstruos… es muy difícil. Y no es que no se sepa que sus vidas son espantosas en su mayoría… es que hay un montón de gente que no deja de pensar que se lo merecen, aunque se apiaden de ellos, o que piensa que es un castigo divino, o alguna gilipollez así. Oh, por el esputo divino —dijo de repente, sacudiendo la cabeza.
— ¿Qué?
—El otro día estuve en los tribunales y vi a un magistrado sentenciar a una mujer a reconstrucción. Era un crimen tan sórdido, tan patético, tan miserable… —se encogió al recordarlo—. Una mujer que vivía en lo alto de uno de los monolitos de Queche mató a su bebé… ahogándolo, o sacudiéndolo, o Jabber sabe cómo… porque no dejaba de llorar. Estaba allí sentada en el juicio, con los ojos… bueno, vacíos… No podía creer lo que había sucedido y gemía sin parar el nombre de su hijo, y el magistrado la sentenció. Prisión, por supuesto, diez años, creo, pero fue la reconstrucción lo que recuerdo. Le iban a injertar los brazos de su bebé en la cara, «para que no olvidara lo que había hecho», decía. —La voz de Derkhan se retorció al imitar la del juez.
Caminaron un trecho en silencio, dando cuenta del algodón dulce.
— Soy crítica de arte, Isaac—siguió al fin—. La reconstrucción es arte. Arte enfermizo. ¡Qué imaginación hace falta! He visto a rehechos que se arrastran bajo el peso de enormes caparazones espirales de hierro ocultarse en la noche. Mujeres caracol. Los he visto con enormes tentáculos de calamar en lugar de brazos en la orilla del río, hundiendo sus ventosas en el agua para pescar. ¡Y lo que hacen con los de los espectáculos de gladiadores…! Y no es que admitan que son para eso… La reconstrucción es la creatividad pervertida, corrompida, rancia. Recuerdo que una vez me preguntaste si era difícil el equilibrio entre escribir sobre arte y escribir para RR. —Se volvió hacia él mientras paseaban por la feria—. Es lo mismo, Isaac. El arte es algo que eliges hacer… es una unión de… de todo cuanto te rodea para formar algo que te hace más humano, más khepri, lo que sea. Más una persona. Incluso en la reconstrucción sobrevive ese germen. Por eso, los mismos que desprecian a los rehechos se sienten fascinados con Jack Mediamisa, exista o no. No quiero vivir en una ciudad cuya mayor forma de arte sea la reconstrucción.
Isaac metió la mano en el bolsillo, en busca del Renegado Rampante. Tener siquiera un ejemplar era peligroso. Lo tanteó, imaginando un gesto de desprecio hacia el nordeste, hacia el Parlamento, hacia el alcalde Bentham Rudgutter y los partidos que reñían incansables por la división del pastel. Los partidos del Sol Grueso y las Tres Plumas; Tendencia Diversa, a los que Lin llamaba «escoria corrupta»; los mentirosos y seductores de Al Fin Vemos; todos ellos ralea pomposa y dividida, como todopoderosos niños de seis años en un cajón de arena.
Al final de la senda pavimentada con envoltorios de caramelo, carteles, entradas, comida aplastada, muñecas tiradas y globos reventados, esperaba Lin, recostada sobre la entrada de la feria. Isaac sonrió con sincero placer al verla. Cuando se acercaron, se incorporó y los saludó mientras se dirigía hacia ellos.
Isaac vio que tenía una manzana caramelizada apresada entre las mandíbulas. Las fauces interiores masticaban con delicia.
¿Qué tal ha ido, tesoro?, señaló.
—Un desastre sin paliativos —protestó Isaac con desdicha—. Ya te lo contaré todo.
Incluso se arriesgó a cogerle la mano brevemente cuando volvieron la espalda a la feria.
Las tres pequeñas figuras desaparecieron en las lóbregas calles de Sobek Croix, donde la luz de gas era marrón y mortecina, cuando la había. Tras ellos, la caótica barahúnda de color, metal, vidrio, azúcar y dulce seguía vomitando ruido y contaminación lumínica a los cielos.
9
Del otro lado de la ciudad, de las tenebrosas callejuelas de Ecomir y de las chabolas de Malado, de la celosía de canales anegados por el polvo, del Meandro de la Niebla y de las desvaídas fincas de Barracan, de las torres de la Cuña del Alquitrán y del hostil bosque de hormigón de la Perrera, llegaba una noticia apenas susurrada. «Alguien paga por cosas voladoras».
Como un dios, Lemuel insuflaba vida en el mensaje, haciéndolo volar. Los delincuentes de baja estofa lo oían de los camellos; los comerciantes se lo contaban a caballeros decadentes; los doctores de dudoso historial recibían la noticia de sus matones ocasionales.
La petición de Isaac barría todos los suburbios y nidos, y viajaba por la arquitectura alternativa defecada en los sumideros humanos.
Allá donde las casas putrefactas pendían precarias sobre los patios, las pasarelas de madera parecían parirse solas, uniendo, conectando las viviendas con las calles y callejones, donde bestias de carga exhaustas cargaban arriba y abajo con productos de pésima calidad. Los puentes se abrían como miembros rotos sobre las trincheras urbanas. El mensaje de Isaac recorría aquel horizonte caótico como un felino salvaje.
Pocas expediciones de aventureros urbanos tomaban la línea Hundida al sur de la estación del Páramo y se aventuraban en el Bosque Turbio. Paseaban por las vías desiertas cuanto les era posible, saltando de una traviesa de madera a otra, dejando atrás la innombrada estación en las afueras del bosque. Los andenes se habían rendido a la vegetación; las vías estaban cuajadas de clientes de león, dedaleras y rosas salvajes que habían horadado tenaces el balasto y doblaban los raíles aquí y allá. Los árboles de hoja perenne asaltaban a los nerviosos invasores hasta rodearlos y los encerraban en su exuberante trampa.