—Mirad —dijo Isaac—. He intentado darle de todo para comer. Le he metido todas las hierbas y plantas que se me han ocurrido, pero no las quiere. De modo que lo intenté con pescado, fruta, galletas, pan, carne, papel, pegamento, algodón, seda… No hace más que vagar sin rumbo, muerto de hambre y mirándome con cara de pocos amigos. —Se inclinó, plantando su cara entre la de sus dos colegas—. Es evidente que quiere comer. Está perdiendo el color, lo cual es preocupante, tanto desde el punto de vista estético como desde el fisonómico. No sé qué hacer. Tengo la sensación de que se va a quedar ahí hasta morir. —Isaac fingió un lamento de tristeza.
— ¿De dónde lo has sacado? —preguntó David.
—Bueno, ya sabes cómo funcionan estas cosas. Lo conseguí de un tío que conocía a un tipo al que se lo dio una mujer que… a saber. No tengo ni idea.
— ¿Lo vas a abrir?
—Qué dices. Si vive lo bastante para construir un capullo, lo que dudo bastante, me interesa saber qué es lo que sale de ahí. Incluso podría donarlo al Museo de la Ciencia. Ya me conocéis, entregado a la sociedad… En realidad, ese bicho no es de mucha utilidad en mi investigación. No puedo conseguir que coma, y mucho menos que se metamorfosee, y mucho menos que vuele. Todo lo demás que veis aquí —dijo extendiendo los brazos— son piezas de mi molino antigravitatorio. Pero este pequeño cabroncete —añadió, señalando al apático ciempiés— es obra social. —Sonrió.
De abajo llegó un crujido. Alguien estaba abriendo la puerta. Los tres hombres se inclinaron peligrosamente sobre la barandilla y miraron a la planta inferior, esperando ver a Yagharek el garuda, con sus falsas alas bajo la capa.
Lin los escudriñó desde abajo.
David y Lublamai observaron confusos. Se sintieron azorados ante el repentino grito de irritada bienvenida de Isaac, y encontraron algún otro lado a donde mirar.
Isaac bajó a toda prisa las escaleras.
—Lin —bramó—. Me alegro de verte.
Cuando llegó hasta ella, habló en voz queda.
—Cariño, ¿qué haces aquí? Pensé que nos íbamos a ver el fin de semana.
Mientras hablaba, vio sus antenas vibrar entristecidas y trató de atemperar su malestar. Estaba claro que Lub y David sabían lo que ocurría, pues le conocían desde hacía mucho. No dudaba de que sus evasivas y las pistas sobre su vida amorosa les habían hecho sospechar algo muy parecido a la verdad. Pero aquello no eran los Campos Salacus. Aquello era su casa. Lo podían ver.
Pero Lin parecía abatida.
Mira, señaló ella con rapidez, quiero que vengas a casa conmigo. No me digas que no. Te echo de menos. Cansada. Trabajo difícil. Siento haber venido aquí. Tenía que verte.
Isaac sintió pugnar la furia con el afecto. Es un peligroso precedente, pensó. ¡Mierda!
—Espera —susurró—. Dame un minuto.
Corrió escaleras arriba.
—Lub, David, había olvidado que hoy he quedado con unos amigos, y han mandado a alguien a recogerme. Os prometo que mañana limpiaré a estos pequeños. Por mi honor. Todos han comido ya. —Echó un vistazo alrededor y se obligó a mirarlos a los ojos.
—Muy bien —respondió David—. Que te lo pases bien.
Lublamai lo despidió con un gesto de la mano.
—Bueno —dijo Isaac con pesadez, volviendo a contemplar su laboratorio—. Si Yagharek regresa… eh… —Comprendió que no tenía nada que decir. Tomó un cuaderno de la mesa y corrió escaleras abajo sin mirar atrás. Lublamai y David se cuidaron de no verlo marchar.
Pareció llevarse a Lin como si fuera una galerna, arrastrándola a través de la puerta hasta salir a la calle oscura. Solo cuando dejaron el almacén, cuando la miró claramente, sintió remitir su enfado hasta convertirse en un leve resquemor. La vio en todo su exhausto abatimiento.
Isaac titubeó unos instantes antes de tomarla del brazo. Metió el cuaderno en el bolso de ella, que cerró después.
—Vamos a divertirnos —susurró.
Ella asintió, inclinó su cabeza contra él un instante y lo abrazó con fuerza.
Después se separaron por miedo a ser vistos. Se dirigieron despaciosos hacia la estación Malicia, al paso de los amantes, guardando una cuidadosa distancia.
12
Si un asesino acosase las mansiones de la Colina de la Bandera o la Cuña del Cancro, ¿perdería la milicia tiempo o recursos? ¡Claro que sí! ¡La cacería de Jack Mediamisa lo demuestra! Y, a pesar de todo, cuando el Asesino Ojospía golpea en el Meandro de las Nieblas, ¡no pasa nada! Otra víctima sin ojos, la quinta ya, fue sacada del Alquitrán la semana pasada, y aún no se ha visto a uno solo de esos matones de azul de la Espiga. Nosotros decimos: «¡Aquí hay dos varas de medir!».
Por toda Nueva Crobuzon están apareciendo carteles demandando tu voto… ¡si es que tienes la suerte de tenerlo! El Sol Grueso de Rudgutter se ha quedado sin fuelle, los de Al Fin Vemos son unas comadrejas mentirosas, la Tendencia Diversa miente a los xenianos oprimidos, y el polvo humano de las Tres Plumas extiende su veneno. ¡Con esta patética tropa como «elección», el Renegado Rampante solicita a todos los «ganadores» del voto que rompan sus papeletas! Construyamos un partido desde abajo y denunciemos la Lotería del Sufragio como una cínica estratagema. Nosotros decimos: «¡Votos para todos, votos para el cambio!».
Los estibadores vodyanoi de Arboleda estudian ir a la huelga tras los brutales recortes salariales por parte de las autoridades portuarias. Por desgracia, el Gremio de Estibadores Humanos ha denunciado sus acciones. Nosotros decimos: «¡Luchemos por un sindicato multirracial contra los patronos!».
Derkhan levantó la mirada de la lectura cuando una pareja entró en el vagón. De forma natural y subrepticia, dobló su ejemplar del Renegado Rampante y lo introdujo en el bolso.
Estaba sentada en el extremo delantero del tren, mirando en el sentido contrario a la marcha, de modo que pudiera ver a todos los presentes en su vagón sin que pareciera estar espiándolos. Los dos jóvenes que acababan de entrar se mecieron al dejar el tren el Empalme Sedim y se sentaron. Vestían de forma sencilla pero adecuada, lo que los marcaba como la mayoría de aquellos que viajaban a la Perrera. Derkhan los reconoció como misioneros verulinos, estudiantes de la universidad de Prado del Señor, descendiendo píos y santimoniosos hacia las profundidades de la Perrera para elevar las almas de los pobres. Se burló mentalmente de ellos mientras sacaba un espejito.
Observando de nuevo para asegurarse de que nadie la vigilara, examinó su rostro con ojo crítico. Se ajustó con cuidado la peluca blanca y presionó la cicatriz de goma para asegurarse de que estuviera fija. Se había vestido con sumo cuidado. Ropas polvorientas y rasgadas, ninguna señal de dinero para no atraer atenciones indeseables en la Perrera, pero no tan cutre como para provocar el oprobio de los viajeros en el Cuervo, donde había comenzado su viaje.
Llevaba el cuaderno sobre el regazo. Había usado parte del tiempo para tomar unas notas preparatorias sobre el concurso Shintacost. La primera fase tenía lugar a finales de mes, y tenía en mente un artículo para el Faro sobre lo que pasaba y lo que no en aquellas primeras eliminatorias. Pretendía que fuera gracioso, pero con un fondo serio sobre la política del jurado.
Comprobó el descorazonador comienzo y lanzó un suspiro. Ahora no es el momento, decidió.
Miró por la ventana a su izquierda, al otro lado de la ciudad. En su ramal de la línea Dexter, entre Prado del Señor y la zona industrial al sureste de Nueva Crobuzon, los trenes pasaban más o menos a la mitad de la altura de la pugna de la ciudad con el cielo. La masa de tejados era perforada por las torres de la milicia en la Ciénaga Brock y en la Isla Strack, y a lo lejos en el Tábano y en Sheck. La línea Sur se dirigía hacia ese punto cardinal, más allá del Gran Alquitrán.