—Debería hacerlo. En realidad, estoy seguro de que ya lo ha hecho. Artistas como usted, que se sumergen en las profundidades de la psique… Esas cosas.
Ella oyó la sonrisa en su voz.
Lin lo había persuadido para que le dejara trabajar en el ático de su base en el Barrio Oseo. Había descubierto que era el único lugar con luz natural de todo el edificio. No eran solo los pintores y los heliotipistas los que necesitaban luz: la textura de las superficies que evocaba tan asiduamente en sus glándulas era invisible bajo la luz de las velas, y se exageraba con las lámparas de gas. Así que le había insistido nerviosa hasta que él aceptó la propuesta. Desde entonces era recibida en la puerta por el ayudante cacto y conducida al piso superior, donde una escalera de madera colgaba de una trampilla en el techo.
Llegaba y se marchaba del ático sola. Siempre encontraba al señor Motley esperándola, muy cerca del lugar por donde ella aparecía. La cavidad triangular de la buharda parecía extenderse al menos un tercio de la longitud de la terraza, todo un estudio de perspectiva, con la caótica aglutinación de carne que era el señor Motley aguardando en su centro.
No había mobiliario alguno, pero sí una puerta que conducía a algún pequeño pasillo exterior. Nunca la veía abierta. El aire del ático era seco. Lin recorría los tableros sueltos, arriesgándose con cada paso a clavarse alguna astilla. Pero el polvo en las grandes ventanas abuhardilladas parecía traslúcido, al admitir la luz y difuminarla. Lin hacía pequeñas señales al señor Motley para que se situase bajo el albor y luego caminaba a su alrededor, reorientándose, antes de proseguir con la escultura.
Una vez le había preguntado dónde pondría aquella representación a tamaño natural.
—No es nada que deba importarle —le había respondido con una amable sonrisa.
Se plantaba ante él y observaba la luz grisácea y mortecina capturando sus rasgos. Cada sesión, antes de comenzar, pasaba algunos minutos familiarizándose de nuevo con su forma.
En el primer par de sesiones, Lin había estado segura de que cambiaría de un día para otro, de que los fragmentos fisonómicos que lo formaban se reorganizaban cuando nadie miraba. Le asustaba aquel encargo. Se preguntaba histérica si era como el trabajo de un niño en una obra moral, si sería castigada por algún pecado nebuloso al tratar de congelar en el tiempo un cuerpo fluido. Le aterraba decir nada, tener que comenzar cada día desde el principio, una y otra vez.
Pero no tardó en aprender a imponer orden en el caos. Era absurdamente prosaico contar los afilados trozos quitinosos que sobresalían de cada retal de piel de paquidermo, solo para asegurarse de que no se había dejado ninguna en la escultura. Era algo casi vulgar, como si aquella forma anárquica desafiara el conteo. Y aun así, en cuanto lo miraba de aquel modo, la obra cobraba forma.
Lin se incorporaba y lo estudiaba, enfocando rápidamente con una celda visual u otra, volando la concentración por sus ojos, valorando el agregado que era el señor Motley a través de los minúsculos cambios oculares. Llevaba densas barras blancas de pasta orgánica que metabolizaba para crear sus obras. Ya se había comido varias antes de llegar, y mientras medía visualmente masticaba otra, ignorando estólida el sabor desagradable, sordo, pasando con rapidez la pasta de la boca a la glándula en la zona trasera de su cuerpo de escarabajo. El vientre se hinchaba claramente al almacenar la pulpa.
Entonces se volvía y retomaba el inicio de su trabajo, la garra reptiliana de tres dedos que era uno de los pies del señor Motley, y la fijaba en su sitio con una abrazadera baja. Después se giraba y se arrodillaba, encarándose con el modelo, abría la pequeña placa quitinosa que protegía la glándula y cerraba los labios en la parte trasera de la cabeza de insecto sobre el borde de la escultura, a su espalda.
Primero, Lin derramaba con cuidado las encimas que rompían la integridad del esputo ya endurecido, para devolver el borde de su obra a un estado de espesa mucosa pegajosa. Después se concentraba en la sección de la pierna sobre la que trabajaba, usando tanto lo que veía como lo que recordaba de los rasgos, de las protuberancias óseas, las cavidades musculares; entonces comenzaba a expulsar la espesa pasta de su glándula dilatando los esfínteres labiales, contrayendo y estirando, girando y suavizando la masa hasta darle forma.
Usaba el nácar opalescente de su esputo con habilidad. No obstante, en ciertas zonas los tonos de la horrísona carne del señor Motley eran demasiado espectaculares, demasiado llamativos, imposibles de representar. Lin buscaba y elegía un puñado de bayas de color dispuestas en la paleta, creando sutiles combinaciones al comerlas, como un cuidadoso cóctel de rojos, azules, amarillos, púrpuras y negros.
El vivido jugo pasaba de la boca a los peculiares derroteros intestinales, hasta llegar a un adjunto de su saco torácico principal. En cuatro o cinco minutos, podía diluir la mezcla cromática con el esputo khepri. Después rezumaba el líquido con delicadeza y lograba degradados, asombrosos tonos en patrones sugerentes que se coagulaban rápidamente y cobraban forma.
Solo al final de las horas de trabajo, hinchada y exhausta, con la boca hedionda por el ácido de las bayas y el mustio sabor a tiza de la pasta, Lin podía girarse y ver su creación. Tal era la habilidad de las artistas glandulares, pues trabajaban a ciegas.
La primera de las piernas del señor Motley ya cobraba forma, decidió, con cierto orgullo.
Las nubes visibles a través de las claraboyas se arremolinaban vigorosas, se disolvían y recombinaban en jirones y fragmentos del cielo. El aire del ático estaba muy quieto, en comparación. El polvo colgaba inerte. El señor Motley aguardaba contra la luz.
Se le daba muy bien quedarse quieto, siempre que una de sus bocas no abandonara un monólogo divagante. Hoy había decidido hablarle sobre las drogas.
— ¿Cuál es su veneno, Lin? ¿Shazbah? El colmillo no tiene efecto sobre las khepri, ¿no?, así que queda fuera… —rumiaba—. Creo que los artistas tienen una relación ambivalente hacia las drogas. Me refiero al proyecto sobre la liberación de la bestia interior, ¿comprende? O el ángel. Lo que sea. A abrir puertas que uno pensaba que estaban bien cerradas. Pero, si hace eso con las drogas, ¿no convierte al propio arte en una decepción? El arte es comunicación, ¿no es así? Por tanto, si se emplean drogas, que son una experiencia intrínsecamente individual, por mucho que diga un marica proselitista que se coloca con los amigos en una discoteca, consigues abrir las puertas, pero ¿puedes comunicar lo que encuentras al otro lado? Por otra parte, si se mantiene testarudamente limpia, limitándose al serio estado mental que solemos encontrar, es posible comunicarse con otros, porque todos hablamos el mismo lenguaje. Pero, ¿ha abierto las puertas? Puede que como mucho haya mirado por el ojo de la cerradura. Puede que baste con eso…
Lin alzó la mirada para ver con qué boca hablaba. Era una grande, femenina, cercana al hombro. Se preguntó cómo era que la voz no variaba. Deseó poder responder, o que él dejara de hablar. Le costaba concentrarse, pero pensó que ya había conseguido el mejor compromiso que podía de él.
—Montones y montones de dinero en drogas… pero eso ya lo sabe. ¿Sabe lo que su amigo y «agente» Lucky Gazid está dispuesto a pagar por su última diversión ilícita? Sinceramente, le sorprendería. Pregúntele. El mercado para esas sustancias es extraordinario. Hay espacio para que algunos emprendedores hagan buenas sumas.
Lin tuvo la sensación de que el señor Motley se reía de ella. Con cada conversación en la que él le revelaba algún detalle oculto de los bajos fondos de Nueva Crobuzon, ella acababa enredada en algo que ansiaba evitar. No soy más que una visitante, deseaba señalarle frenética. ¡No me dé un mapa! El tiro ocasional de shazbah para animarme, puede que un trago de quine para calmarme, no pido más… ¡No sé nada sobre distribución, ni quiero saberlo!