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—¿Tienen algo que sugerirnos los de Asuntos Legales?

—Sugirieron que yo tomara la decisión pertinente.

—No estamos preparados para esa clase de detención.

—No, señor —convino el jefe de seguridad.

Allá abajo había unas instalaciones hospitalarias, todo lo necesario para rehabilitación. Y ahora habría que adaptarlo a… lo que casi nunca había sido necesario.

—No podemos tratarle.

—Esas celdas no son adecuadas para estancias prolongadas, señor. Tal vez podríamos preparar algo más cómodo.

—Tal como están las cosas, tenemos ya gente sin alojamiento. ¿Cómo explicaríamos eso?

—Podemos arreglarlo en la misma zona de detención. Quitar uno de los paneles… Así al menos habría más espacio.

—Pospóngalo. —Angelo se pasó una mano por los escasos cabellos—. Pensaré en cómo hemos de enfocar este caso en cuanto haya solucionado los asuntos de emergencia. Trátele lo mejor que pueda con lo que tiene a mano. Pida a los suboficiales que pongan un poco de imaginación en este caso y envíeme las recomendaciones.

—Sí, señor.

Cuando salió el jefe de seguridad, Angelo dejó el expediente a un lado para volver sobre él más tarde. Un prisionero de aquella clase no era lo que necesitaban precisamente ahora. Lo que necesitaban era un medio de asegurar el alojamiento, alimentar a más bocas de las que se podía y enfrentarse a lo que se avecinaba. Tenían mercancías que de repente no iban a ninguna parte. Podrían consumir aquellos géneros en Pell, en la base de Downbelow y en las minas. Pero necesitaban más. El estado de la economía era preocupante, los mercados se habían derrumbado, y el valor de todas las divisas, para los mercantes, era dudoso. Desde una economía que se extendía por las estrellas, Pell tenía que adaptarse al autoabastecimiento, a bastarse a sí mismo, y, quizás… a enfrentarse con otros cambios.

No era el único prisionero de la Unión, identificado, quien le preocupaba, sino el número probable de unionistas y simpatizantes que aumentaría en la cuarentena, gentes para las que cualquier cambio les parecería mejor que lo que tenían. Eran sólo algunos de los refugiados con documentos, y se había descubierto que muchos de éstos no coincidían con las huellas y las fotografías adheridas.

—Necesitamos alguna forma de enlace con los residentes en la zona de cuarentena —advirtió al consejo en la reunión de aquella tarde—. Tenemos que establecer un gobierno al otro lado de la línea, alguien a quien ellos elijan. Alguna forma de elecciones. Y tendremos que actuar de acuerdo con los resultados.

Aceptaron esta proposición como habían aceptado todo lo demás. Las preocupaciones de sus propios votantes eran las que les afligían, los consejeros de las zonas desalojadas naranja y amarilla, verde y blanca, que habían recibido más el influjo de los residentes en la estación. El sector rojo, que permanecía intacto, y conectaba con el amarillo por el otro extremo, estaba inquieto; los otros estaban celosos. Había un diluvio de quejas, protestas y rumores. Angelo tomó nota de todo ello. Hubo un debate. Finalmente se llegó a la conclusión necesaria de que era preciso aliviar la presión acumulada en la misma estación.

Intervino entonces el hombre llamado Ayres, el cual se levantó de su asiento.

—No autorizamos más construcciones aquí.

Angelo se quedó mirándolo fijamente, animado por lo que había hecho Signy Mallory, la cual había desenmascarado la farsa de la Compañía.

—Pues voy a hacerlo —replicó—. Tengo los recursos necesarios, y lo haré.

Se procedió a una votación, y todo ocurrió como era de esperar. Los observadores de la Compañía permanecieron sentados, llenos de silencioso enojo, vetando lo que sucedía, veto que fue simplemente ignorado mientras se trazaban los planes.

Los hombres de la Compañía abandonaron pronto la reunión. Los miembros de seguridad informaron más tarde que se habían dedicado a promover la agitación en las plataformas, tratando de comprar con oro, a un precio exorbitante, los servicios de un carguero.

Ningún carguero se movía, si no era para desplazarse dentro del sistema, efectuando viajes ordinarios a las minas. A Angelo no le sorprendió oír esto. Soplaba un viento frío que se hacía sentir en Pell; todos los que tenían instintos desarrollados en el Más Allá lo sentían.

Es posible que al final también lo sintieran los hombres de la Compañía, por lo menos dos de ellos, pues esos dos contrataron una nave para que les llevara de regreso a Sol, la misma nave que les había transportado hasta allí, un pequeño carguero-saltador, el único mercante con designación EC que había estacionado en Pell en la mayor parte de una década, cargada con curiosidades y exquisiteces de Downbelow para su regreso, de la misma manera que había llegado con género de la Tierra, que se vendieron enseguida por la curiosidad que despertaban. Los otros cuatro representantes de la Compañía subieron sus ofertas y lograron pasaje en un carguero que les llevaría sin garantías y sin alterar su rumbo por ellos, tocando en Viking y en cualquier otro lugar que fuera seguro en aquellos tiempos inciertos. Aceptaron las condiciones de Mallory que les presentó el capitán del mercante y pagaron por el privilegio.

VI

Base Principal de Downbelow: 5/20/52

Había tormenta en Downbelow cuando llegó el transbordador. Aquello no era infrecuente en un mundo de abundantes nubes, cuando todo el continente septentrional estaba cubierto de un manto húmedo invernal. El tiempo no era lo bastante frío para que helara ni lo bastante cálido para que los seres humanos se sintieran cómodos… Durante meses y meses era imposible ver con claridad el sol o las estrellas. El descenso de los pasajeros en la zona de aterrizaje se realizó bajo una lluvia fría. Cansados y enojados, bajaron de la colina sobre la que se había posado el transbordador y les acomodaron en varios almacenes entre montones de esteras y mohosos sacos de prosh y fikli.

¡Apilen esos sacos! —les gritaron los supervisores cuando el grupo de personas empezó a requerir más espacio.

El ruido era considerable: las voces que renegaban, el tamborileo de la lluvia sobre las cúpulas hinchadas, el inevitable ruido sordo de los compresores. De mala gana, los cansados estacionados comenzaron a hacer lo que les pedían. Eran jóvenes en su mayoría, trabajadores de la construcción y unos cuantos técnicos, prácticamente sin equipaje y no pocos de ellos asustados por su primera experiencia del clima. Habían nacido en la estación; la gravedad de Downbelow añadía un kilo o más a su peso y les hacía jadear, mientras se estremecían por los truenos y los rayos que se sucedían en el oscuro cielo. No podrían dormir hasta que acondicionaran un espacio como dormitorio. Ninguno de ellos, nativo o humano, descansaría y se afanaban llevando alimentos colina arriba para cargar el transbordador, o formaban grupos que intentaban eliminar la inevitable inundación de las cúpulas.

Jon Lukas supervisó parte del trabajo con el ceño fruncido, y regresó a la cúpula principal donde estaba el centro de operaciones. Anduvo de un lado a otro, escuchó el ruido de la lluvia y aguardó casi una hora, hasta que al fin volvió a ponerse el traje especial y la máscara y se dirigió al transbordador.

—Adiós, señor —le saludó el operador de la consola, levantándose de su mesa.

Otros, los pocos que estaban allí, dejaron de trabajar. Él les estrechó la mano, todavía con un profundo surco en el entrecejo, y finalmente cruzó la antecámara de finas paredes y subió los escalones de madera que conducían al camino, azotado de nuevo por la fría lluvia. Su gordura de cincuentón no era disimulada precisamente por el plástico amarillo brillante. Siempre había sido consciente de la indignidad y la detestaba, odiaba andar con el barro hasta los tobillos y sentir un frío contra el que apenas servía el revestimiento de su traje. El equipo para protegerse de la lluvia y los respiradores convertían a todos los humanos de la base en monstruos amarillos, difuminados bajo el aguacero. Los nativos correteaban bajo el agua desnudos y contentos, el pelaje castaño de sus miembros ahusados y sus delgados cuerpos empapados, los rostros de ojos redondeados y con la boca formando una «o» permanente de sorpresa, miraban y charlaban entre sí en su lengua, un parloteo bajo la lluvia acompañado por el retumbar constante de los truenos. Jon recorrió la pista hasta el lugar de aterrizaje, no el que conducía por el otro lado del triángulo, más allá de las cúpulas de almacenes y barracones, sino otra que no tenía tráfico y que podía recorrer sin encontrarse con nadie y sin necesidad de despedidas. Miró los campos anegados del otro lado, la maleza gris verdosa y la hilera de árboles cercana a la base que aparecía bajo la cortina de lluvia, y el río que era una ancha lámina de agua crecida más allá del terraplén, donde tendía a formarse un fangal a pesar de todos sus intentos de drenarlo. La enfermedad volvía a extenderse entre los trabajadores nativos que habían rehuido la vacunación. No, la base de Downbelow no era ningún paraíso. Jon no sentía ningún pesar por abandonarla y dejar que el nuevo personal y los nativos se las arreglaran como pudiesen. Lo que le sulfuraba era la forma como le habían llamado.