Un disparo le alcanzó una pierna, y golpeó el cañón del arma, empujándolo a un lado, derribando al soldado cubierto de armadura. Este agitó los brazos, golpeándole en la cabeza, mientras él se afanaba en arrancarle la máscara. Los rifles dispararon y varios cuerpos cayeron a su alrededor. Recogió un puñado de barro, el armamento propio de Downbelow, y lo arrojó contra la visera facial de una armadura. El barro penetró por la toma de aire del respirador, sofocando al soldado. Los gritos y los chillidos de los nativos vibraban a través de la lluvia.
Un disparo pasó por encima de su cabeza y el hombre que estaba debajo de él dejó de luchar. Emilio se arrastró por el barro, en busca del rifle, rodó con él y al alzar la vista vio un arma que le apuntaba al rostro; apretó el gatillo sin apuntar siquiera, y el soldado se tambaleó, alcanzado por el fuego, desde otra dirección, gritando por el dolor de las quemaduras difusas. Fuego desde atrás, cerca de la cúpula. Emilio disparó contra todo lo que llevaba armadura, y oyó los chillidos de los nativos.
La luz le iluminó; les habían localizado. Rodó de nuevo por el suelo y disparó en dirección a la luz, también sin apuntar, pero el foco se extinguió.
—Corren —le gritó una voz de hisa—. Todos corren. Rápido, rápido.
Trató de incorporarse. Un hisa le cogió y le arrastró hasta que otro pudo ayudar, llevándole a cubierto al lado de la cúpula, donde sus propios hombres se habían refugiado. Les disparaban desde la colina, el camino que conducía al campo de aterrizaje, a su nave.
—¡Detenedles! —gritó a cualesquiera de sus hombres que pudiera oírle—. ¡Cortadles el paso!
Logró recorrer una corta distancia, cojeando. Los disparos siseaban en los charcos a su alrededor. Avanzó más despacio mientras otros de sus hombres seguían adelante, o lo intentaban.
—Ven —gritó una hisa—. Ven conmigo.
Disparó mientras pudo, desoyendo las palabras del hisa que quería que se retirase al bosque. Devolvieron el fuego y uno de sus hombres cayó. El fuego empezó a brotar de los flancos boscosos, alcanzando a los soldados, haciéndolos correr de nuevo, y él cojeó tras ellos. Los soldados desaparecieron al coronar la cresta de la colina. Seguramente habían pedido ayuda, refuerzos, las armas de gran calibre que transportaba la sonda de su nave. Con lágrimas en los ojos, Emilio soltó una maldición, utilizó el rifle como muleta, y vio que algunos de sus hombres aún avanzaban.
—Manteneos agachados —les gritó y avanzó un poco más. Pensó en la nave elevándose, en los millares de seres indefensos que esperaban al lado de las imágenes en el santuario. Los soldados tenían la ventaja de la distancia, las armaduras que los protegían, y cuando estuvieran en aquella colina…
El fuego iluminó la oscuridad, y la mayoría de los hombres de Emilio se arrojaron al suelo enseguida, arrastrándose hacia atrás para ponerse a cubierto de un fuego al que no podían hacer frente. Emilio se agachó, se acercó cuanto pudo, tendido boca abajo, para mirar desde la elevación el fuego de las armas pasadas. El mismo suelo al pie de la colina empezó a humear. Vio tropas que se reagrupaban contra la escotilla iluminada de la sonda, bajo un paraguas de fuego que acribillaba la cuesta, los focos emitiendo vapor a través de la lluvia, la tierra y el agua hirvientes. Los soldados podían llegar a aquel puerto seguro; la nave se elevaría y les atacaría desde el aire… no podrían hacer absolutamente nada.
Una sombra avanzó hacia el campo, detrás de las líneas de agrupamiento de los soldados, como una ilusión, una marea negra que avanzara hacia aquella escotilla. Las tropas silueteadas a la luz de la escotilla vieron, dispararon… debían haber llamado a los otros. Empezaron a volverse y Emilio abrió fuego contra sus espaldas, el corazón helado al darse cuenta de repente de lo que era aquello, de lo que debía ser la otra fuerza recién llegada. Se arrodilló, tratando de disparar contra los soldados en la escotilla abierta a pesar de que los focos recorrían la ladera de la colina. La oscura marea seguía avanzando sobre sus propios caídos, llegó a la puerta y, de repente, cedió, retirándose desesperadamente.
El fuego se desató en la escotilla, extendiéndose hacia los soldados y sus atacantes. Llegó el sonido, y la conmoción estremeció los huesos de Emilio. Se tendió en el barro y permaneció allí inmóvil. Los disparos habían cesado. Había silencio… No más guerra, sólo el ruido de la lluvia en los charcos.
Los nativos hablaban y se escabullían detrás de él. Emilio trató de incorporarse, con la intención de bajar allí, donde sus propios hombres habían caído al incendiar aquella escotilla.
Entonces volvieron a encenderse las luces de la nave, y los motores se pusieron en marcha. Las armas dispararon de nuevo, barriendo la ladera. Seguían vivos. Emilio se enfureció y apenas sintió las manos que le cogían de los brazos y los costados e intentaban llevárselo de allí… Eran nativos, empeñados en ayudarle, suplicándole en su idioma.
Entonces cesó a la vez el ruido de los motores de la nave y el fuego. Las luces parpadeaban, pero la escotilla estaba a oscuras y ennegrecida por el fuego.
Los nativos habían retirado a Emilio, le ayudaron a ponerse en pie y le llevaron cuando descubrieron que no podía caminar a causa de la herida en la pierna. La delgada mano de un hisa le palmeó la mejilla.
—Estás bien, estás bien —dijo una voz suplicante.
Era Saltarín. Cruzaron al otro lado de la colina, donde los hisa reunían cadáveres y atendían a los heridos, y de repente unas figuras humanas, mezcladas entre los hisas, salieron del bosque y se acercaron a ellos.
—¡Emilio! —oyó exclamar a Miliko.
Otros corrían hacia él, detrás de su mujer… Los hombres y mujeres que habían quedado atrás… Emilio se esforzó por dar algunos pasos y alcanzó a Miliko, la abrazó como un loco, con el sabor de la desesperación en la boca.
—Ito y Ernst lo consiguieron —le dijo ella—. La explosión ha atascado la escotilla.
—Nos alcanzarán —dijo él—. Pueden pedir las armas pesadas.
—No. Tenemos una unidad del comunicador escondida entre los árboles. Hemos captado un mensaje a la base dos… Se irán de aquí.
Emilio miró atrás, hacia la nave invisible detrás de la colina. Se oyeron de nuevo los motores, el rugido desesperado de una nave que sólo trataba de salvarse.
—Date prisa —dijo Miliko, procurando ayudarle a caminar.
—Deprisa, deprisa —decían los hisas que les rodeaban, una y otra vez, algunos caminando, otros a hombros de sus compañeros, hasta que se internaron en la espesura… Siguieron caminando hasta que Emilio sintió que no podía más y se desplomó sobre los helechos húmedos, pero una docena de fuertes manos le alzaron de nuevo y le llevaron casi a la carrera. Había un agujero en la ladera, un refugio entre las rocas.
—Miliko —le dijo, temiendo irracionalmente la oscuridad del túnel.
Le llevaron al interior, tendiéndole en el suelo, y al cabo de un momento unos brazos le alzaron de nuevo y le sostuvieron, meciéndole suavemente. La voz de Miliko susurró en su oído.
—Todos estamos bien. Los túneles nos protegerán… las madrigueras invernales abiertas profundamente en todas las colinas… Estamos a salvo.
XIV
Norway; 0045 h. d.; 1245 h. n.
Se estaban retirando. La Australia daba media vuelta. La Pacific y la Atlantic habían cambiado de rumbo. Signy oyó el suspiro de alivio que corrió por el puente cuando los canales dieron buenas noticias en vez del desastre que les había asolado hasta entonces.
—Aguzad la vista —dijo bruscamente Signy—. Control de daños inmediato.
El puente oscilaba ante sus ojos. Tal vez se debía al alcohol, pero lo dudaba. Las maniobras que habían realizado en los últimos minutos habrían bastado para recuperar la sobriedad.