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Llegó el convoy sin tropas de escolta. Los equipos de las plataformas, bajo la protección de un pequeño contingente de policías de la estación, efectuaron las operaciones de descarga. Recibieron a los refugiados y los acomodaron lo mejor que pudieron, dado el estado ruinoso de los alojamientos, en los corredores que parecían una jungla. Los recién llegados, cargando con su equipaje, miraban aterrados a su alrededor. Kressich calculó que por la mañana ya les habrían robado, o les habrían hecho algo peor. Oyó el llanto quedo y desesperado de algunos de ellos.

Por la mañana llegó otro grupo de varios centenares. Por entonces ya había cundido el pánico, pues todos estaban hambrientos y sedientos y la comida llegaba muy lentamente de la estación principal.

Un hombre se sentó al lado de Kressich en la plataforma: Niño Coledy.

—Somos una docena —le dijo—. Podríamos remediar un poco las cosas. He estado hablando con algunos supervivientes de las bandas. Nosotros no les delataremos y ellos cooperarán. Así dispondremos de brazos fuertes… podremos poner coto a este desbarajuste, hacer que la gente regrese a las residencias, de modo que podamos conseguir aquí comida y agua.

—¿Nosotros podríamos hacer eso?

En el rostro de Coledy se dibujó una mueca de ansiedad.

—Usted fue consejero, así que puede ponerse al frente y ser el portavoz. Nosotros le apoyaremos y alimentaremos a esta gente, apaciguaremos los ánimos. Eso es lo que necesita la estación, y puede sernos beneficioso.

Kressich pensó en la propuesta. El joven tenía razón, pero también era posible que les saliera el tiro por la culata y los fusilaran. Era demasiado viejo para encargarse de una cosa así. Lo que ellos querían era un testaferro. Los policías también querrían un testaferro respetable. Y él temía decir que no.

—Sólo tendrá que llevar el peso de las conversaciones —dijo Coledy.

—De acuerdo —replicó, y entonces, apretando la mandíbula con más firmeza de la que el joven podría haber esperado en un hombre viejo y cansado, añadió—: Empiece a reunir a los hombres y yo tendré una charla con los policías.

Y así lo hizo, acercándose a ellos cautamente.

—Ha habido una elección —les dijo—. Soy Vassily Kressich, consejero de rojo-dos, estación Russell. Algunos de nuestros policías se encuentran entre los refugiados. Estamos dispuestos a entrar en los corredores y restablecer el orden… sin violencia. Conocemos las caras y ustedes no. Si consultan con sus autoridades y obtienen el permiso necesario, podemos servirles de ayuda.

Los policías no estaban seguros de aquello. Dudaron incluso de si era conveniente o no informar a sus superiores. Al fin un capitán decidió hacerlo, y Kressich esperó el resultado, de pie, lleno de inquietud. El capitán asintió tras la consulta.

—Si el asunto se les escapa de las manos, no discriminaremos al disparar. Pero no vamos a tolerar que ustedes maten a nadie, consejero Kressich; no tienen carta blanca para hacer lo que quieran.

—No se preocupe, señor —le dijo Kressich, y se alejó, mortalmente fatigado y asustado.

Coledy estaba allí, con otros más, esperándole junto al acceso del corredor noveno. Enseguida se acercaron otros más, de peor catadura que los primeros, y Kressich sintió una oleada de temor, pensando que no podría convencerlos. Ahora no le importaba nada, excepto vivir, y estar al frente de la fuerza y no debajo. Les vio alejarse para utilizar el terror a fin de coaccionar a los inocentes y reunir a los peligrosos en sus propias filas. Sabía lo que había hecho y le aterraba. Se mantuvo silencioso, porque si tenía lugar una segunda revuelta, él no podría librarse. Estaría metido de lleno: ellos se encargarían de que así fuera.

Prestó su apoyo, haciendo uso de su dignidad, su edad y el hecho de que algunos conocían su rostro. Gritó instrucciones y pronto la gente empezó a dirigirse a él con respeto, llamándole consejero Kressich. Escuchó sus quejas, sus temores y las causas de su enojo hasta que Coledy le rodeó de una guardia que protegiera a su preciado testaferro.

En menos de una hora las plataformas estaban despejadas y los grupos autorizados dominaban la situación. Y adondequiera que fuese, la gente honrada le trataba como a un jefe.

IX

Pell; 5/22/52

Jon Lukas se acomodó en el asiento del consejo que su hijo Vittorio había ocupado por delegación durante los tres últimos años. Tenía el semblante hosco. Acababa de enfrentarse a una crisis familiar, y había perdido tres habitaciones de las cinco que contaba su vivienda, para acomodar a dos primos Jacoby y sus esposas. Uno de los matrimonios tenía niños que aporreaban la pared y lloraban. Los obreros habían apilado sus muebles en el poco espacio propio que le quedaba… ocupado hasta poco tiempo antes por su hijo Vittorio y su amiga de turno. Aquello sí que había sido un buen retorno al hogar. Llegó a un rápido arreglo con Vittorio: la mujer se marchó y él se quedó allí, pues la posesión de un apartamento y una cuenta para gastos le parecía mucho mejor y más importante que ser transferido a la base de Downbelow, donde buscaban activamente voluntarios jóvenes. El trabajo físico, y sobre todo en la superficie lluviosa de Downbelow, no era del gusto de Vittorio. En su calidad de «hombre de paja» había sido útil en la estación, votó como le dijeron, dirigió las cosas como se lo indicaron, evitó que la compañía Lukas se sumiera en un caos y hasta tuvo suficiente buen sentido para resolver por sí mismo pequeños problemas y asesorarse bien sobre los importantes. Lo que había hecho con la cuenta para gastos era otro asunto. Tras adaptarse al horario de la estación, Jon se había dedicado a revisar los libros de personal y las cuentas.

Ahora estaba en funcionamiento una especie de señal de alerta, desagradable y urgente, y al igual que otros consejeros, había ido allí a causa del mensaje que convocaba a una reunión especial. El corazón aún le palpitaba intensamente por el esfuerzo. Tecleó la consola del ordenador y abrió el micro, escuchando la cháchara que ocupaba el consejo en aquel momento, con una sucesión de imágenes exploratorias de naves en las pantallas, por encima de su cabeza. Más problemas. Lo había oído durante todo el trayecto desde las oficinas en la plataforma. Alguien llegaba.

—¿Qué número tenéis? —preguntaba Angelo, y no obtenía respuesta del otro lado.

—¿Qué ocurre? —inquirió Jon a la mujer sentada junto a él, una delegada del sector verde llamada Anna Morevy.

—Llegan más refugiados y no dicen nada. La nave de transporte Pacific, de la estación Esperance. Eso es todo lo que sabemos. No obtenemos la menor cooperación. Pero Sung está allí. ¿Qué esperas?

Seguían llegando consejeros, y los asientos se ocupaban rápidamente. Jon se aplicó el auricular personal, oprimió el botón de la grabadora e intentó ponerse al corriente de la situación. El convoy explorado se había acercado tanto, por encima del plano del sistema, que peligraba la seguridad. La voz susurrante del secretario del consejo resumía, ofrecía datos en la pantalla del ordenador, pero no aportaba demasiado a lo que ya sabían.

Le pasaron una hoja manuscrita por encima del hombro. La leyó perplejo: «Bienvenido a casa. Has sido designado sustituto de Emilio Konstantin, en el asiento número diez. Se ha juzgado valiosa tu experiencia inmediata en Downbelow. A. Konstantin».