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—Talley… ¿tiene alguna queja contra Mallory o el personal del Norway?

—No.

—Su abogado está presente. Se registraría… si usted quisiera formular esa queja.

—No.

Así pues, aquel truco no surtiría efecto. No era posible ningún retraso para proceder a una investigación. Damon asintió y salió de la estancia, sintiéndose sucio. Lo que estaba haciendo era una especie de homicidio, era echarle una mano a un suicida.

Y de ésos también tenían en abundancia, allá en la sección de cuarentena.

VIII

Pelclass="underline" Sector naranja nueve; 5/20/52; 19 h.

Kressich se estremeció al oír el estruendo de algo que cayó en el pasillo, al otro lado de la puerta herméticamente cerrada, y procuró que su terror no se evidenciara. Algo estaba ardiendo, y el humo les llegaba a través del sistema de ventilación. Aquello era lo que le asustaba más, tanto a él como a los otros cincuenta que se agolpaban en aquella sección. Fuera, en las plataformas, la policía y los alborotadores todavía intercambiaban disparos. La violencia iba remitiendo. Los pocos que estaban con él, el resto de la policía de seguridad de Russell, un puñado de técnicos de la estación, algunos jóvenes y ancianos… habían defendido el pasillo contra los grupos descontrolados.

—Estamos envueltos en llamas —musitó alguien, al borde de la histeria.

—No hay que alarmarse. Deben ser unos trapos viejos.

En su fuero interno pidió que el alarmista cerrara la boca. No debían ser presa del pánico. Si se producía un incendio de verdad, la central de la estación haría volar la sección para extinguirlo… y eso significaría la muerte de todos ellos. No eran valiosos para Pell. Algunos estaban allí disparando contra la policía de Pell con armas que habían cogido a los policías muertos. La revuelta había comenzado cuando se supo que se aproximaba otro convoy, más naves, más gente desesperada que abarrotaría el poco espacio de que disponían. Se había iniciado con la simple noticia de que aquello estaba a punto de suceder… y una exigencia de que se agilizaran los trámites burocráticos. A ello siguieron los ataques a las dependencias y los piquetes que confiscaban documentos a quienes los tenían.

Quemad todos los registros eran el grito que había resonado en toda la cuarentena obedeciendo a la lógica de que, si no había dato alguno, todos serían admitidos. Quienes se resistían a desprenderse de sus documentos eran golpeados y despojados de ellos y de cuanto tenían de valor. Los dormitorios fueron saqueados. Grupos de rufianes, los mismos que habían actuado en la Griffin y la Hansford lograron ser incluidos entre los desesperados, los desorientados y los aterrorizados.

Durante algún tiempo hubo quietud en el exterior. Los acondicionadores de aire se habían detenido y la atmósfera empezaba a heder. Aquellos que habían sufrido las penalidades de la travesía contenían su pánico en silencio. Un buen número de refugiados lloraban.

Entonces la luz se intensificó y una corriente fresca salió de los conductores de aire. La puerta se abrió con veloz automatismo. Kressich se puso en pie y miró los rostros de los policías de la estación y los cañones de los rifles que les apuntaban. Algunos de los suyos tenían cuchillos, trozos de tubería y fragmentos de muebles, cualquier cosa que pudiera ser un arma improvisada. Él no tenía nada… Alzó las manos temblorosas.

—No —suplicó. Nadie se movió, ni los policías ni sus hombres—. Por favor. No hemos participado en la revuelta. Sólo defendíamos esta sección de los asaltantes. Nadie… ninguna de estas personas ha tenido nada que ver. Al contrario, han sido las víctimas.

El jefe de policía, con ojeras de fatiga, sucio de hollín y sangre, señaló la pared con su rifle.

—Tenéis que alinearos —explicó Kressich a sus heterogéneos compañeros, los cuales no eran la clase de personas que podían comprender tales procedimientos, con la excepción del ex policía—. Arrojad al suelo las armas que tengáis.

Todos se alinearon, incluso los viejos y los enfermos, y los dos niños pequeños.

Kressich temblaba mientras le registraron, y siguió estremeciéndose cuando le dejaron apoyado en la pared del corredor mientras los policías intercambiaban misteriosos murmullos entre ellos. Uno le cogió por un hombro y le hizo volverse. Un oficial provisto de una pizarra fue de uno en uno pidiendo el documento de identidad.

—Los han robado —dijo Kressich—. Así es como ha empezado todo. Las bandas robaban los papeles y los quemaban.

—Eso ya lo sabemos —dijo el oficial—. ¿Es usted el encargado? ¿Cuál es su nombre y su origen?

—Vassily Kressich, de Russell.

—¿Algunos de ustedes le conocen? Varios lo confirmaron.

—Era consejero en la estación Russell —dijo un joven—. Yo servía allí, en el departamento de seguridad.

—Nombre.

El joven dijo su nombre. Niño Coledy. Kressich intentó recordarle y no pudo. Las preguntas se repitieron una y otra vez, se sucedió el interrogatorio de identificaciones y las identificaciones mutuas, que no eran más fidedignas que la palabra de quienes las daban. Un hombre con una cámara entró en el pasillo y los fotografió a todos allí, de pie, contra la pared. A su alrededor había un caos de conversaciones y discusiones.

—Pueden irse —dijo el jefe de policía, y empezaron a salir; pero cuando Kressich se disponía a hacerlo, el oficial le cogió de un brazo—. Vassily Kressich. Daré su nombre al cuartel general.

No estaba seguro de si eso sería bueno o malo. Cualquier cosa constituía una esperanza. Cualquier cosa era mejor que lo existente allí, en la cuarentena, con la estación atascada e incapaz de situarlos o dejarles irse.

Salió a la plataforma y le estremeció la visión de los destrozos que habían causado allí, con los muertos tendidos aún sobre su propia sangre y montones de objetos combustibles todavía ardiendo, y los restantes muebles y pertenencias apilados para alimentar las hogueras. La policía de la estación estaba en todas partes, armados con rifles, no armas cortas. Kressich se quedó en las plataformas, cerca de la policía, temeroso de volver a los corredores a consecuencia de las bandas terroristas. Era imposible confiar en que la policía los hubiera dominado a todos. Eran demasiados.

Finalmente la estación estableció un puesto de emergencia para servir comida y bebida cerca del límite de la sección, pues el agua había sido cortada durante la revuelta, las cocinas saqueadas y todo lo que se prestaba a ello convertido en armas. También habían destrozado el ordenador y no era posible informar sobre los daños. Existían pocas probabilidades de que ningún equipo de reparación quisiera entrar en la zona.

Se sentó en la plataforma y comió lo que le dieron, en compañía de otros grupos de refugiados que no tenían más de lo que tenía él. La gente se miraba atemorizada.

—No vamos a salir —oyó repetidamente—. Ahora nunca nos darán permiso para irnos.

Más de una vez oyó murmullos de una especie diferente, vio hombres de los que sabía que habían formado parte de las bandas de alborotadores, que habían iniciado los disturbios en su dormitorio, y nadie los denunciaba. Nadie se atrevía. Eran demasiados.

Había entre ellos personal de la Unión. Kressich estaba seguro de que aquellos eran los agitadores. Tales hombres eran los que más podrían temer de un estricto control de documentos. La guerra había llegado a Pell, estaba entre ellos, y ellos eran los estacionados, neutrales y con las manos vacías, deambulando cautelosamente entre los que eran capaces de asesinar…, sólo que ahora no se trataba de estacionados contra naves de guerra, una lucha entre cascos metálicos, sino de un peligro inmediato, porque uno tenía un contacto físico, de hombro con hombro, y el enemigo podía ser el joven que atesoraba un bocadillo o la mujer sentada que miraba con una expresión llena de odio.