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Isaac pasó como una exhalación frente a las enormes ventanas arqueadas y se acercó a una esotérica máquina de bronce bruñido. Era un denso nudo de tuberías y lentes, con diales e indicadores instalados allá donde cabían. En cada uno de los componentes del aparato había un ostentoso letrero que rezaba: «PROPIEDAD DEL DEPT. DE FÍSICA DE LA UNIVERSIDAD DE NC. NO RETIRAR».

Isaac hizo unas comprobaciones y se alivió al ver que la pequeña caldera en el corazón de la máquina no se había apagado. Paleó un poco de carbón y cerró el calorífero. Después situó la estatuilla de Sil sobre una plataforma de visión bajo una campana de vidrio, bregó con un fuelle debajo de ella, extrajo el aire y lo reemplazó con gas procedente de un delgado tubo de cuero.

Se relajó. Ahora, la integridad de la escultura acuática vodyanoi se mantendría un poco más. Lejos de manos vodyanoi, sin que nadie las tocara, tales obras duraban más o menos una hora antes de colapsarse en su forma elemental. Si se las tocaba se disolvían mucho antes, lo que podía retrasarse en presencia de gases nobles. Podría disfrutar de unas dos horas para investigar.

Isaac se había interesado en la acuartesanía vodyanoi de forma indirecta, como resultado de sus investigaciones sobre la teoría unificada de la energía. Se había preguntado si lo que permitía moldear el agua de aquel modo era una fuerza relacionada con la atadura que buscaba, que mantenía unida la materia en ciertas circunstancias y la dispersaba violentamente en otras. Lo sucedido había sido un patrón común en las investigaciones de Isaac: un subproducto de su trabajo había adquirido inercia propia y se había convertido en una profunda, aunque seguramente efímera, obsesión.

Dobló algunos lentetubos en posición y encendió un mechero de gas para iluminar la pieza de agua. Aún le intrigaba la ignorancia que rodeaba a aquella artesanía. Volvió a pensar en la gran cantidad de investigaciones estúpidas, en los muchos análisis» que no eran más que descripción (y a menudo mala) oculta detrás de galimatías ofuscatorios. Su ejemplo favorito era la Hidrofisiconometricia de Benchamburg, un libro de texto de gran reputación. Cuando lo leyó no pudo reprimir un grito: lo copió y lo clavó a la pared.

Los vodyanoi, mediante la llamada acuartesanía, son capaces de manipular la plasticidad del agua y de mantener su tensión superficial, en tal grado que, por un breve tiempo, el líquido es capaz de conservar la forma deseada. Esto se logra mediante la aplicación del campo energético hidrocohesivo/acuamórfico de extensión diacrónica menor.

En otras palabras, Benchamburg no tenía más idea de cómo los vodyanoi daban forma al agua que Isaac, que un perillán cualquiera o que el propio Silchristchek.

Activó un par de palancas, desplazando un juego de lentes para lanzar distintas tonalidades a través de la estatua, que ya comenzaba a deshacerse en los bordes. Observando a través de un visor de gran aumento podía ver diminutos animalculae retorcerse al azar. La estructura del agua no variaba en absoluto: meramente se empeñaba en ocupar un espacio distinto al que le era habitual.

Recogió el agua que se filtraba por una grieta del mostrador. Podría examinarla más tarde, aunque sabía por experiencias pasadas que no encontraría nada de interés.

Realizó unas notas en una libreta. Sometió a la estatuilla a varios experimentos a medida que pasaban los minutos, perforándola con una jeringa para absorber parte de su masa, tirando heliotipos desde varios ángulos, introduciendo burbujas de aire que ascendían hasta explotar en lo alto. Al final, la calentó y dejó que se disipara en vapor.

En un momento dado, Sinceridad, la tejona de David, subió por las escaleras y le olió los dedos. Isaac la acarició ausente mientras el animal le lamía la mano, y advirtió a David de que estaba hambrienta. Se sorprendió por el silencio. David y Lublamai se habían marchado, probablemente a por un almuerzo tardío; habían pasado varias horas desde que llegara.

Se estiró, se acercó a su despensa y le tiró a Sinceridad un poco de carne seca que el animal comenzó a roer satisfecho. Isaac comenzaba a ser consciente del mundo que lo rodeaba, y oía voces a través de las paredes a su espalda.

La puerta se abrió y se cerró de nuevo.

Se apresuró al desembarco de las escaleras, esperando ver a sus colegas.

Pero era un extraño el que aguardaba en el centro del gran espacio vacío. Las corrientes de aire se ajustaban a su presencia, lo investigaban como tentáculos y provocaban remolinos de polvo a su alrededor. Manchas de luz salpicaban el suelo desde las ventanas abiertas y los ladrillos rotos, pero ninguna caía directamente sobre él. La pasarela de madera crujió cuando Isaac cambió el peso de un pie a otro. El recién llegado alzó la cabeza para echar atrás la capucha, con las manos unidas sobre su pecho, completamente quieto, mirando hacia arriba.

Isaac observó atónito.

Era un garuda.

Casi cayó por las escaleras, tratando de dar con la barandilla, sin desear apartar la mirada de aquel extraordinario visitante que lo aguardaba. Tocó tierra.

El garuda le devolvió la mirada. La fascinación de Isaac derrotó a sus modales, y sus ojos quedaron clavados en él de forma poco educada.

La gran criatura medía más de metro ochenta, y de debajo de su sucia capa sobresalían unos pies terminados en crueles garras. El amplio harapo colgaba casi hasta el suelo, cubriendo cada centímetro de piel, ocultando los detalles de la fisonomía y la musculatura, salvo la cabeza. Aquel inescrutable rostro de pájaro contemplaba a Isaac con lo que parecía imperiosidad. El pico curvo se encontraba entre los de un cernícalo y un búho. Las plumas esbeltas pasaban sutiles del ocre al pardo y al marrón moteado. Unos profundos ojos negros se clavaban en los suyos; el iris no era más que una leve mancha en el centro de aquella negrura. Las órbitas de esos ojos daban al rostro del garuda una expresión de permanente sonrisa cínica, una arruga orgullosa.

Y sobre la cabeza del ser, cubiertos con el tosco harapo que vestía, proyectando la forma inconfundible de sus enormes alas plegadas, promontorios de pluma y piel y hueso se extendían más de medio metro desde los hombros, curvándose elegantes el uno hacia el otro. Isaac nunca había visto a un garuda extender sus alas en un espacio cerrado, pero había leído descripciones de la polvareda que podían levantar, y de las vastas sombras que arrojaban sobre sus presas.

¿Qué estás haciendo aquí, tan lejos del hogar?, pensó Isaac maravillado. Fíjate en tus colores: ¡perteneces al desierto! Debes de haber recorrido kilómetros y kilómetros y kilómetros, desde el Cymek. ¿Qué coño estás haciendo aquí, impresionante hijo de puta?

La fascinación casi le impidió aclararse la garganta y hablar a aquel gran predador.

— ¿Puedo ayudarte?

4

Para su horror, Lin se retrasaba.

No ayudaba que no fuera una entusiasta del Barrio Óseo. La arquitectura bastarda de aquel estrafalario distrito le confundía: un sincretismo del industrialismo y la chillona ostentación doméstica de los acomodados, el hormigón pelado de los muelles olvidados y la piel estirada de las tiendas precarias. Las distintas formas se superponían aleatorias en aquella zona baja, llena de matorral urbano y tierra yerma, en la que crecían la maleza y las plantas más duras que se arrastraban por las llanuras de hormigón y asfalto.