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—Solicitamos vivamente su cooperación, capitana —dijo otro.

—Tendrán ustedes lo que les dé y ni un paso más.

Hubo un silencio, un lento murmullo entre los reunidos. El rostro de Ayres enrojeció más, cada vez más disminuida la actitud digna que irritaba instintivamente a Signy.

—Usted es una extensión de la Compañía, capitana, y ésta le da sus instrucciones. ¿Lo ha olvidado?

—Tercera capitana de la Flota, señor Segundo Secretario, lo cual es un cargo militar, que usted no tiene. Pero si mantiene su propósito de venir, esté listo antes de una hora.

—No, capitana —declaró Ayres con firmeza—. Seguiremos su sugerencia de tomar un carguero de transporte. Nos trajo aquí desde Sol. Irán donde les contratemos para que vayan.

—No lo dudo, dentro de lo razonable. —Bien, el problema estaba resuelto. Calculó la consternación que aquello produciría a Mazian, en medio de ellos. Miró más allá de Ayres, a Angelo Konstantin, y añadió—: He terminado con mi servicio aquí, y me marcho. Cualquier mensaje que haya será transmitido.

—Capitana…

Angelo Konstantin abandonó la cabecera de la mesa y se le acercó con la mano tendida, lo cual era una cortesía fuera de lo corriente y muy extraña, teniendo en cuenta lo que ella les había hecho dejándoles la responsabilidad de los refugiados. Signy le estrechó la mano con firmeza y se enfrentó con la mirada inquieta del hombre. Ambos se conocían remotamente, pues se habían encontrado años atrás. Angelo Konstantin pertenecía a la sexta generación de los habitantes del Más Allá; el joven que había bajado para ayudarla en la plataforma pertenecía a la séptima. Los Konstantin habían construido Pell; eran científicos y mineros, constructores y arrendatarios. A pesar de todas sus diferencias, ella sentía una especie de vínculo con aquel hombre y los demás. Los mandos de la Flota eran hombres así, los mejores.

—Buena suerte —les deseó. Dio media vuelta y abandonó la sala, seguida por Di y los soldados.

Regresó por el mismo camino, a través de la zona de cuarentena, hasta llegar a los alrededores familiares del Norway, donde estaba entre amigos, donde imperaba la ley establecida por ella y todo le era conocido. Tenía que trabajar en los últimos detalles, arreglar unos pocos asuntos pendientes, dejar sus últimos regalos a la estación: sus propios elementos de seguridad, informes, recomendaciones, un organismo vivo y todos los informes salvados que lo acompañaban.

Luego dio la orden de preparación de la nave, sonó la sirena y todos los militares de Pell destinados a su protección se retiraron.

Se dispuso entonces a efectuar una serie de maniobras que su segundo, Graff, conocía tan bien como ella. La suya no era la única evacuación. La estación Pan-Paris estaba bajo la dirección de Kreshov. Sung, de la Pacific, se había trasladado a Esperance. Por entonces otros convoys se dirigían ya a Pell, y ella no había hecho más que establecer las líneas generales.

Se acercaba la avalancha. Otras estaciones se habían extinguido, más allá de su alcance, sin ninguna posibilidad de salvamento. Cargaron a bordo cuanto pudieron, compensándolo con trabajo para la Unión. Pero Signy calculaba que de todos modos estaban condenados y que aquella maniobra sería la última para muchos de ellos. Eran el resto de una Flota contra un poder ampliamente extendido que disponía de inagotables efectivos humanos, suministros y mundos… Todo aquello de lo que ellos carecían.

Tras una lucha tan larga… Su generación era la última de la Flota, la última fuerza de la Compañía. Ella había contemplado su marcha; había luchado por mantener a las dos juntas, la Tierra y la Unión, el pasado de la humanidad… y el futuro. Y todavía luchaba con lo poco que tenía, pero ya no abrigaba esperanzas. A veces incluso pensaba en retirar su apoyo a la Flota, en hacer lo que habían hecho algunas naves y pasarse a la Unión. Era una suprema ironía que la Unión se hubiera convertido en el bando pro espacio de aquella guerra y que la Compañía fundadora luchara en contra; una ironía que quienes más creían en el Más Allá acabaran por luchar contra aquello en lo que se estaba convirtiendo, morir por una Compañía que había dejado de preocuparse por sus seguidores. Sintió amargura. Hacía mucho tiempo que había abandonado todo criterio político en cualquier discusión sobre las normas y los planes de acción de la Compañía.

Hubo un tiempo, años atrás, en que consideraba las cosas de un modo muy distinto, cuando parecía fuera de lugar en las grandes y poderosas naves, y cuando el sueño de las viejas naves de exploración la llevó a dedicarse a aquella actividad, un sueño confrontado hacía mucho tiempo con las realidades que significaba el emblema de capitán de la Compañía. Mucho tiempo atrás se había dado cuenta de que no era posible ganar.

Pensó que quizá Angelo Konstantin conocía también las posibilidades. Tal vez la había comprendido y tras su gesto de despedida se ocultaba su reacción, ofreciéndole apoyo ante las presiones de la Compañía. Por un momento, así le había parecido. Quizá muchos de los estacionados sabían… pero eso sería esperar demasiado de los estacionados.

Tenía que hacer tres maniobras que le llevarían tiempo; una pequeña operación y luego el salto para reunirse con Mazian, en una fecha determinada… si sobrevivían las suficientes naves a la operación inicial, si la Unión respondía como esperaban. Era una locura.

La Flota continuó sola, sin el apoyo de los mercantes ni los estacionados, como había seguido su rumbo sola, durante años, antes de aquello…

V

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Angelo Konstantin alzó la vista del escritorio cubierto de notas e informes de emergencia que requerían su atención inmediata.

—¿La Unión? —preguntó consternado.

—Un prisionero de guerra —le dijo el jefe de seguridad, que estaba de pie, visiblemente inquieto, ante el escritorio—. Forma parte de la evacuación de Russell. Lo han confiado a nuestra seguridad separado de los otros. Recogido de una cápsula, una pequeña nave, y confinado en Russell. Le transportaba la Norway… sin dejarlo suelto entre los refugiados, porque le habrían matado. Mallory añadió una nota a su expediente: «Ahora es problema vuestro». Son sus palabras, señor.

Angelo abrió el expediente y miró la foto de un joven, el registro del interrogatorio que ocupaba varias páginas, el documento de identidad de la Unión, y una hoja de bloc de notas con la firma de Mallory y unas palabras: «joven y asustado».

Se llamaba Joshua Halbraight Talley y era técnico en sondeos, integrado en una pequeña nave sonda de la flota de la Unión.

Angelo tenía ya quinientos individuos y grupos que habían creído que les devolvían a sus bases; había advertencias de más evacuaciones en las instrucciones secretas que Mallory había dejado, y que ocuparían por lo menos la mayor parte de las secciones naranja y amarilla, desmantelando más oficinas; y seis agentes de la Compañía convencidos de que se adentraban en las profundidades del espacio para inspeccionar la guerra, sin que ningún mercante quisiera aceptar el certificado de la Compañía para admitirles a bordo. Con todo aquello tenía de sobras: no necesitaba problemas de los niveles más inferiores.

El rostro del muchacho le obsesionaba. Miró otra vez el retrato, ojeó de nuevo el informe del interrogatorio, se fijó en algunos puntos y recordó que el jefe de seguridad seguía de pie delante de él.

—Bien, ¿qué está haciendo con él?

—Sigue detenido. Ninguno de los demás oficiales quiere tomar una decisión.

En Pell nunca había habido un prisionero de guerra. La guerra jamás había llegado hasta allí. Pensando en ello, Angelo se sintió aún más inquieto ante la situación.