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—Ma Francine tiene una especie de monopolio en la Aduja. Está extendiendo a sus comerciales cada vez más lejos de Kinken. ¿La conoce? Una de su especie. Una impresionante mujer de negocios. Tenemos que llegar a algún acuerdo, o las cosas se pondrán feas. —Varias de las bocas del señor Motley sonrieron—. Pero voy a decirle algo —añadió en voz baja—: muy pronto va a llegarme un envío de algo que cambiará de forma espectacular mi distribución. Puede que yo también consiga una especie de monopolio…

Esta noche tengo que ver a Isaac, decidió Lin nerviosa. Me lo voy a llevar a cenar a algún sitio en los Campos Salacus, donde podamos enredarnos los pies.

El concurso anual Shintacost se acercaba rápidamente, a finales de Melero, y tendría que pensar en algo para decirle por qué no iba a participar. Nunca había ganado (los jueces, pensaba altanera, no comprendían el arte glandular), pero, junto a sus amigos, había participado sin faltar desde hacía siete años. Se había convertido en un ritual. Celebraban una gran cena el día del fallo y enviaban a alguien a traerles uno de los primeros ejemplares de la Gaceta de Salacus, que patrocinaba la competición, para ver quién había ganado. Después se emborrachaban y denunciaban a los organizadores por ser unos bufones sin sensibilidad.

A Isaac le sorprendería que no tomara parte, y decidió hablarle de una obra monumental, algo que le impidiese hacer preguntas durante un tiempo.

Por supuesto, reflexionó, si lo del garuda sigue en marcha, ni se dará cuenta de si participo o no.

Sus pensamientos tenían un deje amargo, y comprendió que no era justa. Ella era dada a la misma clase de obsesión: le costaba no ver a todas horas, por el rabillo del ojo, la forma monstruosa del señor Motley. Simplemente habían tenido la mala suerte de obsesionarse al mismo tiempo, pensó. Su trabajo la consumía. Quería llegar a casa todas las noches y encontrarse ensalada de frutas frescas, entradas para el teatro y sexo.

En vez de ello, él trabajaba ávido en su taller y ella se encontraba con una cama vacía en Galantina, una noche tras otra. Se veían una o dos veces por semana, para cenar juntos y compartir un sueño profundo y poco romántico.

Alzó la mirada y comprobó que las sombras se habían movido desde que llegara al ático. Se sentía confusa. Con las delicadas patas de la cabeza se limpió la boca, los ojos y las antenas en rápidas pasadas. Masticó la que decidió que sería la última carga de bayas rosas. Las mezclaba con cuidado, añadiendo una baya perlada inmadura o una amarilla casi fermentada. Sabía exactamente qué sabor buscaba: el amargor enfermizo, empalagoso de color salmón grisáceo y vivido, aquel del músculo de la pantorrilla del señor Motley.

Tragó y exprimió a través de sus mandíbulas el jugo, que acabó rezumando por los lados resplandecientes del esputo khepri, que ya comenzaba a secarse. Era demasiado líquido, por lo que se derramó y goteó al emerger. Lin trabajó el tono del músculo con trazos abstractos y lagrimosos, un apaño para intentar arreglar el error.

Cuando el esputo se hubo secado, se retiró. Sintió la tensión de la mucosa pegajosa, y el chasquido al apartar la cabeza de la pierna medio terminada. Se inclinó a un lado, se tensó y expulsó la pasta restante por la glándula. El vientre de su cuerpo superior abandonó su forma distendida y adoptó unas dimensiones más normales. Un grueso grumo blanco de esputo goteó de la cabeza y cayó hasta el suelo. Lin extendió la punta de la glándula y la limpió con sus patas traseras y cerró después con cuidado la pequeña carcasa protectora bajo las puntas de las alas.

Se incorporó y estiró. Los amistosos, fríos y peligrosos comentarios del señor Motley cesaron de forma abrupta. No se había dado cuenta de que había terminado.

— ¿Ya, señorita Lin? —lloró con fingida decepción.

Pierdo la concentración si no tengo cuidado, señaló ella. Exige un enorme esfuerzo. Tengo que parar.

—Por supuesto —respondió el señor Motley—. ¿Cómo va la obra maestra?

Los dos se giraron al tiempo.

Lin se alegró al comprobar que su arreglo espontáneo del jugo aguado había creado un efecto vivido y sugerente. No era totalmente natural, pero no lo era ninguna de sus obras; el músculo del señor Motley parecía haber sido arrojado violentamente contra los huesos de la pierna. Una analogía que quizá se acercara a la verdad.

Los colores traslúcidos se derramaban en grumos irregulares sobre el blanco, que resplandecía como el interior de una concha. Las capas de tejido y músculo se arrastraban las unas sobre las otras, y las complejidades de las numerosas texturas estaban representadas de forma realista. El señor Motley asintió con satisfacción.

— ¿Sabe? —aventuró con tranquilidad—. Mi sentido del gran momento me hace desear que hubiera algún modo de no ver nada más de la obra hasta que esta esté concluida. Creo que de momento está muy bien. Pero que muy bien. Mas es peligroso ofrecer elogios demasiado pronto. Puede llevar a la complacencia… o a su contrario. De modo que, por favor, no se descorazone, señorita Lin, si esta es mi última palabra, positiva o negativa, sobre el asunto, hasta que hayamos terminado. ¿De acuerdo?

Lin asintió. Era incapaz de apartar los ojos de lo que había creado, y pasaba delicadamente la mano por la suave superficie del esputo khepri en desecación. Los dedos exploraron la transición del pelaje a las escamas, y a la piel bajo la rodilla de su modelo. Observó el original, así como la cabeza del señor Motley, que devolvió la mirada con un par de ojos de tigre.

¿Qué… qué era usted?, le señaló.

El lanzó un suspiro.

—Me preguntaba cuándo querría saberlo, Lin. Esperaba que no lo hiciera, pero suponía que era improbable. Hace que me pregunte si nos entendemos mutuamente —siseó, con un tono súbitamente violento. Lin dio un paso atrás—. Es tan… previsible… Aún no mira usted del modo correcto. En absoluto. Es una maravilla que pueda crear tal arte. Aún ve esto —dijo, señalando de forma vaga su cuerpo con una mano de simio— como una patología. Aún está interesada en lo que era y en cómo empeoró. Esto no es un error, ni una ausencia, ni una mutación: es imagen y esencia… —Su voz resonó entre las vigas. Se calmó un poco y bajó sus muchos brazos—. Esto es la totalidad.

Ella asintió para indicarle que comprendía, demasiado cansada para sentirse intimidada.

—Puede que sea demasiado duro con usted —respondió al instante el señor Motley—. Es decir… esta pieza frente a nosotros deja patente que dispone usted de un sentido del momento rasgado, aunque su pregunta sugiera lo contrario…

Por tanto, es posible —siguió lentamente— que usted misma contenga ese momento. Parte de usted comprende sin recurrir a las palabras, aun cuando su mente superior formula preguntas en un formato que hace imposible respuesta alguna. —La miró triunfante—. ¡También usted está en la zona bastarda, señorita Lin! Su arte tiene lugar allá donde su comprensión y su ignorancia se confunden.

Muy bien, señaló ella mientras recogía sus cosas. Lo que sea. Siento haber preguntado.

— Yo también lo sentía, pero creo que ya no —replicó.

Lin plegó la caja de madera alrededor de la paleta manchada, alrededor de las bayas de color restantes (reparó en que necesitaba más) y los bloques de pasta. El señor Motley proseguía con sus divagaciones filosóficas, rumiando teorías mestizas. Lin no le atendía. Alejó sus antenas de él, sintiendo los sucesos y sonidos del edificio, el peso del aire en la ventana.