Aquello le dejó perplejo. Lo hacemos continuamente. Le asustaba lo que implicaban estas palabras, pero ella siguió hablando, tendida junto a él, sobre algo más trascendente, sobre sentimientos profundos. Cómo era la infancia para quien vive en una nave mercante. La primera vez que había puesto pie en una estación, cuando tenía doce años, la asustaron los rudos estacionados, los cuales suponían que una muchacha de una nave mercante era presa fácil. Le habló de un primo suyo que murió en Mariner años atrás, acuchillado durante una pelea con un estacionado, sin comprender siquiera los celos del estacionado que le había matado.
Y una cosa increíble… que con la pérdida de su nave, se había resentido el orgullo de Elene. El orgullo…, la idea le hizo reflexionar, y por algún tiempo permaneció mirando el techo oscuro, pensando en ello.
El nombre había sido degradado… una posesión como la nave. Alguien lo había degradado, de un modo demasiado anónimo para que tuviera un enemigo determinado y el objetivo de hacer que se lo restaurase. Por un momento pensó en Mallory, en la gran arrogancia de una casta de élite, la aristocracia privilegiada. Mundos cerrados con leyes propias, donde nadie tenía propiedad y todos la tenían: la nave y todos cuantos pertenecían a ella. Los mercaderes que le escupirían a la cara de un jefe de plataforma, se retirarían gruñendo cuando lo ordenase una Mallory o un Quen. Ella sentía pesar por haber perdido la Estelle, y era lógico que así fuera, pero también sentía vergüenza, porque no había estado allí cuando importaba que estuviera. Pell la había colocado en las oficinas de las plataformas, donde podía utilizar la reputación que tenían los Quen, pero ahora no tenía nada a sus espaldas, nada salvo la reputación de que no había estado allí para prestar sus servicios. Su nombre extinguido, borrado de la nave. Tal vez percibía la comprensión de parte de otros mercaderes, y aquello sería lo más amargo de todo.
Le había pedido una cosa, y él la había defraudado sin discutirlo, sin ver…
—El primer hijo —murmuró Damon, volviendo la cabeza en la almohada para mirarla— será un Quen. ¿Me oyes Elene? Pell ya tiene bastantes Konstantin. Mi padre puede enfurruñarse, pero lo comprenderá, y mi madre también. Creo que es importante que sea así.
Ella empezó a llorar, como nunca lo había hecho en su presencia, no sin tratar de impedirlo. Le rodeó con sus brazos y permaneció así hasta la mañana.
XIV
Estación Viking; 6/5/52
Viking estaba a la vista, reluciente a la luz de una estrella furibunda. Minería, industria de metales y minerales… ése era su sostén. Segust Ayres, en el puente del carguero, observaba la imagen en las pantallas.
Algo fallaba. En el puente se oían los susurros de alarma que pasaban de una estación a otra, y los ceñudos rostros de los tripulantes reflejaban la turbación que sentían. Ayres miró a sus tres compañeros. También ellos se habían percatado de que las cosas no iban bien y estaban inquietos, todos ellos procurando esquivar los procedimientos que obligaban a los oficiales a ir de una estación a otra con fines de supervisión.
Otra nave entraba con ellos. Ayres tenía suficientes conocimientos para interpretar lo que significaba. Avanzó hasta aparecer en las pantallas, y era evidente que las naves no podían navegar tan cerca, a tan escasa distancia de la estación. Era una nave grande, con muchas aspas.
—Está en nuestro pasillo —dijo el delegado Marsh. La nave se acercó más a ellos, y el capitán mercante se levantó de su asiento y se dirigió a los demás.
—Tenemos problemas. Nos están escoltando al interior. No reconozco a la nave que nos acompaña, pero es militar. Francamente, no creo que estemos ya en espacio de la Compañía.
—¿Va a cambiar de rumbo y huir? —preguntó Ayres.
—No. Puede usted ordenarlo, pero no lo haremos. No comprende cómo son las cosas. Estamos en el espacio abierto y a veces las naves tienen sorpresas. Aquí ha sucedido algo y nos hemos metido en ello. Estoy enviando constantemente avisos para que no disparen. Entraremos apaciblemente. Y si tenemos suerte, nos dejarán partir de nuevo.
—Cree que la Unión está aquí.
—Sólo existimos ellos y nosotros, señor.
—¿Y nuestra situación?
—Muy incómoda, señor. Pero es necesario correr el albur. No puedo darle seguridades de que no detendrán a su gente. No, señor. Lo siento.
Marsh empezó a protestar, pero Ayres le detuvo con un gesto de su mano.
—No. Le sugiero que vayamos a tomar un trago en la sala principal y nos limitemos a esperar allí, hablando del asunto.
Las armas ponían nervioso a Ayres. Caminando entre jóvenes armados con rifles por una plataforma muy similar a la de Pell, usando un ascensor a la vez que ellos. Aquellos jóvenes tan parecidos a los de otras estaciones que conocía. Sintió que le faltaba aire y se preocupó por sus compañeros, que estaban aún custodiados cerca del ensambladero de la nave. Todos los soldados que había visto al cruzar la plataforma del Viking parecían salidos del mismo molde, con sus monos verdes a manera de uniforme, como un mar que anegaba la plataforma empequeñeciendo a los pocos civiles visibles. Había armas por todas partes, y más allá de la curva ascendente de las plataformas todo estaba desierto. No habían suficientes residentes, eran mucho menos numerosos que en Pell, a pesar de que toda la estación Viking estaba rodeada de cargueros ensamblados. Ayres pensó que estaban atrapados, aunque trataban cortésmente a las tripulaciones de los mercantes —los soldados que habían abordado su propia nave habían sido fríamente corteses— pero no le cabía duda alguna de que ninguna nave se iría de allí, ni la que les había llevado a ellos ni ninguna otra.
El ascensor se detuvo en un nivel superior.
—Salga —dijo el joven capitán, y le indicó el pasillo de la izquierda con un movimiento del cañón de su rifle.
El oficial no tendría más de dieciocho años. Tanto hombres como mujeres llevaban el pelo cortado al rape, y todos aparentaban más o menos la misma edad. Salieron tras él, en número muy superior al que requeriría un hombre de su edad y su estado físico. A lo largo del corredor que llevaba a unas oficinas con ventanas, se alineaban más guardianes, con los rifles preparados en una actitud de alerta. Todos de unos dieciocho años, con el mismo corte de pelo, con idéntico aspecto. Aquello fue lo que más llamó la atención: el aspecto agradable que todos tenían era algo extraño, como si la belleza hubiera muerto, como si ya no existiera distinción alguna entre unos seres y otros. Entre aquella gente, una cicatriz, un defecto de cualquier clase habría sido notorio por su exotismo. Entre ellos no había lugar para la gente poco agraciada. Las proporciones de hombres y mujeres figuraban dentro de ciertos límites, todas similares, aunque su color y sus facciones variaban. Eran como maniquíes. Recordó a los soldados cubiertos de cicatrices del Norway, y al capitán de la nave, con el pelo grisáceo, el desprestigio de su equipo, los modales de los hombres, que no parecían tener idea de la disciplina, sucios, con cicatrices, viejos. En aquella estación no había nada semejante, ni rastro de imperfección.
Se estremeció en lo más hondo de su ser, sintió frío en las entrañas mientras caminaba entre los maniquíes, entraba en las oficinas y continuaba hasta otra cámara donde algunos hombres y mujeres de más edad se sentaban ante la mesa. Le alivió ver que algunos tenían el pelo gris, defectos y exceso de peso.
—El señor Ayres —le anunció un maniquí, rifle en mano—. Delegado de la Compañía. —El maniquí se adelantó para depositar las credenciales que le había confiscado sobre el escritorio, delante de la figura central, una pesada mujer de pelo gris, la cual ojeó los papeles y alzó la cabeza con un leve fruncimiento de entrecejo.