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—Viking es el próximo lugar donde surgirán problemas con toda probabilidad.

—Hay un riesgo, ¿verdad? Tal como están las cosas, ya hay muchos cargueros que sufren accidentes. Algunos desaparecen. Me he enterado de eso por Konstantin. Pero yo tendré… Será un acto de fe en el futuro de Viking, una confirmación, un voto de confianza. —Tomó un sorbo de vino e hizo una mueca—. Será mejor que os deis prisa, antes de que una inundación de refugiados nos haga salir del mismo Viking. Ponte en contacto con las fuentes confidenciales de allí, hasta el nivel más alto que puedas. ¿Qué alternativa le queda ahora a Pell más que adherirse a la Unión? La Compañía no ayuda nada. La Flota es un añadido a nuestro problema. No podemos resistir eternamente. La política de Konstantin acabará con una revuelta aquí antes de que se haya completado todo, y ya es hora de cambiar la guardia. Acláraselo bien a la Unión. Ya entiendes… ellos consiguen un aliado, y nosotros… tanto como podemos conseguir de la asociación. En el peor de los casos, esa segunda puerta para saltar a través de ella. Si Pell aguanta, pues nos quedamos aquí, tranquilos y seguros; si no, saldremos mejor librados que otros, ¿no os parece?

—Y yo soy el que arriesga el cuello —dijo Dayin.

—¿Preferirías estar aquí cuando la revuelta rompa finalmente esas barreras? ¿O prefieres tener la posibilidad de obtener algunas ventajas personales de una oposición agradecida… de forrarte el bolsillo? Estoy seguro de que prefieres esto último, como también lo estoy de que te lo habrás merecido.

—Muy generoso —comentó amargamente Dayin.

—Aquí la vida no va a mejorar —dijo Jon—. Puede llegar a ser muy incómoda. Es un riesgo, pero ¿qué no lo es? Dayin asintió lentamente.

—Buscaré los datos necesarios para conseguir una tripulación.

—Sabía que lo harías.

—Confías demasiado, Jon.

—Sólo en este lado de la familia, jamás en los Konstantin. Angelo debió haberme dejado allá en Downbelow. Probablemente desearía haberlo hecho. Pero el consejo votó de otro modo, y a lo mejor habrá sido una suerte para ellos. Tal vez…

X

Pell; 5/23/52

—Siéntese, por favor.

Siempre eran corteses, siempre le llamaban «señor Talley» y nunca por su cargo. O quizá querían dejar bien claro que allí los unionistas seguían siendo rebeldes y carecían de cargo. Tal vez le odiaran, pero la amabilidad con que le trataban era perfecta, lo cual le asustaba, porque sospechaba que era falsa.

Le dieron más documentos para que los rellenara. Un médico se sentó ante él y trató de explicarle los procedimientos con detalle.

—No quiero oír eso. Sólo quiero firmar los papeles. Llevamos ya varios días así. ¿Es que no es suficiente?

—Las pruebas que le hicimos han mostrado falta de sinceridad —dijo el médico—. Mintió usted y falseó muchas respuestas durante la entrevista. Los instrumentos indicaron que estaba mintiendo, o que se encontraba bajo una fuerte tensión. Le pregunté por el motivo y usted dijo que no había ninguno.

—Deme la pluma.

—¿Le está coaccionando alguien? Sus respuestas quedan grabadas.

—Nadie me coacciona.

—Eso también es falso, señor Talley.

—No. —Intentó en vano evitar el temblor de su voz.

—Normalmente tratamos con criminales, que también tienden a mentir. —El doctor le tendió la pluma—. A veces, muy raramente, con alguien que busca su propio confinamiento. Es una forma de suicidio. Desde el punto de vista médico, tiene derecho a hacerlo, con algunas restricciones legales, y siempre que haya sido aconsejado y comprenda bien lo que hace. Si continúa usted su terapia de acuerdo con el programa, debería volver a desempeñar sus funciones en cosa de un mes, y obtener la independencia legal en otros seis meses. En cuanto al restablecimiento definitivo… ya comprenderá que puede haber un obstáculo permanente para su capacidad de actuar en relación con otras personas, y que podría haber otros obstáculos psicológicos o físicos…

El joven le arrebató la pluma y firmó los papeles, que fueron recogidos y revisados por el médico. Finalmente éste se sacó otro papel de un bolsillo y lo empujó al otro lado de la mesa. Era un trozo de papel arrugado y con muchos dobleces.

Talley lo alisó y vio una nota con media docena de firmas. Decía: «Su cuenta en el ordenador de la estación tiene 50 créditos, para cualquier cosa que desee aparte de su ocupación principal». Lo habían firmado seis guardianes de prevención, los hombres y mujeres con los que jugaba a las cartas. Le habían abierto la cuenta con dinero de sus propios bolsillos. Las lágrimas le empañaron los ojos.

—¿Quiere cambiar de idea? —le preguntó el médico. Él negó con la cabeza y dobló el papel.

—¿Puedo quedármelo?

—Lo guardarán junto con sus demás efectos personales. Lo recuperará todo cuando lo liberen.

—Entonces no importará, ¿verdad?

—En ese momento no —dijo el médico—. No durante algún tiempo.

El joven le devolvió el papel.

—Le daré un tranquilizante.

El médico llamó a un asistente que entró con una taza de un líquido azul. El prisionero lo aceptó, lo tomó y no sintió ningún efecto.

El médico colocó ante él unas hojas de papel en blanco y puso la pluma al lado.

—Escriba sus impresiones de Pell. ¿Lo hará?

Empezó a hacerlo. Le habían pedido cosas más extrañas durante los días en que le habían sometido a las pruebas. Escribió un párrafo, diciendo cómo le habían interrogado los guardianes y finalmente lo que sentía del tratamiento que le dieron. Las palabras empezaron a llenar los márgenes. Después, ya no escribía en el papel. Había rebasado el borde, escribía sobre la mesa y no podía encontrar el camino de regreso. Las letras se apelotonaban, enmarañadas.

El doctor alargó la mano y le quitó la pluma.

XI

Pell; 5/28/52

Damon echó un vistazo al informe que tenía sobre la mesa. No era el procedimiento a que estaba acostumbrado, aquella ley marcial que imperaba en la sección de cuarentena. Era tosco y precipitado, y llegó a su mesa junto con tres videocassettes y un rimero de formularios que condenaban a cinco hombres a Corrección.

Vio la película apretando las mandíbulas. En la gran pantalla de la pared se sucedían las escenas de la revuelta, y se estremeció al contemplar los asesinatos. No había dudas sobre los crímenes ni la identificación de los criminales. Con el montón de casos que había inundado la oficina, no había tiempo para reconsideraciones o finuras. Estaban tratando con una situación que podía dar al traste con toda la estación, haciendo de ella un duplicado de lo que había sucedido en la Hansford. Cuando las instalaciones que permitían la habitabilidad estaban amenazadas, cuando los hombres eran lo bastante insensatos para encender hogueras en las plataformas de una estación… o atacar a los policías con cuchillos de cocina…

Cogió los expedientes separados de los demás y tecleó en el ordenador para recibir la autorización en el papel listado. Aquello no era justo, pues se trata de los cinco a los que la policía de seguridad había logrado echar el guante, sólo cinco culpables entre muchísimos más. Pero eran cinco que no volverían a matar, ni amenazarían la frágil estabilidad de una estación en la que vivían muchos miles de individuos. Escribió «Corrección total», lo cual significaba reestructuración de la personalidad. El proceso sacaría a relucir la injusticia si la había cometido. El interrogatorio determinaría la inocencia en el caso improbable de que la hubiera. Lo que estaba haciendo le repugnaba y asustaba. La ley marcial era demasiado repentina. Su padre se había pasado la noche entera debatiéndose antes de tomar semejante decisión, que había sido aprobada por una junta.