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—Hoy he visto a Talley —le dijo él con voz ronca, tratando de romper el silencio, distraerla, por triste que fuera el tema—. Parecía… tranquilo, como si no sintiera la menor angustia.

Ella le apretó la mano.

—Entonces, después de todo, hiciste lo que era mejor para él, ¿verdad?

—No lo sé. Creo que no hay forma de saberlo.

—Él lo pidió.

—Sí, lo pidió.

—Hiciste cuanto estuvo en tu mano. No tenías otra alternativa.

—Te quiero.

Ella sonrió. Sus labios temblaron hasta que ya no pudieron retener la sonrisa.

—¿Elene?

La mujer retiró la mano.

—¿Crees que podremos conservar Pell?

—¿Temes que no sea posible?

—Temo que lo creas tú.

—¿Qué clase de razonamiento es ése?

—Hay cosas que no quieres comentar conmigo.

—No me vengas con acertijos. No los adivino con facilidad, ya lo sabes.

—Quiero un hijo. Ahora no estoy en tratamiento. Creo que tú aún lo estás.

Él sintió que se le encendía el rostro. Por un instante pensó en mentir.

—Lo estoy. No creía que fuera el momento para hablar de ello. Todavía no.

Ella se apretó los labios, aturdida.

—No sé qué quieres —dijo él—. No lo sé. Si Elene Quen quiere un bebé, de acuerdo. Dilo. No hay ningún problema. Pero confiaba en que fuera por razones que yo conociera.

—No sé de qué me hablas.

—Has estado pensando mucho. Te he observado. Pero lo has hecho sin decir palabra. ¿Qué quieres? ¿Qué he de hacer? ¿Dejarte embarazada y permitir que te vayas? Te ayudaría si supiera cómo. ¿Qué puedo decir?

—No quiero que discutamos. No quiero peleas. Te he dicho lo que quiero.

—¿Por qué?

Ella se encogió de hombros.

—No quiero esperar más. —Frunció el ceño. Por primera vez en varios días, él tuvo la impresión de que entraba realmente en contacto con Elene—. Y puedo ver que te importa, que te preocupan mis deseos.

—Sé que a veces no escucho todo lo que dices.

—Tener un hijo o no abordo de una nave es asunto mío. La familia que vive en una nave está más unida en ciertas cosas y más separada en otras. Pero tú y tu propia familia… Lo comprendo y lo respeto.

—También yo comprendo y respeto tu hogar. Ella le dirigió una débil sonrisa, que tal vez era un ofrecimiento.

—¿Qué me dices entonces al respecto?

Las oficinas de planificación emitían terribles advertencias, aconsejaban, rogaban para que se actuara de otra manera. No se trataba sólo del establecimiento de la cuarentena, sino que la guerra se aproximaba cada vez más. Y todas las reglas se aplicaban primero a los Konstantin. Él se limitó a asentir.

—Digo que hemos dejado de esperar.

Fue como si se disolviera una sombra. El fantasma de la Estelle abandonó el lugar, el pequeño apartamento en el sector azul cinco, que era más pequeño, en el que no encajaba su mobiliario, donde todo estaba averiado. Se habían instalado allí apresuradamente, la vajilla ocupaba los armarios roperos y en la sala de estar, que servía como dormitorio por la noche, había cajas en los rincones, cajas de mimbre construidas por los nativos, que contenían lo que debería estar en los armarios del vestíbulo.

Se tendieron en el sofá-cama, y ella habló, acurrucada entre sus brazos, habló por primera vez en varias semanas hasta altas horas de la noche, dando rienda suelta a un flujo de recuerdos que nunca había compartido con él, en todo el tiempo que llevaban juntos.

Damon intentó pensar en lo que ella había perdido en la Estelle, en su nave, como aún la llamaba. La hermandad, el clan. Los estacionados hablaban de la moral que reinaba en las naves mercantes, pero él no podía representarse a Elene entre los demás, como ellos, mercaderes pendencieros que salían de sus naves para correrse una juerga en los establecimientos de las plataformas y acostarse con cualquiera que estuviese dispuesto. Jamás podría creer eso.

—Créelo —le dijo ella, y su aliento le rozó el hombro—. Así es como vivimos. ¿Qué deseas en lugar de eso? ¿La endogamia? En aquella nave estaban todos mis primos.

—Tú eras diferente —insistió él.

La recordó como era la primera vez que la vio, en su oficina, adonde había ido para hablar de un asunto relacionado con los líos de su primo… siempre más callada que las otras. Una conversación, un nuevo encuentro, y otro. Un segundo viaje… y Pell otra vez. Ella nunca había ido de parranda con sus primos, no había frecuentado los lugares favoritos de los mercaderes, sino que había ido a él, había pasado con él aquellos días en la estación. Y no volvió a subir a bordo. Los mercaderes rara vez se casaban. Elene lo había hecho.

—No —replicó ella—. eras diferente.

—¿Hubieras aceptado el hijo de cualquier hombre?

Aquella idea le turbaba. No le había preguntado jamás a Elene ciertas cosas porque creía saberlas. Y Elene nunca le había hablado de aquel modo. Comenzó tardíamente a revisar todo aquello que creía saber, lo cual le hirió y le hizo rebelarse. No, él seguiría creyendo y confiando en Elene.

—¿Cómo si no podríamos conseguirlos? —preguntó ella, haciendo uso de una lógica extraña pero clara—. Los queremos, ¿crees que no? Ellos pertenecen a toda la nave. Pero ahora no hay ninguno. —De repente podía hablar de aquello, y Damon percibió que la tensión decrecía, se escapaba de ella con un suspiro—. Todos se han ido.

—Llamabas padre a Elt Quen, y madre a Tia James. ¿Era eso cierto?

—Él era mi padre, y ella lo sabía… Abandonó una estación para ir con él. Pocas lo hubieran hecho.

Nunca le había pedido a él que lo hiciera, y a Damon nunca se le había ocurrido esa posibilidad. Pedir a un Konstantin que abandonara Pell… Se preguntó si lo habría hecho, y sintió una honda inquietud. «Sí, lo habría hecho», se dijo. «Podría haberlo hecho».

—Sería duro —admitió—. Lo fue para ti. Ella asintió, moviéndose contra su brazo.

—¿Lo lamentas, Elene?

La mujer respondió con un ligero movimiento de la cabeza.

—Es tarde para hablar de estas cosas —dijo él—. Ojalá lo hubieses planteado. Ojalá hubiésemos sido lo suficientemente sinceros para plantear los problemas. Eran tantas las cosas que desconocíamos…

—¿Y eso te parece mal?

Él la atrajo hacia sí, la abrazó y la besó a través de un velo de cabello, que después apartó a un lado. Por un momento pensó en decir que no, pero entonces decidió no decir nada.

—Ya has visto a Pell. ¿Te das cuenta de que jamás he estado en una nave mayor que un transbordador? ¿Que nunca he salido de esta estación? Hay cosas que no sé cómo son, ni siquiera imaginarlas. ¿Me comprendes? No sabría qué preguntar sobre ellas.

—Hay cosas sobre las que yo tampoco sabría cómo preguntarte.

—¿Qué me preguntarías?

—Acabo de hacerlo.

—No sabría decir sí o no, Elene. No sé si podría haber abandonado Pell. Te quiero, pero ignoro si podría haber hecho eso… habiéndote tratado durante tan poco tiempo. Y eso me inquieta, porque es algo que nunca se me había ocurrido… ya que sólo pensaba en cómo podría hacerte feliz en Pell.

—Es más fácil para mí estar aquí durante cierto tiempo que para un Konstantin desarraigarse de Pell. Hacer una pausa es fácil, las hacemos continuamente. Pero jamás había pensado en desvincularme de la Estelle, como tú nunca te habías planteado adaptarte a lo que hay ahí afuera. Ya me has respondido.

—¿Cómo te he respondido?

—Diciéndome lo que te molesta.