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—¿Señor?

—Tú, tu hermano, Elene y Miliko… piensa en ello, ¿quieres?

—No —dijo Damon—. ¿Salir corriendo? ¿Crees que eso es lo que se avecina?

—Imagina las posibilidades, Damon. No obtuvimos ayuda de la Tierra, sino sólo observadores. Están pensando en reducir sus pérdidas no enviándonos refuerzos o naves. No. Nos estamos hundiendo más y más. Mazian no puede aguantar indefinidamente. Los talleres de Mariner eran vitales. Pronto le tocará el turno a Viking, y todo aquello de lo que la Unión quiera apoderarse. La Unión está cortando los suministros a la Flota. La Tierra ya lo ha hecho. Nos hemos quedado sin nada excepto espacio para huir.

—Las Estrellas Posteriores… ya sabes que se ha hablado de reabrir una de esas estaciones.

—Es un sueño. Jamás tendremos la oportunidad de hacerlo. Si la Flota va allá… la Unión las convertiría en un blanco, igual que a nosotros, y con la misma rapidez. Es un deseo absolutamente egoísta, pero quisiera ver a mis hijos fuera de aquí.

Damon había palidecido intensamente.

—No, de ninguna manera.

—No seas tan noble. Preferiría tu seguridad a tu ayuda. Las cosas no van a irles bien a los Konstantin en los próximos años. Si nos apresan, eso significará el lavado de cerebro. Te preocupas por tus criminales, pero piensa en ti mismo y en Elene. Esa es la solución de los unionistas… marionetas en las oficinas, poblaciones gestadas en los laboratorios para llenar el mundo… Arrasarán Downbelow y construirán. Que el cielo ayude a los nativos. Cooperaría con ellos, igual que tú, para mantener a Pell a salvo de los peores excesos; pero ellos no se conformarán con tanta facilidad, y no quiero veros en sus manos. Somos sus objetivos, estamos en su punto de mira. He pasado toda mi vida en esa condición. No creo que sea pedir demasiado hacer una sola cosa egoísta, salvar a mis hijos.

—¿Qué ha dicho Emilio?

—Emilio y yo todavía lo estamos discutiendo.

—Te ha dicho que no. Bien, yo te digo lo mismo.

—Tu madre hablará contigo.

—¿Vas a enviarla a ella?

—Angelo frunció el ceño.

—Ya sabes que eso no es posible.

—Sí, lo sé. Yo tampoco voy, y no creo que Emilio lo haga. Si lo hace tendrá mi bendición, pero no le acompañaré.

—Entonces es que no comprendes nada —dijo Angelo secamente—. Luego hablaremos de ello.

—No lo haremos —replicó Damon—. Si nosotros nos marchásemos, aquí cundiría el pánico, lo sabes muy bien. Sabes la impresión que daría, aparte, claro, de que yo no me voy.

Era cierto. Angelo no tenía ninguna duda al respecto.

—No —repitió Damon, y puso la mano sobre la de su padre, se levantó y salió.

Angelo se quedó mirando la pared, donde, sobre un estante, estaban los retratos tridimensionales: Alicia antes del accidente, Alicia joven, acompañada por él; Damon y Emilio en diferentes etapas de su infancia y adolescencia, sus esperanzas, las esperanzas de nietos. Miró todas las figuras reunidas allí, calculó lo que sumaban todas aquellas edades y reconoció que en adelante los buenos días serían menos.

En cierto modo estaba enojado con sus muchachos y, por otro lado, se sentía orgulloso. Él los había educado para que fueran como eran.

Y entonces escribió al Emilio de los retratos, a su hijo en Downbelow.

«Emilio, tu hermano te envía cariñosos recuerdos. Envíame todos los nativos cualificados de los que puedas prescindir. Te mando mil voluntarios de la estación. Adelante con la nueva base si tienen que almacenar equipo en ella. Pide ayuda a los nativos, a cambio de alimentos. Te quiero». Luego envió un mensaje al departamento de seguridad: «No procesen a aquellos que ofrezcan una posibilidad de no comportarse violentamente. Vamos a enviarlos a Downbelow como voluntarios».

No se le ocultaba a donde conducía aquello. Los peores se quedarían en la estación, junto al corazón y el cerebro de Pell. Transferir a los delincuentes y controlarlos como es debido era lo que algunos pedían con insistencia. Pero los acuerdos con los nativos eran frágiles, como frágil era la dignidad de los técnicos a los que habían persuadido para que fueran allí, a chapotear en el barro y vivir en condiciones primitivas… No podía transformarse en una colonia penitenciaria, porque significaba la vida, era el organismo vivo de Pell, y él se negaba a violarlo, a arruinar todos los sueños que habían tenido acerca de su futuro.

Había momentos sombríos en los que pensaba en preparar un accidente en el que se podría descomprimir toda la sección de cuarentena. Era una idea incalificable, la solución de un loco, matar a millares de inocentes junto con los indeseables… admitir aquellas naves cargadas una tras otra y tener un accidente detrás de otro, manteniendo a Pell libre de la carga que representaban. Damon perdía el sueño por cinco hombres. Él había empezado a meditar en el horror absoluto.

Entonces reflexionó en lo que supondría aquello, en la clase de vida con que se encontrarían cuando hubieran convertido a Pell en un estado policiaco, y se estremeció. Sus convicciones, que eran las mismas que Pell había tenido siempre, le impedirían llegar a extremos semejantes.

Una voz interrumpió sus pensamientos, con el tono agudo de las transmisiones procedentes de la central.

—Señor, hay tráfico que se dirige aquí.

—Pásame los datos. —Tragó saliva mientras el esquema aparecía en su pantalla. Eran nueve naves—. ¿Quiénes son?

—El transporte Atlantic —le informó la voz de la central—. Señor, tienen ocho cargueros en convoy. Solicitan ensamblar. Advierten que hay condiciones peligrosas a bordo.

—Denegado —dijo Angelo—. No hasta que lleguemos a un acuerdo. —No podían aceptar a tantos; era sencillamente imposible. No podía repetirse la misma situación que se había producido con Mallory. El ritmo de su corazón se aceleró hasta resultarle doloroso—. Póngame con Kreshov de la Atlantic. Pónganme en contacto.

En el otro extremo rechazaron el contacto. La nave de guerra haría lo que le viniera en gana. No podían hacer nada para evitarlo.

El convoy penetró en la estación, silencioso, amenazante con la carga que llevaba, y Angelo oprimió el botón de alerta para poner en marcha los dispositivos de seguridad.

XII

Downbelow: Base principal; 5/28/52

Seguía cayendo la lluvia mientras los truenos remitían. Tam-utsa-pitan observaba el ir y venir de los humanos, rodeándose las rodillas con los brazos, los pies desnudos hundidos en el barro y el agua goteando lentamente de su pelaje. Muchas de las cosas que hacían los humanos no tenían sentido, carecía de una utilidad palpable. Puede que fueran útiles para los dioses, o que estuvieran locos. Pero las tumbas… los hisa comprendían esa cosa triste; comprendían que se vertieran lágrimas detrás de las máscaras. Los observaba, balanceándose ligeramente, hasta que los últimos humanos se marcharon, dejando sólo el barro y la lluvia en aquel lugar donde los humanos enterraban a sus muertos.

Y cuando llegó la hora, se levantó y se encaminó al lugar de los cilindros y las tumbas, sus plantas desnudas chapoteando en el barro. Habían echado tierra encima de Bennett Jacint y los otros dos. La lluvia convertía el lugar en un gran lago, pero ella había estado observando. No sabía nada de las marcas que los humanos usaban como signos para comunicarse cosas, pero sabía cuál era la que convenía allí.

Llevó consigo un largo palo, que había hecho el Diablo. Caminaba desnuda bajo la lluvia, excepto por los adornos de cuentas y las pieles que se había enrollado al hombro. Se detuvo encima de la tumba, cogió el palo con ambas manos y lo hincó con fuerza en el barro blando. Colocó el rostro del espíritu de forma que mirase hacia arriba tanto como fuera posible, y alrededor de sus proyecciones colgó las cuentas y las pieles, arreglándolas con cuidado, a pesar de la cortina de lluvia.