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El corazón se le aceleró de nuevo, por una razón distinta. Se levantó, dejó el auricular y cerró los canales, tras lo cual recorrió el pasillo a la vista de todos, hasta llegar al asiento vacante en el centro del consejo, la mesa entre las filas, los asientos de quienes tenían más influencia. Se acomodó en el sillón de cuero suave y madera tallada, uno de los Diez de Pell, y sintió una irreprimible sensación de triunfo por aquellos acontecimientos… Finalmente se había hecho justicia, después de varias décadas. Los grandes Konstantin le habían mantenido al margen de los Diez durante toda su vida, a pesar de sus esfuerzos, su influencia y sus méritos, y ahora se encontraba allí.

Estaba absolutamente seguro de que aquello no suponía un cambio en la consideración de Angelo. Tenían que haberlo votado. Allí, en el consejo, había obtenido una votación general, consecuencia lógica de su largo y duro servicio en Downbelow. La mayoría del consejo había apreciado sus antecedentes.

Buscó la mirada de Angelo, sentado en la misma mesa. Se sujetaba el auricular a la oreja, y su expresión no era de alegre bienvenida, no reflejaba estimación ni satisfacción de ningún género. Angelo aceptaba aquel ascenso porque debía hacerlo, eso estaba claro. Una tensa sonrisa apareció en el semblante de Jon, como si fuera una oferta de apoyo, y Angelo se la devolvió con la misma tirantez.

—Comunica de nuevo —le dijo Angelo a alguien a través del intercomunicador—. Sigue enviando. Ponme en contacto directo con Sung.

Los reunidos guardaban silencio, mientras seguían llegando informes de la central, dando noticia del lento acercamiento de los cargueros. Pero la Pacific adquiría velocidad, y su imagen electrónica en las pantallas empezaba a hacerse borrosa.

—Aquí Sung —dijo entonces una voz—. Saludos a la estación Pell. Su propio establecimiento puede atender los detalles.

—¿Qué cifras nos dan? —preguntó Angelo—. ¿Cuántos van en esas naves, capitán Sung?

—Nueve mil.

Un murmullo de horror se extendió por la sala.

—¡Silencio! —exclamó Angelo, pues las voces obstaculizaban la comunicación—. Tomamos nota, nueve mil. Esto rebasa nuestras capacidades de seguridad. Reúnase con nosotros en el consejo, capitán Sung. Han llegado refugiados de Russell en mercantes sin escolta y nos hemos visto obligados a aceptarlos. Por razones humanitarias es imposible rechazar esos ensamblajes. Le pedimos que informe al mando de la Flota sobre esta peligrosa situación. Necesitamos apoyo militar, ¿comprende, señor? Solicitamos que se persone aquí para evacuar consultas urgentes. Estamos dispuestos a cooperar, pero nos estamos aproximando a un punto en que la decisión es muy difícil. Apelamos al apoyo de la Flota. Repito: ¿vendrá aquí, señor?

Hubo unos momentos de silencio. Los miembros del consejo se removieron en sus asientos, pues centelleaban las alarmas de aproximación de naves, y las pantallas eran un caos de destellos y borrones a causa de la celeridad con que se acercaba el transporte cuya imagen recogían.

Finalmente llegó la respuesta.

—Hay un último convoy, al mando de Kreshov, de Pan-Paris, que viaja en la nave Atlantic. Buena suerte, estación Pell.

El contacto se interrumpió bruscamente. La pantalla ofrecía un puro destello, y el enorme carguero seguía adquiriendo una velocidad insensata en las proximidades de una estación.

Era la primera vez que Jon veía a Angelo tan encolerizado. El murmullo en la sala del consejo era ensordecedor, y finalmente el micrófono volvió a establecer un silencio relativo. La nave Pacific salió disparada hacia su cenit, interrumpiendo momentáneamente la transmisión de imágenes. Cuando las pantallas funcionaron de nuevo, ya había pasado, para tomar un rumbo no autorizado, dejando como una estela los cargueros que avanzaban lentos e inexorables hacia la plataforma de ensamblaje. Se oyó una apagada llamada de seguridad para la sección de cuarentena.

—Fuerzas de reserva —ordenó Angelo a uno de los jefes de sección a través del intercomunicador—. Convoque al personal fuera de servicio. Mantenga el orden ahí aunque tenga que disparar para hacerlo. Central, reúna tripulaciones para los transbordadores y dirija esos mercantes a las plataformas adecuadas. Establezca un cordón de elevadores cortos si es necesario.

Al cabo de un momento se extinguieron las alarmas de colisión y no se oyó más que el informe continuo del lento avance de los cargueros hacia la estación.

—Tenemos que conseguir más espacio para cuarentena —dijo Angelo, mirando a su alrededor—, y aunque lo siento mucho, vamos a tener que incluir esos dos niveles de la sección roja para ensanchar la cuarentena… inmediatamente.

Un murmullo de pesar se elevó de las filas de asientos, y las pantallas reflejaron al instante la objeción de los delegados de la sección roja. Era una queja rutinaria, porque nadie más añadía su objeción a la pantalla, lo cual haría necesario proceder a una votación. Angelo ni se molestó en mirar el texto de la queja.

—Está claro que no podemos desalojar a más residentes, ni tampoco perder los itinerarios del nivel superior necesarios para el sistema de transporte. Si no logramos apoyo de la Flota… debemos tomar otras medidas. Y, a una escala mayor, hemos de empezar el traslado de la población a algún lugar. Jon Lukas, le pido disculpas por avisarle con tanta premura, pero ojalá hubiera podido asistir a la reunión de ayer… Esa propuesta suya postergada… No disponemos de trabajadores adecuados para ampliar la estación. Usted tenía planes detallados para ampliar la base de Downbelow. ¿En qué situación se encuentran?

Jon parpadeó, suspicaz y esperanzado a la vez, y frunció el ceño porque incluso en unos momentos tan delicados como aquellos Angelo tenía que dirigirse a él con irónicos rodeos. Se levantó, aunque no necesitaba hacerlo, pero quería ver los rostros de los demás.

—Si se me hubiera informado de la situación, habría hecho todos los esfuerzos posibles. Con todo, me apresuré a venir aquí sin pérdida de tiempo. En cuanto a la propuesta, no es en modo alguno imposible. Albergar a ese número de personas de Downbelow podría hacerse enseguida, sin dificultad… excepto para los que ya viven allí. Las condiciones después de tres años son… perdonen la expresión… primitivas. Los trabajadores nativos cavan fosos para instalar las viviendas, las cuales son herméticas hasta un grado razonable. Hay suficientes compresores, y los puntales se fabrican con materiales sencillos y fáciles de encontrar. La mano de obra nativa es siempre la más eficaz allí. No tienen el inconveniente de necesitar respiradores. Pero es posible sustituirlos con un gran número de humanos que hagan trabajo de campo, manufactura, despeje de terreros y excavación para instalar las cúpulas. El personal de Pell es suficiente para supervisarlos y protegerlos. En cuanto al confinamiento, no presenta problema alguno. En especial, sus casos más difíciles serían absolutamente dóciles… Basta privarles de los respiradores y ya no pueden ir a ninguna parte ni hacer nada que ustedes no deseen.

Un hombre se levantó en aquel momento. Antón Eizel, un viejo amigo de Angelo y persona proclive a ofrecer su ayuda más que nada para mantener su prestigio como benefactor.

—Señor Lukas, debo estar interpretando mal lo que usted dice. Esos son ciudadanos libres. No hablamos aquí de establecer colonias penitenciarias. Se trata de refugiados. No vamos a convertir Downbelow en un campo de trabajos forzados.

—¡Dese una vuelta por la sección de cuarentena! —gritó otro de los presentes—. ¡Verá los estragos que han causado ahí! Teníamos hogares, hermosas viviendas. Han sido destruidos por el vandalismo de esa gente. Están desmantelando ese lugar. Han atacado a nuestros agentes de seguridad con tuberías y cuchillos de cocina, ¿y quién sabe si hemos recuperado todos los rifles después del alboroto?