Quiero un cielo por encima de mi cabeza, pensó, no estas viejas y polvorientas cerchas, este techo frágil y alquitranado. Me voy a casa. Lentamente. A través de la Ciénaga Brock.
Su resolución se agrandó a medida que elaboraba su pensamiento.
Me detendré en el laboratorio y le preguntaré a Isaac, como quien no quiere la cosa, si quiere venir conmigo, si puedo robarle una noche.
El señor Motley seguía perorando.
Cállate, cállate, niño malcriado, megalómano de mierda, deja esas teorías dementes, pensó.
Cuando se volvió para señalar un adiós, lo hizo con la mínima semblanza de educación.
11
Una paloma colgaba cruciforme de un aspa de madera sobre el escritorio de Isaac. Bamboleaba frenética la cabeza de un lado a otro, pero, a pesar de su terror, no podía más que emitir un patético arrullo.
Tenías las alas fijadas con pequeñas puntas clavadas en los espacios entre las plumas extendidas, y dobladas hacia arriba. Las patas estaban atadas a la parte inferior de la pequeña cruz. La madera estaba manchada con el blanco y el gris del guano. El animal se agitaba y trataba de liberar las alas, pero estaba bien sujeto.
Isaac se acercó a él con una lupa y un bolígrafo.
—Deja de joder, maldito bicho —musitó, pinchando el hombro con la punta del bolígrafo. Observó a través de la lente los temblores infinitesimales que recorrían los diminutos huesos y músculos. Sin mirar, realizó unas anotaciones en un papel a su lado.
— ¡Oye!
Isaac alzó la cabeza ante la irritada llamada de Lublamai, y se levantó de la silla. Se acercó al borde de la barandilla y miró abajo.
— ¿Qué?
Lublamai y David se encontraban allí, hombro con hombro, con los brazos cruzados. Parecían un pequeño coro a punto de comenzar a cantar. Su expresión era ceñuda. El silencio se prolongó unos segundos.
—Mira —comenzó Lublamai, con voz de repente aplacadora—. Isaac… Siempre hemos estado de acuerdo en que en este lugar podemos desarrollar las investigaciones que queramos, sin hacer preguntas. En que nos ayudaremos los unos a los otros, y todo eso. ¿No es así?
Isaac lanzó un suspiro y se frotó los ojos con el pulgar y el índice de la mano izquierda.
—Por Jabber, chicos, no juguemos a los viejos soldados—dijo con un gruñido—. No tenéis que decirme por lo que he pasado, y vosotros igual. Sé que estáis hasta los cojones, y no puedo culparos si…
—Apesta, Isaac —soltó claramente David—. Y tenemos que padecer el coro del amanecer todos los minutos del día.
Mientras Lublamai hablaba, el viejo constructo se acercó inseguro a su espalda. Se detuvo, rotó la cabeza y apuntó con sus lentes a los dos hombres. Titubeó un instante antes de plegar los brazos de metal en una torpe imitación de sus posturas.
Isaac le hizo un gesto.
— ¡Mirad, mirad lo que hace esa estúpida máquina! ¡Tiene un virus! Más os valdría que lo desmontaran o se organizará solo, y tendréis discusiones existenciales con vuestro amiguito mecánico hasta la muerte.
—Isaac, cabrón, no cambies de tema —replicó David irritado, propinando un empellón al constructo, que cayó al suelo—. Todos tenemos algo de cuerda en lo tocante a molestias, pero te has pasado.
— ¡Muy bien! —Isaac lanzó los brazos al aire y miró lentamente a su alrededor—. Supongo que infravaloré las capacidades de Lemuel para realizar su trabajo —dijo, arrepentido.
Toda la plataforma, que circunscribía el almacén, estaba atestada de jaulas llenas de bichos aleteantes y chillones. El lugar estaba inundado por los sonidos del aire desplazado, de los aleteos y batidos repentinos, del goteo de heces de los animales y, por encima de todos ellos, el del constante chirrido de los pájaros cautivos. Palomas, gorriones y estorninos mostraban su desencanto con arrullos y trinos: débiles por sí mismos, pero un coro agudo y rechinante en masse. Los loros y canarios puntuaban la cháchara animal con exclamaciones insoportables que hacían a Isaac apretar los dientes. Gansos, pollos y patos sumaban un aire rústico a la cacofonía. Las aspis revoloteaban las pequeñas distancias que permitían sus jaulas y golpeaban con sus cuerpos de reptil los límites de su confinamiento. Lamían las heridas con sus diminutos y serios rostros de león, y rugían como ratones agresivos. Enormes tanques transparentes de moscas, abejas, avispas, mariposas y escarabajos voladores sonaban como un violento motor. Los murciélagos colgaban boca abajo y observaban a Isaac con ojos pequeños y fervorosos, mientras las serpientes libélula siseaban sobre el frufrú de sus alas elegantes.
No se había limpiado el suelo de las jaulas, y el olor acre del guano era muy fuerte. Isaac vio que Sinceridad se bamboleaba arriba y abajo por la estancia, sacudiendo su cabeza pelada. David vio a Isaac mirándola.
—Sí—gritó—. ¿Ves? No soporta el hedor.
—Camaradas —respondió Isaac—. Agradezco sinceramente vuestra paciencia. Es un toma y daca, ¿no? Lub, ¿recuerdas cuando realizaste aquellos experimentos con el sonar y tuviste a aquel tipo aporreando el tambor durante dos días?
— ¡Isaac, ya llevamos así casi una semana! ¿Cuánto más va a durar? ¿Cuál es el programa? ¡Al menos limpia toda la porquería!
Isaac observó sus expresiones airadas y comprendió que estaban realmente enfadados. Pensó a toda velocidad para encontrar un compromiso.
—Bueno, mirad —dijo al fin—. Hoy lo limpio todo, os lo prometo. Me quedaré trabajando toda la noche. Empezaré por los más ruidosos, y trataré de librarme de todos en… ¿dos semanas? —terminó torpemente. David y Lublamai rezongaron, pero interrumpió sus protestas y acusaciones—. ¡Pagaré un alquiler extra el mes que viene! ¿Qué os parece eso?
Las protestas murieron de inmediato, y los dos hombres lo miraron calculadores. Eran camaradas científicos, chicos malos de Brock, amigos; pero su existencia era precaria, y no había mucho sitio para los sentimentalismos cuando había dinero por medio. Sabiendo eso, Isaac trató de prevenir cualquier tentación que pudieran albergar sobre buscar un nuevo espacio. Después de todo, él no podía permitirse pagar solo el alquiler.
— ¿De cuánto hablamos? —preguntó David.
Isaac sopesó.
— ¿Dos guineas extra?
David y Lublamai se miraron. Era generoso.
—Y —añadió Isaac con tono despreocupado—, ya que estamos en ello, agradecería un poco de ayuda. No sé cómo encargarme de algunos de estos… eh… sujetos científicos. David, ¿no estudiaste una vez algunas teorías ornitológicas?
—No —replicó este con aspereza—. Fui ayudante para alguien que estaba en ello. Era un coñazo insoportable. Y no seas tan transparente, Isaac. No voy a detestar menos a tus bichos pestilentes por estar involucrado en tus proyectos… —Rió con un rastro de sinceridad—. ¿Has estado estudiando Teoría Empática Básica, o algo así?
Pero, a pesar del sarcasmo, David comenzó a subir las escaleras, con Lublamai detrás.
Se detuvo en lo alto y contempló a los farfullantes cautivos.
— ¡Por la cola del diablo, Isaac! —susurró, sonriente—. ¿Cuánto te ha costado todo el lote?
—Aún no he hecho cuentas con Lemuel —respondió secamente Isaac—, pero mi nuevo jefe se encargará de todo.
Lublamai se había unido a David en el desembarco de las escaleras. Gesticuló a la abigarrada colección de jaulas al otro extremo de la pasarela.