Выбрать главу

Entraron en una vasta cámara oscura.

El techo y las paredes estaban lo bastante lejos como para ser invisibles. Extraños lamentos y gemidos procedían, distantes, de todos lados. A medida que sus ojos se adaptaban, vieron en las paredes jaulas de madera oscura, hierro o vidrio reforzado, que cubrían a intervalos irregulares la enorme sala. Algunas eran gigantescas, del tamaño de habitaciones, mientras que otras no eran mayores que un libro. Todas estaban elevadas, como las vitrinas de un museo, con tablas y libros de información frente a ellas. Científicos uniformados de blanco recorrían el laberinto entre los bloques de cristal como espectros en una ruina, tomando notas, observando, pacificando y atormentando a los moradores de las jaulas.

Los cautivos sorbían, gruñían, cantaban y se agitaban irreales en sus lóbregas prisiones.

El cacto se alejó deprisa en la distancia hasta desaparecer. La mujer que transportaba los gusanos seguía avanzando con sumo cuidado.

Al pasar por las jaulas, las cosas trataban de rozarla, de alcanzarla, lo que le hizo temblar como el vidrio. Algo se retorcía oleaginoso en una enorme cisterna de lodos viscosos, y alcanzó a divisar tentáculos dentados que exploraban el tanque, golpeando a su paso. La mujer se veía bañada por hipnóticas luces orgánicas. Pasó junto a una pequeña jaula cegada por un lienzo negro, con señales de advertencia situadas ostentosamente en todos sus costados, con instrucciones sobre cómo tratar al contenido. Sus colegas se acercaban y alejaban con portapapeles, bloques infantiles de colores y trozos de carne putrefacta.

Frente a ella se habían construido unas paredes temporales de madera negra, de siete metros de altura, que rodeaban un espacio de unos cinco metros cuadrados. Incluso se había dispuesto un techado de hierro corrugado. En la entrada de aquella estancia interior, cerrada con candado, aguardaba un guardia de blanco con la cabeza dispuesta de modo que pudiera soportar el peso de un extraño casco. A sus pies había otros cascos similares.

La mujer asintió al guardia e indicó su deseo de entrar. El hombre comprobó la identificación alrededor de su cuello.

— ¿Sabe pues lo que hay que hacer? —preguntó en voz queda.

Ella asintió y depositó con cuidado la caja en el suelo, después de comprobar que las cuerdas seguían firmes. Entonces tomó uno de los cascos a los pies del guardia y lo depositó sobre su cabeza.

Se trataba de una jaula de tuberías y tornillos de bronce que rodeaban todo el «cráneo, con un pequeño espejo suspendido a cuarenta y cinco centímetros, delante de cada ojo. Afirmó la correa de la papada para estabilizar aquel pesado artefacto, antes de volverse hacia el guardia y ajustar los espejos. Los giró sobre sus articulaciones, de modo que pudiera ver claramente a su espalda. Cambio el foco de un ojo a otro, comprobando la visibilidad.

Asintió.

—Muy bien, ya estoy lista —dijo, mientras recogía la caja y la desataba. Contempló los espejos mientras el guardia cerraba la puerta a su espalda. Cuando abrió, desvió la mirada del interior.

La científica empleó los espejos para entrar rápidamente hacia atrás en la sala oscura.

Ya estaba sudando cuando la puerta se cerró frente a su cara. Cambió la atención de nuevo a los espejos, moviendo lentamente la cabeza a un lado y a otro para contemplar lo que había a su espalda.

Detectó una enorme jaula de gruesos barrotes negros que ocupaba casi todo el espacio. Bajo la luz parda oscura del aceite ardiente y las velas podía distinguir la inconexa y moribunda vegetación, los pequeños árboles que llenaban la jaula. La espesa flora que se corrompía lentamente, unida a la oscuridad, le impedía ver el otro extremo de la estancia.

Revisó rápidamente los espejos. Todo estaba en calma.

Dio unos rápidos pasos hacia atrás, acercándose a una pequeña bandeja que se deslizaba adentro y afuera entre los barrotes. Extendió la mano a su espalda e inclinó la cabeza de modo que los espejos apuntaran hacia abajo. Pudo ver su mano buscando a tientas. Se trataba de una maniobra difícil y poco elegante, pero consiguió capturar el asa y atraer la bandeja hacia sí.

De una esquina de la jaula le llegó un golpe pesado, como el de dos gruesas alfombras golpeadas la una contra la otra. Su respiración se aceleró y depositó con torpeza los gusanos en la bandeja. Los cuatro pequeños seres ondulantes cayeron sobre el metal en una lluvia de trozos de papel.

De inmediato, algo cambió en la calidad del aire. Los ciempiés podían oler al morador de la jaula, y le gritaban pidiendo ayuda.

La cosa respondió.

Aquellos sonidos no eran audibles, y vibraban en longitudes de onda ajenas al sonar. La doctora sintió el vello de todo el cuerpo erizarse cuando el fantasma de aquellas emociones atravesó su cerebro, como rumores apenas audibles. Retazos de gozo alienígeno y terror inhumano acudieron sinestéticos a sus fosas nasales, sus oídos y el fondo de sus ojos.

Con dedos trémulos, devolvió la bandeja a la jaula.

Cuando se alejaba de los barrotes, algo le rozó la pierna con un ademán lascivo. La mujer emitió un gruñido lastimero de miedo y apartó el pantalón. Atenazada por el espanto, resistió el instinto de mirar tras ella.

A través de los espejos vislumbró los miembros oscuros desenroscándose en la tosca vegetación, los dientes amarillentos, los negros pozos oculares. Los helechos y matorrales crujieron y el ser desapareció.

La mujer golpeó la puerta con brusquedad mientras tragaba saliva, aguantando la respiración hasta que le abrieron y prácticamente se echó en brazos del guardia. Desató las correas bajo su cabeza y se liberó del yelmo. Alejó intencionadamente la mirada del guardia mientras le oía cerrar el candado de la puerta.

— ¿Ya está? —susurró al fin la mujer.

—Sí.

Se giró lentamente. No podía alzar la mirada, que mantuvo clavada en el suelo, comprobando que todo estaba en orden mirando la base de la puerta. Solo entonces, lentamente y con un suspiro de alivio, levantó los ojos. Le entregó el casco al guardia.

—Gracias —murmuró.

— ¿Ha ido todo bien?

—Claro que no —saltó ella, girándose.

A su espalda, creyó oír un inmenso aleteo a través de las paredes de madera.

Deshizo su camino por aquella cámara de extraños animales, comprendiendo a medio camino que aún se aferraba a la caja, ahora vacía, en la que había traído a los gusanos. La dobló y se la metió en el bolsillo.

Cerró tras ella la puerta telescópica que daba a la inmensa cámara de oscuras, violentas formas. Recorrió el pasillo blanco hasta llegar al fin a la antecámara del Investigación y Desarrollo y atravesó la primera y pesada puerta.

La cerró y atrancó antes de girarse aliviada para unirse a sus colegas de blanco, que miraban por sus femtoscopios, leían tratados o conferenciaban en voz baja junto a las puertas que conducían a otros departamentos. Cada una de estas puertas mostraba una leyenda en rojo y negro.

Mientras la doctora Magesta Barbile volvía a su banco para realizar su informe, echó un rápido vistazo por encima del hombro a las advertencias de la puerta que acababa de atravesar.

Riesgo biológico. Peligro. Se exige precaución extrema.

10

— ¿Le gusta probar drogas, señorita Lin?

Lin le había dicho al señor Motley que le era difícil hablar mientras trabajaba. El le había informado afable que se aburría cuando posaba para ella, o para cualquier otro retrato. No tenía por qué responderle, le había dicho. Si algo que él comentara le interesaba de verdad, podía guardarlo para discutirlo después, al final de la sesión. No debía preocuparse por él, le había asegurado. No podía quedarse quieto durante dos, tres, cuatro horas, sin decir nada. Eso lo volvería loco, de modo que Lin escuchaba cuanto decía e intentaba recordar uno o dos comentarios para después. Tenía mucho cuidado de que el señor Motley estuviera contento con ella.