Las blanquecinas Costillas llegaron y se marcharon junto a las vías, alzándose por encima del convoy. El humo y la mugre se amontonaban en el aire hasta que el tren pareció cabalgar sobre una corriente de niebla. Los sonidos de la industria se incrementaron. A su paso por Sunter, el tren voló entre vastos bosques de chimeneas quemadas. El Ecomir era una salvaje zona industrial un poco al este. Un poco abajo y un poco al sur, pensó Derkhan, se está preparando el piquete vodyanoi. Buena suerte, hermanos.
La gravedad la empujó hacia el oeste al girar el tren. Abandonaron la línea Arboleda para alejarse hacia el este y ascendieron para saltar el río.
Al virar, aparecieron los mástiles de los altos esquifes en Arboleda, meciéndose suavemente en las aguas. Alcanzó a divisar las velas plegadas, las inmensas palas y los escapes bostezantes, los apretados gusanos marinos formados por los barcos mercantes de Myrshock, y Shankell, y Gnurr Kett. El agua hervía de sumergibles tallados en grandes conchas de nautilos. Derkhan giró la cabeza para mirar mientras el tren se arqueaba.
Podía ver el Gran Alquitrán sobre los tejados al sur, amplio, incansable, anegado de navíos. Antiguos reglamentos detenían a los barcos grandes, los extranjeros, río abajo, a un kilómetro de la confluencia del Cancro y el Alquitrán. Cargaban más allá de la Isla Strack, en los muelles. Durante más de dos kilómetros, la ribera norte del Gran Alquitrán estaba cuajada de grúas que cargaban y descargaban constantemente moviéndose como inmensos pájaros hambrientos. Enjambres de falúas y remolcadores llevaban las mercancías transferidas río arriba hasta el Meandro de las Nieblas y Gran Aduja, así como a las peligrosas industrias de Ensenada; transportaban los contenedores por los canales de Nueva Crobuzon hasta alcanzarlas franquicias menores y los talleres menos afortunados y encontraban su camino a través del laberinto como ratas de laboratorio.
La arcilla de Arboleda y Ecomir era horadada por formidables embarcaderos cuadrados y represas, vastos callejones de agua sin salida que trataban de invadir la ciudad, unidos al río por profundos canales atestados de barcos.
Una vez se había intentado replicar los muelles de Arboleda en Malado, y Derkhan había visto lo que quedaba de aquello: tres colosales y hediondas avenidas de fango purulento, sus superficies rotas por restos medio hundidos y vigas retorcidas.
El traqueteo de las vías bajo las ruedas de hierro cambió de repente cuando el motor de vapor llevó a sus protegidos sobre las grandes cerchas del Puente de la Cebada. Se tambaleó un poco de un lado a otro y frenó sobre las vías mal mantenidas mientras se elevaba con disgusto sobre la Perrera.
Unos pocos bloques grises se alzaban desde las calles como la maleza en un pozo negro, rezumante el hormigón pútrido. Muchos no habían sido terminados y tenían soportes de hierro que sobresalían sobre el espectro de los tejados, oxidados, que sangraban con la lluvia y la humedad y manchaban la piel de los edificios. Los dracos revoloteaban como cuervos carroñeros sobre tales monolitos, infestando las plantas superiores y emporcando las cubiertas vecinas con estiércol. La silueta del desolado paisaje urbano de la Perrera se hinchaba, latía, mutaba cada vez que Derkhan lo veía. Se excavaban túneles en una infraciudad que se canceraba en una red de ruinas, cloacas y catacumbas bajo Nueva Crobuzon. Las escalas apoyadas un día contra una pared eran clavadas al siguiente, reforzadas después, hasta que tras una semana se convertían en escaleras hacia una nueva planta, tendidas precarias sobre dos pisos al borde del colapso. Allá donde miraba, Derkhan podía ver gente tumbada, o corriendo, o luchando sobre el horizonte de cubiertas.
Se tensó cuando la miasma de la Perrera se filtró en el vagón, que comenzaba a frenar.
Como era habitual, no había nadie en la salida de la estación para comprobar su billete. De no haber sido por las graves consecuencias en caso de ser descubierta, por nimias que fueran las probabilidades, no se hubiera molestado en comprar uno. Lo depositó sobre el mostrador y descendió.
Las puertas de la estación de la Perrera siempre estaban abiertas. Estaban fijadas por el óxido, y las enredaderas las habían anclado a las paredes. Derkhan se sumergió en la mollizna y el tufo de la calle del Lomo Plateado. Las carretillas se apoyaban contra las paredes, cubiertas de hongos y pasta descompuesta. Toda suerte de mercancías (algunas de sorprendente calidad) estaba allí disponible. Derkhan se giró y se adentró en el suburbio, rodeada al instante por una perenne cacofonía de gritos, anuncios que sonaban más como una turba alborotada. Por lo general, la comida era la más proclamada.
— ¡Cebollas! ¡Quién quiere unas estupendas cebollas!
— ¡Buccinos! ¡Compren buccinos!
— ¡Un caldo para calentarse!
Otros bienes y servicios se mostraban en cada esquina.
Las putas se congregaban en patéticos y estridentes grupos. Enaguas sucias, volantes de mal gusto y seda robada, caras pintarrajeadas de blanco y escarlata sobre los moratones y las venas rotas, riendo con bocas llenas de dientes partidos, y esnifando diminutas rayas de shazbah cortada con hollín y matarratas. Algunas eran niñas que jugaban con pequeñas muñecas de papel y aros de madera cuando nadie las miraba, pero gesticulaban lascivas y lamían el aire cuando un hombre pasaba a su lado.
Los viandantes de la Perrera eran lo peor de una casta despreciada. Quien quisiera una decadente, innovadora, obsesiva y fetichista corrupción y perversión de la carne acudía a otras partes, a la zona entre el Cuervo y Hogar de Esputo. En la Perrera solo se disponía de los alivios más rápidos, simples y baratos. Los clientes eran tan pobres, sucios y malsanos como las fulanas.
En las entradas de los clubes que ya comenzaban a expulsar a los borrachos comatosos, los rehechos industriales trabajaban como matones. Se alzaban amenazadores sobre cascos, o pies inmensos, o garras de metal. Sus rostros eran brutales, defensivos. Los ojos se clavaban sobre los insultos de los caminantes. Eran capaces de aceptar que les escupieran en la cara con tal de no perder su trabajo. Su miedo era comprensible; a la izquierda de Derkhan se abría un espacio cavernoso en un arco bajo la línea del terreno. Desde la penumbra llegaba el hedor de los excrementos y el aceite, el traqueteo mecánico y los gemidos humanos de los rehechos que morían convertidos en guiñapos famélicos, alcoholizados, pestilentes.
Unos pocos y arcaicos constructos tambaleantes vagaban por las calles, esquivando con torpeza las rocas y el barro que les arrojaban los niños sin hogar. Las pintadas cubrían todas las paredes. Los poemas soeces y los dibujos obscenos competían con lemas del Renegado Rampante y plegarias ansiosas:
«¡Llega Mediamisa!».
«¡Contra la lotería!».
«¡El Alquitrán y el Cancro son las piernas/de una amante que la ciudad echa de menos/violada como está por las cadenas/ de los hijos de puta del Gobierno!».
Las paredes de las iglesias no se salvaban. Los monjes verulinos limpiaban como podían, en nerviosos grupos, la pornografía que mancillaba su capilla.
Había xenianos entre la multitud. Algunos eran acosados, en especial las pocas khepri. Otros reían y bromeaban y juramentaban con sus vecinos. En una esquina, un cacto discutía feroz con un vodyanoi, y el resto del numeroso grupo abucheaba a ambos por igual.
Los niños siseaban para pedirle unos estíveres a Derkhan al pasar junto a ellos. Los ignoraba, pero sin apretar el bolso contra su cuerpo para no identificarse como una víctima. Caminaba agresiva por el corazón de la Perrera.