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Los zuecos de Lin estaban mojados por la mugre orgánica de la calle, rica presa para las criaturas furtivas que vigilaban desde los imbornales. Las casas a su alrededor eran siniestras y de techo plano, con pasarelas para salvar el vano entre las calles. Rutas de escape, pasadizos alternativos, las calles de los tejados sobre Nueva Crobuzon.

Solo unos pocos niños la insultaban, pues aquella era una comunidad habituada a los xenianos. Podía saborear la naturaleza cosmopolita del vecindario, las minúsculas secreciones de una variedad de razas, de las que solo reconocía a algunas. Percibía el olor de más khepri, el aroma húmedo de los vodyanoi, incluso el sabor delicioso de los cactos.

Dobló la esquina y entró en la calle empedrada que rodeaba Sobek Croix. Los taxis esperaban junto a la verja de hierro en un variado muestrario: los había de dos ruedas, de cuatro, tirados por caballos, por pterapájaros burlones, por constructos de vapor sobre cadenas… aquí y allí incluso por rehechos, hombres y mujeres desdichados que eran tanto taxi como taxista.

Lin se acercó a ellos y agitó una mano. Por suerte, el primer conductor de la línea azuzó a su ornamentado pájaro como respuesta.

— ¿Adonde? —El hombre se inclinó para leer las pulcras instrucciones que Lin escribió en su libreta—. Ok—dijo el otro, indicándole con la cabeza que entrara.

El taxi era de dos plazas, con el frente abierto, lo que daba a Lin una panorámica de su viaje por la zona sur de la ciudad. El gran pájaro, incapaz de volar, se movía con una carrera bamboleante que se transmitía con suavidad a través de las ruedas. Se sentó y repasó sus instrucciones al conductor.

A Isaac no le gustarían. Nada de nada.

Era cierto que necesitaba bayas de color, y que iba a Kinken a por ellas. Y uno de sus amigos, Cornfed Daihat, tenía una exposición en el Aullido.

Pero no iría a verla.

Ya había hablado con Cornfed, pidiéndole que le cubriera las espaldas en caso de que Isaac preguntara (no lo esperaba, pero no estaba de más asegurarse). A Cornfed le había encantado, apartándose melodramático el pelo blanco de la cara, suplicando eterna perdición si se atrevía a decir una palabra. Estaba claro que pensaba que le ponía los cuernos a Isaac, y que consideraba un privilegio ser parte de un nuevo giro en una vida sexual ya escandalosa.

Lin no podía ir a su exposición, pues tenía otros asuntos.

El taxi se acercaba al río, sacudiéndose al golpear las ruedas de madera cada vez más adoquines. Habían tomado la calle Shadrach, dejando el mercado al sur. A aquella hora, las verduras, el marisco y la fruta madura comenzaban a agotarse.

Frente a ella, sobre las casas bajas, se alzaba perezosa una torre de la milicia del Tábano. A pesar de sus treinta y cinco plantas era una vasta y hedionda columna, achatada y mezquina. Estrechas ventanas, como troneras, cuajaban sus fachadas, y el vidrio oscuro era inmune al reflejo. La piel de hormigón de la torre estaba cuarteada y ajada. A casi cinco kilómetros al norte, Lin alcanzó a divisar un edificio aún mayor: la central de la milicia, la Espiga, que horadaba la tierra como una espina de hormigón en el corazón de la ciudad.

Inclinó el cuello. Rezumando obsceno sobre la cima de la torre del Tábano volaba un dirigible medio inflado. Podía sentir el zumbido de su motor, aun a través de las capas de aire, mientras pugnaba por desaparecer entre las nubes plomizas.

Había otro murmullo, un zumbo disonante con el de la aeronave. En algún lugar cercano vibraba un puntal estructural, y una cápsula de la milicia volaba hacia el norte, hacia la torre, a velocidad endiablada.

Recorría su camino a gran altura, suspendida de los raíles que surgían a ambos lados de la torre, enhebrados en la cima del edificio como una aguja colosal, desapareciendo al norte y al sur. La cápsula se detuvo en seco contra los amortiguadores. De su interior salieron varias figuras, pero el taxi pasó de largo antes de que Lin pudiera ver más.

Por segunda vez aquel día, disfrutó del sabor de la savia de los cactos cuando el pterapájaro giró hacia el Invernadero de Piel del Río. Encerrados en aquel santuario monacal (con los retorcidos e intrincados ventanales de su cúpula de cristal apuntando hacia el este, hacia el corazón del distrito), despreciados por sus mayores, pequeñas bandas de jóvenes cactos se apoyaban contra los edificios cerrados y los carteles baratos. Jugaban con cuchillos. Sus espinas formaban violentos patrones, y la piel verdosa había sido atormentada con extrañas escarificaciones.

Miraron el taxi con interés.

La calle Shadrach descendió de repente. El taxi se encontraba en un alto, donde las calles se curvaban abruptas hacia abajo. Lin y el conductor tenían una vista clara de las cumbres grises, salpicadas por la nieve, de las montañas que se alzaban espléndidas al oeste de la ciudad.

Antes de que el taxi llegara al río Alquitrán.

Desde las ventanas oscuras situadas en las riberas de ladrillo, algunas bajo el nivel del agua, llegaba el grito apagado de los zánganos industriales. Eran prisiones, cámaras de tortura y talleres, así como sus híbridos bastardos, las fábricas de castigo, en las que se condenaba a los rehechos. Las barcazas se abrían paso como podían por aquellas negras aguas.

Aparecieron los pináculos del Puente Nabob, y más allá, con las cubiertas de pizarra como hombros ateridos, con muros podridos salvados del derrumbamiento por arbotantes y cemento orgánico, con su peculiar hedor, se abría paso la confusión de Kinken.

Sobre el río, en la Ciudad Vieja, las calles eran más angostas y oscuras. El pterapájaro se desplazaba inquieto entre edificios resbaladizos por el gel endurecido de los escarabajos. Las khepri se descolgaban por las ventanas y las puertas de las casas remodeladas. Allí eran mayoría, aquel era su lugar. Las calles estaban llenas de sus cuerpos femeninos, de sus cabezas de insecto. Se reunían en umbrales cavernosos, comiendo fruta.

Hasta el conductor podía saborear sus conversaciones: el aire rezumaba comunicación química.

Algo orgánico reventó bajo las ruedas. Un macho, probablemente, pensó Lin con un escalofrío, imaginando uno de los incontables insectos sin mente que se escabullían por los agujeros y grietas de todo Kinken. Buen viaje.

El asustado pterapájaro chilló al pasar por un arco bajo de ladrillo del que colgaban estalactitas mucosas. Lin dio unos golpecitos en el hombro del conductor mientras este bregaba con las riendas. Escribió rápidamente en la libreta y se la mostró.

El pájaro no parece contento. Espera aquí. Vuelvo en cinco minutos.

El asintió agradecido y extendió una mano para ayudarla a bajar. Lin lo dejó tratando de calmar a la irritable montura, y dobló una esquina hacia la plaza central de Kinken. Las pálidas excrecencias que babeaban desde los tejados dejaban a la vista los letreros de las calles en los bordes de la plaza, pero el nombre que en ellas aparecía (Plaza Aldelion) no era el que usaba ninguno de los moradores del lugar. Incluso los pocos humanos y demás no khepri que vivían allí usaban los nombres de los escarabajos, traducidos a partir de los siseos y eructos clorados de la lengua originaclass="underline" la Plaza de las Estatuas.

Era grande, abierta, rodeada por edificios destartalados con cientos de años. La patética arquitectura contrastaba claramente con la gran mole gris de otra torre de la milicia que se alzaba al norte. Los tejados sorprendían por su exagerada pendiente. Las ventanas estaban sucias y manchadas con oscuros patrones. Podía sentir el leve zumbido terapéutico de las médicos khepri en sus consultorios. Un humo dulce se alzaba de la multitud: khepri, en su mayoría, pero con algunas otras razas aquí y allí, investigando las estatuas que llenaban la plaza: figuras animales y vegetales, monstruosas criaturas de cinco metros de altura. Algunos de los seres eran reales y otros imaginarios, pero todos habían sido elaborados con esputo khepri de brillantes colores.