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Llegaban con sacos, con catapultas, con grandes redes. Introducían sus tardas carcasas urbanas en el laberinto de raíces retorcidas y sombras vegetales impenetrables, gritando, tropezando, partiendo ramas. Trataban de localizar el canto del pájaro que los desorientaban al resonar desde todas partes. Realizaban burdas e inútiles analogías entre la ciudad y aquel reino alienígeno: «Si eres capaz de orientarte en la Perrera», decía uno tan fatuo como equivocado, «podrás hacerlo en cualquier otra parte». Giraban, tratando sin conseguirlo de localizar la torre de la milicia en la Colina Vaudois, oculta tras el follaje.

Algunos no regresaban.

La mayoría volvía enfadada, con las manos vacías, rascándose las ampollas, los picotazos, los arañazos. Más les valía haber estado cazando fantasmas.

En ocasiones triunfaban, ahogando con un tosco lienzo y un coro de ridículo entusiasmo a un ruiseñor frenético, o a un pinzón del Bosque Turbio. Los avispones enterraban sus arpones en sus torturadores mientras eran encarcelados en frascos. Si tenían suerte, sus captores recordaban practicar algunos orificios en las tapas.

Muchos pájaros y aún más insectos morían. Algunos sobrevivían para ser llevados a la lóbrega ciudad, más allá de los árboles.

En la propia urbe, los niños trepaban por las paredes para robar huevos en nidos fabricados entre la podredumbre. Los ciempiés, las cresas y los capullos, que guardaban en cajas de cerillas para cambiarlos por cordel o chocolate, cobraban de repente valor monetario.

Había accidentes. Una chica que perseguía a la paloma de carreras de su vecino se precipitó desde un tejado y se rompió la cabeza. Un anciano en busca de gusanos fue aguijoneado por abejas hasta sufrir un paro cardiaco.

Se robaban tanto pájaros raros como otras criaturas voladoras. Algunos escapaban. Nuevos depredadores y presas no tardaron en unirse al ecosistema de los cielos de Nueva Crobuzon.

Lemuel era bueno en su trabajo. Algunos se habrían limitado a tocar las profundidades: él no. El se aseguró de que los deseos de Isaac llegaran hasta las afueras: Gidd, Cuña del Cancro, Mafatón y la Letrina, Prado del Señor y el Cuervo.

Oficinistas y médicos, abogados y consejeros, terratenientes y hombres y mujeres del placer… hasta la milicia: Lemuel había tratado a menudo (normalmente de forma indirecta) con la ciudadanía respetable de Nueva Crobuzon. Las principales diferencias entre ellos y los moradores más desesperados de la ciudad, en su experiencia, estaban en la escala de dinero que les interesaba y en la capacidad para ser descubiertos.

Desde los vestíbulos y los comedores se oían cautos murmullos interesados.

En el corazón del Parlamento tenía lugar un debate sobre la presión fiscal al comercio. El alcalde Rudgutter se sentaba regio sobre su trono, asintiendo a su ministro, Montjohn Rescue, que bramaba en defensa del partido del Sol Grueso, señalando amenazador con el dedo en la enorme cámara abovedada. Rescue se detenía de forma periódica para arreglarse la gruesa bufanda que llevaba alrededor del cuello, a pesar del calor.

Los consejeros dormitaban en silencio en una bruma de motas de polvo.

En el resto del edificio, en los intrincados corredores y pasillos que parecían diseñados para confundir, secretarias y mensajeros uniformados revoloteaban agobiados en sus quehaceres. Pequeños túneles y escaleras de mármol pulimentado se abrían desde las galerías principales. Muchos de ellos estaban mal iluminados y no se los frecuentaba a menudo. Un anciano empujaba un decrépito carrito por uno de tales corredores.

Cuando el bullicio de la entrada principal del Parlamento comenzó a remitir a su espalda, tiró del carrito para subir unas empinadas escaleras. El espacio era tan angosto que apenas cabía su vehículo, y tardó largos e incómodos minutos en alcanzar el desembarco. Se detuvo un instante para limpiarse el sudor de la frente y la boca antes de continuar su penoso bregar por el suelo ascendente.

Frente a él, un rayo de sol que trataba de doblar un recodo iluminaba el aire. Se sumergió en él y la luz y el calor se derramaron sobre su rostro. La iluminación procedía de una claraboya y de las ventanas del despacho sin puertas que se encontraba al final del pasillo.

—Buenos días, señor —croó el viejo al llegar a la entrada.

—Buenos días —replicó el hombre detrás del escritorio.

La oficina era pequeña y cuadrada, con ventanas pequeñas de vidrio ahumado que ofrecían vistas del Griss Bajo y los arcos de la línea férrea Sur. Una de las paredes quedaba oscurecida por la amenazadora masa oscura del edificio principal del Parlamento. En aquel paramento se abría una diminuta portezuela corredera. En una esquina, en precario equilibrio, había una pila de cajas.

La pequeña estancia era una de las cámaras que sobresalían del edificio principal, muy por encima de la ciudad circundante. Las aguas del Gran Alquitrán discurrían quince metros más abajo.

El repartidor descargó los paquetes y las cajas del carrito frente al caballero pálido, de mediana edad, sentado frente a él.

—Hoy no hay demasiadas, señor —murmuró, frotándose los huesos doloridos. Lentamente se dio la vuelta por donde había venido, arrastrando el carro a su espalda.

El secretario examinó los paquetes mientras tomaba breves notas en su máquina de escribir. Realizaba entradas en un enorme libro mayor etiquetado «ADQUISICIONES», hojeando las páginas entre secciones y registrando la fecha antes de cada objeto. Abrió los paquetes y anotó los contenidos en la lista diaria mecanografiada del libro.

Informes de la milicia: 17. Nudillos humanos: 3. Heliotipos (incriminatorios): 5.

Comprobó el departamento de destino de cada elemento de la colección, separándolos en montones. Cuando una pila era lo bastante grande, la depositaba en una caja y la llevaba junto a la portezuela de la pared. Se trataba de un cuadrado de menos de metro y medio de lado que siseaba con el ruido del aire en movimiento, y que se abría ante la orden de un pistón oculto, activado por una palanca. A su lado había una pequeña ranura para una tarjeta de programas.

Más allá, una jaula de alambre colgaba bajo la piel de obsidiana del Parlamento, con un lado abierto que daba al umbral. Estaba suspendida del techo y de dos costados por cadenas que se mecían suavemente, traqueteando y perdiéndose en la marea de tinieblas que se extendía sin remisión allá donde mirara el oficinista; este arrastró la caja hasta la abertura y la metió en la jaula, que se escoró un tanto por el peso.

Liberó una escotilla que se cerró con rapidez, encerrando la caja y sus contenidos en malla de alambre por todos sus lados. Cuando cerró la puerta deslizante, buscó en sus bolsillos y sacó las gruesas tarjetas de programas que obraban en su poder, cada una claramente marcada: «Milicia», «Inteligencia», «Fondos», etc. Deslizó la tarjeta apropiada en la ranura junto a la portezuela.

Se produjo un zumbido. Diminutos, sensibles pistones reaccionaron a la presión. Alimentados por el vapor procedente de las vastas calderas del sótano, delicados engranajes rotaron sobre la tarjeta. Allá donde los dientes, provistos de muelles, encontraban secciones cortadas en la tarjeta, se introducían por un momento y hacían que un minúsculo interruptor fuera activado en el mecanismo. Cuando las ruedas completaban su breve exploración, la combinación de interruptores encendidos y apagados se traducía en instrucciones binarias que volaban por la corriente de vapor y electricidad que surcaba los tubos y cables, hasta llegar a máquinas analíticas ocultas.

La jaula se liberó de sus anclajes y comenzó su rápido movimiento balanceante bajo la piel del Parlamento. Recorrió los túneles ocultos arriba y abajo, a un lado y a otro, diagonalmente, cambiando de dirección, transfiriéndose bamboleante a nuevas cadenas durante cinco, treinta segundos, dos minutos o más, hasta llegar a su destino, donde golpeó una campana para anunciarse. Otra puerta deslizante se abrió ante ella y quedó liberada la caja al alcanzar su destino. A lo lejos, una nueva jaula se balanceaba hasta situarse en su posición frente a la oficina del secretario.