El encargado de Adquisiciones trabajaba con rapidez. En menos de quince minutos había clasificado y enviado casi todas las rarezas que habían llegado a su mesa. Fue entonces cuando vio uno de los pocos paquetes restantes, que se agitaba de forma extraña. Dejó de escribir y lo tocó con el dedo.
Los sellos que lo adornaban declaraban que acababa de llegar en un barco mercante, de nombre escondido. Bien escrito en el frente del paquete aparecía su destino: «Dra. M. Barbile, Investigación y Desarrollo». El secretario oyó el sonido de rasguños. Vaciló un momento y entonces desató con sumo cuidado las cuerdas que lo cerraban. Observó el interior.
Dentro, en un nido de trizas de papel que mascaban con diligencia, había una masa de gruesos gusanos más grandes que su pulgar.
El hombre se retiró, abriendo los ojos tras sus gafas. Las criaturas eran de un color asombroso, hermosos rojos oscuros y verdes con la iridiscencia de las plumas de un pavo real. Se revolvían y agitaban para mantenerse sobre sus diminutas y pegajosas patas. Gruesas antenas sobresalían de la cabeza, por encima de una boca minúscula. La parte delantera del cuerpo estaba cubierta por un pegajoso vello multicolor que no dejaba de agitarse.
Las gruesas y pequeñas criaturas se ondulaban ciegamente.
El oficinista vio, demasiado tarde, un albarán desgarrado y adosado a la parte trasera de la caja, prácticamente destruido en el viaje. Tenía orden de registrar cualquier paquete con albarán como este y lo enviaba sin abrirlo.
Mierda, pensó nervioso. Desdobló las mitades rotas de la nota, que seguía siendo legible.
«PA ciempiés x 5». Eso era todo.
El secretario se recostó y pensó unos momentos, observando a las pequeñas criaturas peludas arrastrándose las unas encima de las otras sobre el papel en el que descansaban.
¿Ciempiés?, pensó, sonriendo ansioso. No dejaba de lanzar miradas al pasillo que se abría frente a él.
Raros ciempiés… de alguna especie extranjera, pensó.
Recordó los susurros en el bar, los guiños y asentimientos. Había oído a un tipo del local ofrecer dinero por tales criaturas. Cuanto más raros, mejor, había dicho.
El rostro del secretario se arrugó de repente con miedo y avaricia. Su mano sobrevoló la caja, acercándose y retirándose indecisa. Se levantó y se dirigió a la entrada de su despacho, para escuchar. Del oscuro pasillo no llegaba sonido alguno.
Regresó a su escritorio, calculando frenético el riesgo y el beneficio. Examinó con cuidado el albarán. Estaba precedido por un encabezado ilegible, pero la información se había escrito a mano. Abrió un cajón del escritorio sin darse tiempo a pensar, revisando sin cesar el pasillo desierto, y sacó un abrecartas y una pluma. Rascó con sumo cuidado la rayita superior y el fin de la curva del número «5». Sopló el polvo de tinta y papel, y alisó cuidadosamente el albarán arrugado con la pluma. Después lo volvió y mojó en tinta la punta. Meticulosamente, encauzó la base del guarismo, y la convirtió en líneas cruzadas.
Cuando al fin terminó, se enderezó y valoró con ojo crítico su trabajo. Parecía un «4».
Ya ha pasado lo difícil, pensó.
Buscó algún contenedor a su alrededor, le dio la vuelta a los bolsillos y se rascó la cabeza, pensativo. Su rostro se iluminó y extrajo el estuche de sus gafas. Lo abrió y lo rellenó con trozos de papel. Entonces, con una mueca de ansioso desagrado, se cubrió la mano con el puño de la camisa y la metió en la caja. Sentía los bordes suaves de uno de los ciempiés entre sus dedos. Con el mayor cuidado y rapidez de los que fue capaz, lo arrancó de sus compañeros y lo depositó en el estuche. Cerró de inmediato la tapa sobre la frenética y diminuta criatura, y la aseguró con un cordel.
Guardó el estuche en el fondo de su maletín, escondido detrás de los caramelos de menta, los papeles, los bolígrafos y los cuadernos.
Volvió a atar las cuerdas de la caja antes de sentarse rápidamente a esperar. Se dio cuenta de que su corazón latía desbocado. Sudaba un poco. Inspiró profundamente y cerró los ojos con fuerza.
Ya puedes relajarte, pensó para calmarse. El peligro ya ha pasado.
Pasaron dos o tres minutos, mas no llegó nadie. El burócrata seguía solo. Su extraña malversación había pasado desapercibida. Respiró con mayor facilidad.
Al fin volvió a contemplar su albarán falsificado, y reparó en que se trataba de un muy buen trabajo. Abrió el libro mayor y, en la sección marcada como «I+D», registró la fecha y la información: «27 de Chet, Anno Urbis 1779: del barco mercante X. PA ciempiés: 4».
El último número pareció brillar, como si estuviera escrito en rojo.
Anotó la misma información en su informe diario antes de tomar la caja sellada y llevarla a la pared. Abrió la portezuela y se inclinó sobre el pequeño umbral metálico, depositando la caja de gusanos en la jaula que allí esperaba. Bocanadas de un aire rancio, seco, rasparon su rostro desde la oscura cavidad entre la piel y las vísceras del Parlamento.
Cerró la jaula, y después la portezuela. Buscó con torpeza entre sus tarjetas de programas y consiguió al fin extraer la marcada «I+D» con dedos aún temblorosos. La introdujo en la máquina de información.
Se produjo un siseo mecánico y un sonido castañeteante cuando las instrucciones se transmitieron por los pistones, martillos y engranajes, y la jaula fue arrastrada hacia arriba a velocidad vertiginosa desde el despacho del secretario, más allá de las colinas del Parlamento, hacia las cumbres escarpadas.
La caja de ciempiés se balanceaba mientras era arrastrada a las tinieblas. Ajenos a su travesía, los gusanos circunnavegaban su pequeña prisión con espasmos peristálticos.
Unos motores silenciosos transfirieron la jaula de un gancho a otro, cambiaron su dirección y la dejaron caer sobre unas oxidadas cintas transportadoras, que la llevaron a otra parte de las entrañas del Parlamento. La caja trazaba invisibles espirales por todo el edificio, en un ascenso gradual e inexorable hacia el Ala Este de alta seguridad, atravesando venas mecanizadas hasta alcanzar las torretas y protuberancias orgánicas.
Al fin, la jaula de alambre cayó con un sordo campaneo sobre una cama de muelles. Las vibraciones de la esquila se perdieron en el silencio. Pasado un minuto, la portezuela correspondiente se abrió y la caja de larvas fue bruscamente sometida a una luz áspera.
No había ventanas en aquella sala blanca y alargada, solo lámparas incandescentes de gas. Cada rincón de la estancia era visible en su esterilidad. No había polvo, ni suciedad alguna. La limpieza era dura, agresiva.
Por todo el perímetro del lugar, personas con batas blancas se afanaban en obscuras tareas.
Fue una de aquellas brillantes y ocultas figuras la que desató las cuerdas de la caja y leyó el albarán. Abrió con cuidado la caja y observó su interior.
Tomó la caja de cartón y la transportó, alejada de su cuerpo, por toda la estancia. En el otro extremo, uno de sus colegas, un enjuto cacto con las espinas cuidadosamente aseguradas bajo un grueso guardapolvo blanco, le abrió las grandes puertas hacia las que se dirigía. Ella le enseñó su acreditación de seguridad y el cacto se hizo a un lado para dejar que la mujer le precediera.
Los dos recorrieron con cuidado un pasillo tan blanco y espartano como la habitación de la que procedían, con una gran parrilla de hierro al final. El cacto vio que su colega se movía con pies de plomo, así que se adelantó e introdujo una tarjeta de programas en la ranura de la pared. El portón se deslizó a un lado.