—No —replicó el joven con aspereza.
De repente Damon se arrepintió de lo que estaba haciendo, de aquella búsqueda insidiosa de indicios sospechosos y malignos rumores sobre la Flota. Se avergonzaba del papel que le había tocado en suerte, de lo que hacía Pell. La guerra y los prisioneros de guerra… No quería tener parte en ello.
—Rechaza usted la solución que le ofrecemos. Está en su derecho y nadie le obligará. No queremos poner su vida en peligro, y así ocurriría si las cosas son como usted dice. ¿Qué va a hacer, entonces? Supongo que seguirá jugando con los guardias. Es un recinto muy pequeño. ¿Le han dado las cintas y el magnetófono? ¿Lo tiene?
—Quisiera… —Las palabras brotaron como un acceso de náusea—. Quisiera pedir que me sometan a Corrección.
Jacoby bajó la vista y movió la cabeza. Damon continuó sentado, inmóvil.
—Tras pasar por eso podría salir de aquí —dijo el prisionero—. Finalmente haría algo. Soy yo quien lo pide. Un prisionero tiene la posibilidad de obtener eso, ¿no es cierto?
—Su bando usa ese método con los prisioneros. Nosotros no.
—Se lo pido. Me han encerrado aquí como si fuera un criminal. Si hubiera matado a alguien, ¿no tendría derecho a eso? Si hubiera robado o…
—Creo que debería pasar algunas pruebas psiquiátricas, si insiste.
—¿Es que no hacen pruebas… durante el proceso de la Corrección?
Damon miró a Jacoby.
—Su depresión ha ido en aumento. Me ha pedido una y otra vez que presente esa solicitud a la estación, lo cual no he hecho.
—Nunca hemos sometido a corrección a un hombre que no fuera un criminal confeso.
—¿Nunca han tenido aquí a un hombre que no lo fuera? —preguntó el prisionero.
—La Unión lo utiliza sin pestañear —dijo en voz baja el supervisor—. Esas celdas son pequeñas, señor Konstantin.
—Un hombre no pide una cosa así —dijo Damon.
—Se lo pido —insistió Talley—. Quiero salir de aquí.
—Eso resolvería el problema —intervino Jacoby.
—Quiero saber por qué lo desea.
—¡¡Quiero salir!!
Damon se quedó inmóvil. Talley retuvo el aliento, se apoyó en la mesa y recobró el dominio de sí mismo cuando estaba ya al borde de las lágrimas. La llamada «Corrección» no era un procedimiento punitivo, nunca se había pretendido que lo fuera. Sus efectos eran dobles y beneficiosos: alteraba el comportamiento de los violentos y borraba parte de los antecedentes a los que tenían problemas. Mientras miraba los ojos ensombrecidos de Talley, sospechó que en su caso se trataría de esto último. De súbito sintió una piedad abrumadora por aquel hombre, que estaba cuerdo, que parecía en plena posesión de sus facultades. Había crisis en la estación. La acumulación de acontecimientos podía hacer que los individuos se perdieran en ellos, que quedaran al margen. Se necesitaban con urgencia las celdas de la prevención para los auténticos criminales, que tenían en abundancia en la sección de cuarentena. Había destinos peores que la «Corrección». Permanecer encerrado en una habitación sin ventanas de tres metros y medio por dos y medio era uno de ellos.
—Encargue al ordenador los papeles necesarios —le dijo al supervisor, el cual tecleó la orden. Jacoby estaba visiblemente inquieto, manoseando papeles, sin mirar ninguno—. Lo que voy a hacer —continuó Damon dirigiéndose a Talley, sintiendo como si aquello fuera una pesadilla compartida— es darle a usted los papeles, y podrá leer con detenimiento todas las explicaciones que constan en el papel listado. Si mañana sigue deseando que hagamos eso, lo aceptaremos previo su consentimiento firmado. También quiero que nos dirija por escrito una solicitud con sus propias palabras, declarando que ha sido idea suya, que no es usted claustrofóbico ni padece ninguna otra incapacidad…
—Era técnico de sonda —le interrumpió Talley desdeñosamente. Su trabajo no se efectuaba en el lugar más amplio de una nave.
—… o condición que pudiera provocarle unos efectos negativos superiores a lo normal. ¿Tiene familia, parientes, alguien que pudiera tratar de convencerle para que no haga esto, si se enterase de lo que se propone?
Esta pregunta causó en el prisionero una ligera reacción que se reflejó en su mirada.
—¿Tiene a alguien? —inquirió Damon, confiando en haber encontrado un asidero, alguna razón para tratar de disuadir al muchacho—. ¿Quién?
—Ha muerto —dijo Talley.
—¿Es esta solicitud una reacción a…?
—Hace mucho tiempo —dijo Talley, interrumpiéndole, No estaba dispuesto a decir nada más.
Una cara de ángel, un hombre sin la menor tacha. ¿Gestado quizá en el laboratorio? Fue una ocurrencia espontánea. Siempre le habían horrorizado los soldados probeta de la Unión. Su propio prejuicio le preocupaba.
—No he leído todo su expediente —admitió—. Esto se ha confeccionado en otros niveles, donde creyeron que ya estaba todo claro y me pasaron el asunto. Dígame, señor Talley, ¿tuvo usted familia?
—Sí —dijo Talley débilmente pero en tono desafiante, haciéndole sentirse avergonzado de sí mismo.
—¿Dónde nació?
—En Cyteen. Ya les he dado todos esos datos. Tuve padres, nací, señor Konstantin. ¿Es eso realmente pertinente?
—Lo siento. Lo lamento mucho. Quiero que comprenda una cosa: no se trata de nada definitivo. Puede cambiar de idea hasta el momento de iniciar el tratamiento. Si no desea seguir, no tiene más que decirlo. Pero cuando avance en el tratamiento, ya no será competente. Debe entender que ya no estará capacitado. ¿Ha visto a los hombres sometidos a Corrección?
—Se recuperan.
—Así es, en efecto. Seguiré el caso, señor Talley… teniente Talley… hasta donde pueda. —Se dirigió al supervisor—. Encárguese de que cada vez que envíe un mensaje, en cualquier etapa del proceso, me llegue en régimen de emergencia, de día o de noche, y asegúrese de que los auxiliares lo comprendan también, hasta los asistentes. No creo que abuse del privilegio. Miró a Jacoby—. ¿Está satisfecho de su cliente?
—Está en su derecho de hacer lo que hace. No es que me agrade, pero firmaré como testigo. Estoy de acuerdo en que resuelve las cosas… quizá del mejor modo posible.
Llegó el papel listado del ordenador. Damon entregó los documentos a Jacoby para que los revisara. Jacoby señaló las líneas donde debían firmar y pasó el expediente a Talley, el cual lo cogió como si fuera algo precioso.
—Señor Talley —dijo Damon, levantándose y, siguiendo un impulso, le ofreció la mano. Era como una compensación por el disgusto que sentía. El joven sondista se levantó y la estrechó, con una expresión de gratitud—. ¿Existe la posibilidad, aunque sea muy remota, de que posea usted una información que desea eliminar de su cerebro? ¿Es ése el motivo por el que hace esto? Le advierto que durante el tratamiento es probable que aflore. Y eso no nos interesa, ¿comprende? No tenemos intereses militares.
Aquel no era el motivo. Dudaba mucho de que pudiera serlo. El muchacho no era un oficial de alto rango, como él mismo, que conociera las señales computarizadas y tuviera acceso a los códigos. La clase de cosas que un enemigo no debe poseer. Nadie había descubierto algo así en aquel hombre… nada de valor, ni allí ni en Russell.
—No, no sé nada —afirmó Talley.
Damon vaciló, todavía con escrúpulos de conciencia, con la sensación de que el abogado de Talley, por lo menos, debería protestar, hacer algo más vigoroso, utilizar todas las dilaciones permitidas por la ley en beneficio de Talley. Pero aquello le llevaba a la prisión, no le daba esperanza alguna. Estaban alojando a delincuentes en la sección de cuarentena, mucho más peligrosos, hombres que podrían conocerle, si Talley estaba en lo cierto. La Corrección le salvaría, le haría salir de allí, le daría la oportunidad de un trabajo, de libertad, de una nueva vida. Ninguna persona en su sano juicio se vengaría de alguien que ha sufrido un lavado de cerebro. Y el procedimiento era incruento, humano. Siempre se había pretendido que lo fuera.