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—Ha habido asesinatos —gritó alguien más—, crímenes perpetrados por bandas de matones.

—No —intervino un tercero, una voz desconocida en el consejo. Las cabezas se volvieron hacia el hombre delgado que había ocupado el asiento en el que poco antes se sentara Jon. El hombre, nervioso y cetrino, se levantó—. Me llamo Vassily Kressich. Estoy en la cuarentena y me han invitado a venir aquí. Fui consejero en la estación Russell, y represento a los refugiados en la cuarentena. Es cierto que ha ocurrido todo lo que aquí se ha dicho, en unos momentos de pánico, pero el orden ya se ha restablecido, y los matones están a buen recaudo.

—Bienvenido, consejero Kressich —replicó Jon—. Lo cierto es, que por el mismo bien de la sección de cuarentena, habría que aliviar las presiones y transferir a la población. La estación ha esperado una década mientras se desarrollaba Downbelow, y ahora disponemos de la mano de obra necesaria para trabajar a gran escala. Aquellos que trabajan se convierten en parte del sistema, construyen sus propias viviendas. ¿No está de acuerdo el caballero de la cuarentena?

—Necesitamos que arreglen nuestros papeles. Nos negamos a que nos transfieran a ninguna parte sin documentos. Eso ya nos ocurrió una vez y vea en qué situación nos encontramos ahora. Más transferencias sin documentos autorizados pueden dificultarnos aún más las cosas, alejarnos cada vez más de la esperanza de tener una identidad establecida. La gente a la que represento no permitirá que suceda de nuevo.

—¿Es eso una amenaza, señor Kressich? —preguntó Angelo.

El hombre pareció próximo a derrumbarse.

—No —se apresuró a decir—. No, señor. Yo sólo… le transmito la opinión de la gente a la que represento, su desesperación. Necesitan tener sus papeles en regla. Cualquier otra cosa, cualquier otra solución es lo que el caballero dice… un campo de trabajo en beneficio de Pell. ¿Es eso lo que pretenden?

—Vamos, vamos, señor Kressich —dijo Angelo—. A ver, que todos se tranquilicen y procedamos con orden. Hablará usted cuando le toque el turno, señor Kressich. ¿Quiere proseguir, Jon Lukas?

—Tendré las cifras exactas en cuanto pueda tener acceso al ordenador central. Necesito que me pongan al corriente de las claves. Es cierto que todas las dependencias de Downbelow pueden extenderse. Todavía tengo los planos detallados. Dentro de pocos días dispondré de un análisis de los costes y la mano de obra necesaria.

Angelo asintió y le miró con el ceño fruncido. Aquél no podía ser un momento agradable para él.

—Estamos luchando por nuestra supervivencia. Diré sin ambages que hay algo en nuestros sistemas de habitabilidad que debe preocuparnos seriamente. Hay que eliminar parte de la carga, y no podemos permitir que la proporción de ciudadanos de Pell y refugiados se desequilibre. Hemos de preocuparnos por la posibilidad de revueltas… allí y aquí. Mis disculpas, señor Kressich. Estas son las realidades bajo las que vivimos, y que no hemos elegido nosotros ni, estoy seguro de ello, ustedes. No podemos poner en peligro la estación o la base de Downbelow, pues de lo contrario nos veremos todos en cargueros con rumbo a la Tierra, despojados de todo lo que tenemos. Esa es la tercera alternativa.

—No —dijeron al unísono todos los presentes. Jon permaneció sentado en silencio, mirando a Angelo mientras calculaba el frágil equilibrio de Pell y las probabilidades que existían. Hubiera podido levantarse y declarar: «Ya habéis perdido», exponiendo seguidamente la situación tal como era. Pero no lo hizo. Siguió sentado y con la boca bien cerrada. Si había alguna posibilidad, sólo el tiempo lo diría. La paz era lo único que podría aportar una esperanza. Pero no era precisamente la paz lo que se estaba fraguando allí afuera, con aquel flujo constante de refugiados procedentes de todas las estaciones. Todo el Más Allá fluía en dos direcciones como una divisoria de aguas, hacia ellos mismos y hacia la Unión. Y no estaban preparados para enfrentarse a aquello bajo la clase de normas establecidas por Angelo.

Durante todos los años de dirección konstantiniana, había imperado la teoría social de Konstantin, la alardeada «comunidad de ley» que desdeñaba la seguridad y el control y que ahora se negaba a usar la mano dura en la sección de cuarentena, confiando en que las peticiones orales bastarían para hacer volver al orden a una multitud en rebeldía. Jon también podría haber sacado este asunto a colación… pero se lo guardó.

Tenía mal sabor en la boca. Sabía que el caos creado en la estación, producto de la lenidad de Konstantin, probablemente se extendería también a Downbelow. No proveía el éxito de los planes que le solicitaban. Emilio Konstantin y su esposa, tal para cual, estarían al frente de las obras, y con toda seguridad permitirían a los nativos que se tomaran su tiempo, sin dejarse apremiar por los horarios, protegerían sus supersticiones y les dejarían trabajar a su aire, con su proverbial desgana, con el resultado de daños en el equipo y retrasos en la construcción. Y lo que aquella pareja podría hacer con lo que sucedía en la sección de cuarentena, ofrecía peores perspectivas.

Siguió sentado e inmóvil, calculando sus opciones y extrayendo conclusiones sombrías.

—No puede sobrevivir —le dijo aquella noche a Vittorio, a su hijo Vittorio y a Dayin Jacoby, el único pariente de su agrado. Se recostó en el sillón y tomó un sorbo de vino amargo nativo, en el apartamento donde se amontonaban los caros muebles que habían ocupado las otras habitaciones desalojadas—. Pell se está viniendo abajo. La política de mano blanda de Angelo nos va a perder a todos, y es posible que acabemos degollados en una de esas revueltas. La sedición está en marcha, ¿me comprendéis? Y no hacemos más que quedarnos sentados y esperar a que llegue.

Vittorio se puso repentinamente pálido, como le ocurría siempre que se ponía serio. Dayin era otra clase de hombre. Estaba ceñudo y reflexivo.

—Tiene que existir un contacto —dijo Jon más claramente.

Dayin asintió.

—En tiempos como estos, dos puertas podrían ser una importante necesidad. Y estoy seguro de que existen puertas en toda esta estación… con las llaves adecuadas.

—¿Hasta qué punto crees que están comprometidas esas puertas? ¿Y dónde? Tu sobrino manejó casos de algunos transeúntes. ¿Tienes alguna idea?

—Mercado negro de drogas rejuvenecedoras y cosas así. Eso está aquí en pleno auge, ¿no lo sabes? El mismo Konstantin las toma. Puedes conseguirlas en Downbelow.

—Eso es legal.

—Claro que es legal. Es necesario. ¿Pero cómo llega aquí? Desde hace poco tiempo procede de la Unión; los mercantes trafican con las drogas… Alguien, en algún lugar, mueve los hilos… tripulantes de los mercantes… quizá incluso contactos en la estación.

—Entonces ¿cómo podemos conseguir ponernos en contacto con las personas clave?

—Puedo enterarme.

—Yo conozco a una —dijo Vittorio, sobresaltándolos a los dos. Se pasó la lengua por los labios y tragó saliva—. Roseen.

—¿Esa puta tuya?

—Conoce el mercado. Hay un oficial de seguridad… en las alturas. Tiene un historial impecable, pero el mercado lo soborna. Puedes conseguir que algo se cargue o se descargue, sin que transcienda… Él puede conseguirlo.

Jon miró a su hijo, aquel producto de un contrato anual, su desesperación por tener un heredero. Después de todo, no era sorprendente que Vittorio supiera tales cosas.

—Excelente —dijo con sequedad—. Háblame de ello. Tal vez podamos encontrar algo. Dayin, nuestras posesiones en Viking… Deberíamos echarles un vistazo.

—No lo dirás en serio.

—Muy en serio. He contratado la Hansford. Su tripulación aún está en el hospital. Su interior es un revoltijo, pero irá. Necesitan desesperadamente el dinero. Y tú puedes encontrar una tripulación… a través de esos contactos. No es necesario que se lo cuentes todo, sólo lo suficiente para motivarlos.