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Pensó en el suicido. Algunos lo habían elegido antes que subir a las naves que se dirigían a algún lugar extraño, una estación que no era la suya. Pero semejante solución no estaba en su naturaleza. Permaneció tendido en la litera, inmóvil, mirando fijamente el techo metálico, en la penumbra, y sobrevivió, lo mismo que había hecho hasta entonces, hasta aquel momento de su vida en que era un hombre de edad mediana, solo y vacío.

IV

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Con el inicio de la jornada, el torpe avance de los refugiados hacia las cocinas de emergencia instaladas en la plataforma, los primeros esfuerzos de los que estaban provistos de documentos y los que no para ver a los representantes de la estación y establecer sus derechos de residencia, el primer despertar a las realidades de la cuarentena, apareció la tensión.

—Debimos partir con el último turno —dijo Graff, que revisaba los mensajes del alba—, cuando todo estaba aún tranquilo.

—Lo haríamos ahora —replicó Signy—, pero no podemos poner a Pell en peligro. Si ellos no pueden mantener a raya la situación, nosotros tenemos que hacerlo. Llama al consejo de la estación y diles que estoy en condiciones de verles ahora. Iré yo; es más seguro que hacerles venir a las plataformas.

—Coge uno de los transbordadores que recorren el borde —sugirió Graff, cuyo ancho rostro tenía su habitual expresión preocupada—. No arriesgues el cuello ahí fuera con menos de una patrulla completa. Ahora están menos controlados. No se necesita más que algo para desplazarse.

Era una buena proposición, pero Signy consideró el efecto que producirían en Pell tales precauciones y meneó la cabeza. Regresó a su alojamiento y se puso unas prendas que podían pasar por un uniforme, pues al menos eran del color apropiado, azul oscuro. Partió entonces con Di Janz y una guardia de seis soldados armados. Cruzaron la cubierta hacia el punto de cuarentena, una puerta y un pasillo junto a los enormes dispositivos de cierre en la intersección. Nadie intentó aproximarse a ella, aunque por el aspecto de algunos, parecía como si quisieran hacerlo pero se lo impidiera la presencia de los soldados armados. Signy llegó a la puerta sin ninguna dificultad, la admitieron y ascendió por la rampa hasta otra puerta con guardianes, bajando seguidamente a la zona principal de la estación.

El resto del recorrido no presentó problema alguno. Subió en ascensor por los varios niveles hasta la sección administrativa, en el pasillo superior azul. Aquel era un súbito cambio de mundos, del frío acero de las plataformas y la desangelada área de cuarentena, a un vestíbulo fuertemente controlado por los dispositivos de seguridad de la estación que daba acceso a una sala con paredes de vidrio y una gruesa alfombra que absorbía los ruidos, en la que unas extrañas esculturas de madera ofrecían el aspecto de un grupo de ciudadanos paralizados por el asombro. Arte… Signy parpadeó y contempló aquellas estatuas, divertida por el recordatorio de los lujos y la civilización, cosas olvidadas, rumoreadas. Tiempo libre para hacer y crear lo que no tiene función alguna fuera de sí mismo. Ella había pasado toda su vida aislada de tales cosas, sabiendo sólo por referencias que existía una civilización y que las estaciones ricas conservaban ciertos lujos en sus corazones secretos.

Pero no eran rostros humanos los que miraban desde el interior de unos curiosos globos achatados, entre torrecillas de madera, sino rostros de ojos redondeados y extraños: rostros de Downbelow, pacientemente tallados en madera. Los humanos habrían utilizado plásticos o metal.

En efecto, no eran sólo seres humanos los que habitaban allí. Era evidente, por la gruesa alfombra pulcramente trenzada, la brillante pintura que formaba geometrías y diversas capas en las paredes, las agujas y torrecillas, los globos de madera con los rostros de ojos enormes, rostros repetidos en los muebles de madera tallada e incluso en las puertas, con minucioso detalle, como si la finalidad de todos aquellos ojos fuese recordar a los humanos que Downbelow estaba siempre con ellos.

Les afectaba a todos. Di lanzó un juramento entre dientes antes de que atravesaran las últimas puertas y unos solícitos civiles les invitaran a entrar y los acompañaran a la sala de consejos.

Rostros humanos les miraban esta vez, en seis sillas a un lado de una mesa oval, pero a primera vista sus expresiones y las de aquellas extrañas tallas eran notablemente parecidas.

Un hombre canoso, situado en el extremo de la mesa, se levantó e hizo un gesto ofreciéndoles la sala en la que ya habían entrado. Era Angelo Konstantin. Los demás siguieron sentados.

Y al lado de la mesa había seis sillas que no formaban parte del mobiliario permanente; y seis personas, hombres y mujeres, que, por su forma de vestir, no formaban parte del consejo de la estación, ni siquiera del Más Allá.

Hombres de la Compañía. Signy podría haber enviado a los soldados al vestíbulo, librarse de la amenaza de los rifles y el recordatorio de la fuerza. Se puso en pie, sin responder a las sonrisas de Konstantin.

—Seré muy breve. Su zona de cuarentena está en funcionamiento. Le aconsejo que la custodie fuertemente. Le advierto que otros cargueros salieron sin nuestra autorización y no formaron parte de nuestro convoy. Si es usted sensato, seguirá las recomendaciones que le hice y abordará a cualquier mercante dudoso antes de permitir que se le aproxime. Ya ha visto el desastre del Russell. Me marcharé dentro de muy poco. Ahora el problema es suyo.

Los reunidos emitieron un murmullo de pánico.

—Se ha comportado usted con mucha altanería, capitana Mallory. ¿Es ésa la costumbre fuera de aquí?

—La costumbre es, señor, que aquellos que conocen una situación se hacen cargo de ella, y los que no, miran y aprenden, o se quitan de en medio.

El delgado rostro del hombre de la Compañía enrojeció visiblemente.

—Parece que estamos obligados a soportar esta clase de actitud… temporalmente. Necesitamos transporte hasta cualquier parte donde exista una frontera. La Norway está disponible.

Ella aspiró hondo y se levantó.

—No, señor, no está usted obligado, porque la Norway no está disponible para los pasajeros civiles, y no voy a admitir ninguno. En cuanto a la frontera, la frontera es el lugar, sea cuál sea, donde la flota se encuentra en cada momento, y eso no lo sabe nadie excepto las naves implicadas. No hay fronteras. Contrate a un carguero. Se produjo un denso silencio en la sala.

—Capitana, me desagrada usar la expresión consejo de guerra.

Ella exhaló una breve risa.

—Si los señores de la Compañía quieren darse una vuelta por el escenario de la guerra, me siento tentada a llevarles. Tal vez les resultaría beneficioso. Quizá podrían ampliar su visión de la Madre Tierra, y quizá podríamos conseguir algunas naves más.

—No está usted en condiciones de pedir nada, y no aceptamos sus peticiones. No estamos aquí para ver sólo lo que se decida que deberíamos ver. Lo veremos todo, capitana, tanto si le gusta como si no.

Ella se llevó las manos a las caderas y los miró a todos.

—¿Cuál es su nombre, señor?

—Segust Ayres, segundo secretario del Consejo de Seguridad.

—Segundo secretario. Bien, veamos de qué espacio disponemos. No se admite equipaje superior a una bolsa de mano. Sin duda comprenderán la necesidad de esta medida. No podemos aceptar nada superfluo. Irán ustedes donde vaya la Norway. No acepto órdenes de nadie más que de Mazian.