—Bueno, nos hemos librado de Bran Hale —comentó.
Llegaron a la brecha entre las colinas, cruzaron el puente sobre las conducciones de agua y ascendieron de nuevo. Dentro de Operaciones, el muchacho estaba bajo los cuidados del médico, y un par de técnicos armados con pistolas vigilaban nerviosos a los dos hombres de cuarentena que lo habían llevado allí. Emilio les hizo una seña y los dos enfundaron sigilosamente las armas. Parecían conmocionados por el conjunto de la situación.
Emilio pensó que eran neutrales. Se hubieran ido con el ganador, cualquiera que fuese, en caso de que hubiera habido una pelea allá afuera, sin ponerse de su parte. Y esa certidumbre no le enfurecía, sólo le decepcionaba.
—¿Está bien, señor? —le preguntó Jim Ernst. Él asintió y permaneció de pie, mirando, con Miliko a su lado.
—Llama a la estación —ordenó al cabo de un momento—. Di que la situación está controlada.
Se acurrucaron en el espacio oscuro que les habían destinado los humanos, en la gran panza vacía de la nave, amedrentados por el retumbar de los motores. Tenían que utilizar los respiradores, lo cual era la primera entre las incomodidades que posiblemente les aguardaban. Se aferraron a los pasamanos, como los humanos les habían dicho que hicieran para asegurarse, y Satén abrazó a Dienteazul-Da-lut-hosme. Detestaba aquel lugar, el frío y la incomodidad de los respiradores, y estaba asustada porque les habían dado instrucciones para su seguridad. Nunca había pensado en las naves como objetos con paredes y techos, elementos que le causaban desasosiego, jamás había imaginado el vuelo de las naves como algo tan violento que pudiera causarles la muerte, sino como algo magnífico y delirante, como la sensación de libertad que deben experimentar los pájaros al remontarse en el cielo. Apoyada en los cojines que les habían dado los humanos, se estremecía sin remedio, y se daba cuenta de que Dienteazul temblaba también.
—Podríamos regresar —dijo él, pues no había sido idea suya aquel viaje.
Ella no dijo nada y apretó las mandíbulas para reprimir los deseos de gritar que sí, que deberían llamar a los humanos y decirles que dos nativos muy pequeños y desgraciados habían cambiado de idea.
Entonces se incrementó el sonido de los motores. Satén sabía qué era aquello, porque lo había oído con frecuencia. Y ahora le producía un profundo horror.
—Veremos el gran Sol —dijo a su compañero, ahora que ya no podían hacer nada—. Veremos el hogar de Bennett. Dienteazul la abrazó con más fuerza.
—Bennett —repitió. Aquel nombre los consolaba—. Bennett Jacint.
—Veremos las imágenes-espíritus de allá arriba.
—Veremos el Sol.
Tuvieron la impresión de un gran peso sobre ellos y notaron el movimiento. Dienteazul le apretó la mano hasta hacerle daño, pero ella oprimió la de su compañero con igual firmeza. A Satén se le ocurrió que podría aplastarles aquella gran fuerza que los humanos soportaban, que quizá los humanos los habían olvidado allí, en las profundas entrañas de la nave. Pero no podía ser, porque los nativos iban y venían, los hisa sobrevivían a aquella gran fuerza, volaban y veían todas las maravillas de allá arriba, caminaban por un lugar desde donde podían ver, abajo, las estrellas, y miraban al gran Sol, llenaban sus ojos de cosas buenas. Estaban en primavera y ambos habían empezado a sentir el calor. Ella había elegido el viaje que haría, el más largo de todos, y el más alto de todos los lugares, donde pasaría la primavera.
La presión se suavizó, pero la sensación de movimiento continuaba y siguieron abrazados. Les habían advertido que volarían a un lugar muy lejano y que no debían soltarse hasta que llegara un hombre y se lo dijera. Los Konstantin les habían dicho lo que debían hacer, y sin duda estarían seguros. Satén lo creía así con una fe que aumentaba a medida que iba decreciendo aquella fuerza aplastante. Sabía que estaban en camino, que volaban.
Apretó la concha que le había dado Konstantin, el regalo que señalaba aquel Tiempo para ella. También se adornaba con el paño rojo que era su tesoro especial, lo mejor que poseía, después del honor que le había hecho Bennett al darle un nombre. Estas cosas le proporcionaban más seguridad, seguridad que extendía también a Dienteazul, por quien estaba cada vez más encariñada, hacia el que sentía un afecto verdadero y no sólo el calor primaveral del acoplamiento. No era el más grande ni tampoco el más apuesto, pero era inteligente y tenía las ideas claras.
Desde luego, tenía también sus rarezas. Y así, le vio buscar en una de las bolsas que llevaba, de la que extrajo una ramita cuyas yemas se habían abierto y se quitó el respirador para aspirar el aroma, tras lo cual se la ofreció a ella. Aquel olor les devolvió su mundo, el río, las promesas.
Satén sintió una oleada de calor que le hizo sudar a pesar de la frescura ambiental. No era lógico estar tan cerca de él y no tener la libertad de la tierra, espacio para correr, la inquietud que la adentraría más y más en las tierras solitarias donde sólo habitaban las imágenes. Estaban viajando, de una manera extraña y distinta, de una manera que el gran Sol contemplaba igualmente, por lo que ella no tenía que hacer nada. Aceptaba las atenciones de Dienteazul, primero nerviosamente y luego con creciente facilidad, porque estaba bien. Ya no necesitaba los juegos a que se habían entregado en la superficie de la tierra, hasta que él fue el último macho decidido a seguirla adonde ella fuera. Él era el que había llegado más lejos, y ahora estaba allí, lo cual era perfecto.
El movimiento de la nave cambió. Por un momento el temor les hizo abrazarse, pero los hombres les habían advertido y sabían que habrían de atravesar unos momentos en los que ocurrirían cosas raras. Rieron, se acoplaron y descansaron, sintiendo vértigo y júbilo. Se maravillaron de que la ramita flotara ante ellos en el aire, moviéndose cuando la empujaban por turno. Ella alargó cuidadosamente la mano, la cogió y rió de nuevo antes de dejarla libre otra vez.
—Aquí es donde vive el Sol —comentó Dienteazul.
Ella pensó que así debía ser e imaginó al Sol deslizándose majestuosamente a través de la luz de su fuerza, y a ellos nadando en la misma luz, hacia el lugar de allá arriba, el hogar metálico de los humanos, con sus brazos extendidos para recibirles. Y se acoplaron una y otra vez, entre espasmos de alegría.
Al cabo de mucho tiempo se produjo otro cambio, sintieron leves tensiones en las junturas y poco a poco retornó aquella intensa sensación de peso.
—Estamos bajando —dijo Satén, pero permanecieron quietos, recordando lo que les habían dicho, que debían esperar a un hombre que les avisaría cuando llegara el momento.
Se produjeron una serie de saltos y ruidos terribles, y los dos nativos permanecieron acurrucados y abrazados. Pero ahora el suelo bajo ellos era sólido. En el altavoz por encima de sus cabezas se oyeron voces humanas que daban instrucciones, y ninguna parecía asustada. Su sonido era el habitual de los humanos, apresurado y seco.
—Creo que estamos bien —dijo Dienteazul.
—Hemos de quedarnos quietos —le recordó ella.
—Nos olvidarán.
—No lo harán —le aseguró Satén, pero tenía sus dudas, tan oscuro estaba el lugar y tan desolado, con sólo una lucecita sobre sus cabezas.
Se oyó un terrible chirrido metálico. La puerta por la que habían entrado se abrió, y afuera no se veían colinas y bosques, sino un pasadizo con nervadura, como una garganta, que les lanzaba aire frío.
Apareció un hombre con un traje marrón, que llevaba un megáfono en la mano.
—Venid —les dijo, y ellos se apresuraron a obedecer.
Al levantarse, Satén observó que le temblaban las piernas. Se apoyó en Dienteazul, el cual sufría también ligeras convulsiones. El hombre les dio regalos, unos cordones plateados para que se los colgaran.