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Oyó el ruido de pisadas chapoteando en los charcos y el siseo de la respiración humana. Se volvió y saltó a un lado, asustada de que la hubiera sorprendido un humano, y miró el rostro cubierto por la máscara del respirador.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó el hombre.

Ella se enderezó y se limpió las manos embarradas en los muslos. Su desnudez la azoraba, pues sabía que turbaba a los humanos. No tenía respuestas para un humano. Este miró el palo del espíritu clavado en la tumba, la miró a ella. Lo que pudo ver en su rostro indicaba menos enojo de lo que había prometido el tono de su voz.

—¿Bennett? —le preguntó el hombre.

Ella asintió con la cabeza, todavía inquieta. Cuando oyó el nombre las lágrimas pugnaron por asomar a sus ojos. También ella sentía enojo, le airaba que Bennett hubiera muerto y otros permanecieran vivos.

—Soy Emilio Konstantin —dijo el hombre, y ella se irguió más aún, liberada de la tensión—. Te doy las gracias en nombre de Bennett Jacint. Él te lo habría agradecido.

—Konstantin-hombre —dijo ella, tocándole. Era un hombre tan alto como su rango—. Amor a Bennett-hombre, todo amor a Bennett-hombre. Buen hombre. Decía ser amigo. Todos los nativos están tristes. —Aquel alto Konstantin-hombre le puso un brazo en el hombro, y ella se volvió, le rodeó con su brazo y apoyó la cabeza en su pecho, abrazándole solemnemente, sintiendo el contacto húmedo y repulsivo de las ropas amarillas—. Buen Bennett puso a Lukas furioso. Buen amigo para nativos. Lástima que se ha ido. Pena, pena, Konstantin-hombre.

—Lo sé —dijo él—. He oído lo que ocurrió aquí.

—Konstantin-hombre buen amigo. —Alzó el rostro y miró sin temor la extraña máscara que daba a aquel ser un aspecto horrible—. Amor a los buenos hombres. Nativos trabajan duro, trabajan duro, duro para Konstantin. Te dan regalos. No te vayas más.

Lo decía con sinceridad. Habían aprendido cómo eran los Lukas. Se decía en todo el campamento que debían portarse bien con los Konstantin, los cuales habían sido siempre los mejores humanos, que les llevaban más regalos de los que los hisa podían darles.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó él, acariciándole la mejilla—. ¿Cómo podemos llamarte?

Ella sonrió de súbito, complacida por su amabilidad, se acarició su pelaje liso y brillante, ahora apelmazado por la humanidad, con un gesto de coquetería.

—Los humanos me llaman Satén —le dijo, y se echó a reír, pues su verdadero nombre era unas palabras hisa, pero Bennett le había llamado así por su vanidad, y le había dado un trozo de paño rojo, que ella llevó hasta que estuvo hecho jirones y que aún conservaba como un tesoro entre sus bienes espirituales.

—¿Querrás acompañarme? —le preguntó él, refiriéndose al campamento de los humanos—. Me gustaría hablar contigo.

Ella se sintió tentada, pues aquello significaba un favor, pero entonces pensó con tristeza en su deber y se apartó, cruzándose de brazos, deprimida por la pérdida de amor.

—Me quedo —le dijo. —Con Bennett.

—Hago que el espíritu mire al cielo —explicó ella, señalando el palo del espíritu—. Mira al hogar.

—Ven mañana —le pidió él—. Tengo que hablar con los hisa.

Ella echó atrás la cabeza y le miró sorprendida. Pocos humanos les llamaban por el nombre de su raza, y le resultaba extraño oírlo.

—¿Llevo a otros?

—A todos los importantes, si están dispuestos a ir. Necesitamos a los hisa allá arriba, con buenas manos, que sepan trabajar. Tenemos que hacer cambios en Downbelow… espacio para más hombres.

Ella extendió la mano hacia las colinas y la llanura abierta, que se perdía en el horizonte.

—Hay espacio.

—Pero los importantes tendrán que decirlo. La nativa se echó a reír.

—Lo consultarán con los espíritus. Yo, Satén, doy todo esto a Konstantin-hombre. Todo tuyo. Yo doy, tú tomas. Todo a cambio de muchas cosas buenas. Todas felices.

—Ven mañana —dijo él, y se alejó. Su alta figura embutida en las ropas amarillas resultaba extraña bajo la lluvia sesgada.

Satén-Tam-utsa-pitan se sentó sobre sus talones, con la lluvia cayendo en su espalda inclinada y derramándose sobre su cuerpo, y contempló la tumba, en cuya parte superior se formaban charcos.

Aguardó. Finalmente llegaron otros, menos acostumbrados a los hombres. Dalut-hos-me era uno, que no compartía el optimismo de su compañera respecto a ellos. Pero incluso él había amado a Bennett.

No todos los hombres eran iguales. Eso, al menos, habían aprendido los hisa.

Satén se apoyó en Dalat-hos-me, nombre que significaba «el sol que brilla entre nubes», en la oscura noche de su larga vigilia, y con este gesto le complació. Había comenzado a dejar regalos ante su estera al inicio de aquel invierno, confiando en la primavera.

—Quieren hisa allá arriba —dijo ella—. Quiero ver cómo es aquello. Lo deseo.

Siempre lo había deseado, desde el tiempo en que oyera a Bennett hablar de aquel sitio. De allí procedían los Konstantin (y los Lukas, pero rechazó este pensamiento). Imaginaba que sería tan brillante y estaría tan lleno de regalos y cosas buenas como todas las naves que procedían de allí, trayéndoles bienes y buenas ideas. Bennett le había hablado de un gran lugar metálico que tendía sus brazos al sol para beber su fuerza, donde naves mayores que las que jamás habían imaginado entraban y salían como gigantes.

Todas las cosas fluían a aquel lugar y venían de él. Y ahora Bennett se había ido, abriendo un «tiempo» en la vida de Satén bajo el sol. Era una forma de peregrinaje, aquella travesía que ella deseaba realizar para señalar este «tiempo», como ir a las imágenes de la llanura, como la noche de sueño a la sombra de las imágenes.

También les habían dado a los humanos imágenes para el lugar de allá arriba, para que las contemplaran allí. Estaba en lo cierto al llamarlo un peregrinaje. Y el «tiempo» contemplaba a Bennett, que llegaba de aquella travesía.

—¿Por qué me lo dices? —le preguntó Dalut-hos-me.

—Mi primavera será allá arriba.

Él se aproximó, haciéndole sentir su calor. La rodeó con un brazo.

—Entonces también iré.

Era cruel, pero el deseo de aquel primer viaje era irreprimible. Y el deseo que Dalut sentía por ella crecería cuando pasara el gris invierno y empezaran a pensar en la primavera, en los vientos cálidos y la desaparición de las nubes. Y Bennett, frío en la tierra, se habría reído con su extraña risa humana y les habría deseado la felicidad.

En eso pensaban siempre los hisa, en la primavera y en el nido.

XIII

Pelclass="underline" Sector azul cinco; 5/28/52

La comida estaba fría de nuevo. Todos ellos habían regresado muy tarde, extenuados por las tensiones de la jornada, el incremento de los refugiados y del caos. Damon comió en silencio y al fin, dándose cuenta de que estaba demasiado absorto, alzó la vista y descubrió que Elene también estaba sumida en sus reflexiones. Últimamente, aquello era un hábito entre ellos, algo que turbaba a Damon, el cual alargó la mano para tomar la de la mujer, que descansaba junto a su plato. Ella movió la mano para entrelazarla con la suya, el cansancio de las horas de trabajo excesivo reflejado en su rostro. Pero, en cierto modo, aquella fatiga era una especie de remedio, puesto que le impedía pensar demasiado. Nunca hablaba de la Estelle. En realidad, hablaba muy poco. Damon pensaba que tal vez tenía poco que decir porque trabajaba demasiado.