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Gianfranco Barbieri permaneció largo rato junto a la gran ventana de arco sobre el piano nobile de su Palazzo de Zattere, contemplando a través del canal La Giudecca. Se daba golpecitos con la tarjeta contra sus perfectos dientes, preguntándose quién sería Brett, y para quién trabajaba. ¿Qué tipo de hombre podía venir de Nueva York? Un financiero, sin duda. Gianfranco se pasaba el día leyendo cosas subir algún que otro escándalo bancario americano, otro asombroso desfalco. La gente se pillaba los dedos, prestando a los estadounidenses. Pero también se enriquecía… ¿Por qué, de lo contrario, seguirían prestando?

Tendría que ser cuidadoso.

Con la punta del dedo se tocó la pequeña cicatriz del labio. Ésta no carecía de atractivo, le confería una expresión ligeramente burlona, divertida, como si estuviera sonriendo ante algo que sólo él podía ver.

A Gianfranco le gustaba considerarse un hombre muy cuidadoso.

Al otro lado de la ciudad, cerca del Arsenale, otro hombre estaba sopesando la llegada de la tarjeta de Brett.

«Popi» Eletro frotó la tinta con un grueso pulgar y luego rascó las letras con una uña dura y amarillenta. La tarjeta no le era familiar. Mucho trapo, pero no era veneciana. Tampoco francesa. Él hubiera dicho turca, pero probablemente era norteamericana, como el hombre. Lanzó un gruñido y levantó la mirada hacia el Canaletto de la pared. ¿Un Canaletto en la tierra de los osos y los indios?

Las pieles daban mucho dinero.

Sus ojos se deslizaron desde el primer Canaletto a otros tres que colgaban a su lado. Grandes cuadros. Valdrían dinero, cuando el barniz se secara. ¡Que lástima que ese Brett no pudiera comprarlos todos! Cuatro incomparables Canalettos. Todos ellos, por desgracia, idénticos.

Popi se levantó de la silla giratoria de cuero y alargó la mano hacia su sombrero.

Ya era hora de visitar al croata.

A estas alturas ya habría tomado su copa. Estaría listo para volver al trabajo. En caso contrario, bueno, a veces uno debía ser cruel para ser bueno.

Popi anduvo, con semblante ceñudo, desde el Arsenale hacia el Ghetto. Era una ruta larga y difícil. En una época tan avanzada como 1840, pocos eran los canales provistos de pavimento, y la moda de rellenarlos aún no se había iniciado. Los distritos seguían preservados como las islas que siempre habían sido, apiñados alrededor de su iglesia, sus campi y sus pozos, hablando un dialecto que los diferenciaba de otros isleños de la ciudad.

Popi no apreciaba la ironía de que un hombre que se ganaba la vida con los canales pudiera detestarlos; pero así era. Eran unos canales para el cotilleo, en su opinión… Gondoleros que grababan en su memoria la dirección que uno visitaba, barqueros que tomaban nota de tu paso. Mendigos y holgazanes que merodeaban por los puentes, y en las más malsanas, sucias y oscuras curvas de un canal una inevitable vieja arpía estaba siempre retorciendo su cuello desde alguna habitación de lo alto para obtener una visión mejor. Uno tomaba una góndola sólo si deseaba ser observado… Visitando a un rico coleccionista de arte americano, por ejemplo. En caso contrario, utilizaba el pavimento, y daba un largo rodeo.

En el Ghetto encontró una base más firme para caminar, allí donde los judíos se habían apiñado detrás de su muralla. El aire estaba como cubierto por un plumón flotante, como una suave nieve, porque la gente de allí utilizaba grasa de oca, y apestaba más que las aguas residuales que ofendían a los visitantes de Venecia en otras partes de la ciudad. Olía a pescado pasado y andrajos, y a la acritud de los espacios confinados. Napoleón había hecho derribar las murallas, pero todo el mundo sabía que éstas aún existían en la mente veneciana; algunos judíos ricos se habían mudado, y unos pocos -muy pocos- empobrecidos gentiles habían alquilado habitaciones en el Ghetto. Pero, por lo demás, poco era lo que había cambiado en cuarenta años.

Popi siguió su renqueante camino sin mirar a derecha ni izquierda. Algo en sus modales hacía que las mujeres que trabajaban en sus portales retiraran los pies cuando él se acercaba; los hombres también se pegaban a la pared a su paso. Y no era que Popi pareciera un funcionario. Cuando los austríacos enviaban patrullas por las calles, la gente simplemente los veía pasar, ceñudos e imperturbables. Era, quizás, que él venía de la otra Venecia: una Venecia que se pudría bajo la dorada luz del atardecer y la fina filigrana de una fachada bizantina; una Venecia en la que los visitantes poco imaginativos nunca penetrarían, por más pobreza o desgracia que vieran, unos visitantes que dejarían deslizar la punta de sus dedos por el agua hasta que su solícito gondolero les indicara que sería mejor, quizás, que mantuvieran las manos sobre el regazo. ¿Cómo podían, cuando incluso los visitantes más curiosos de la ciudad, de mente más aguda, se dejaban seducir tan fácilmente por el atractivo de sus prostitutas y la baratura de sus appartamenti?

La gente del Ghetto se apartaba de Popi, un hombre de táleros y cruceros, de pequeñas cuentas que él llevaba rigurosamente en unos libros negros que tenían el poder de arruinar vidas.

Popi se detuvo. Se metió un cigarro en la boca y lo encendió con una cerilla, luego siguió su camino por la estrecha calle como un remolcador de vapor. Después de varios giros, que ejecutó sin detenerse, se introdujo en un portal bajo, cruzó un pequeño y oscuro corredor y encontró las escaleras. Empezó a subir, lentamente, hasta la cima.

Las escaleras eran oscuras. En cada rellano, estrechos pasajes irradiaban hacia una negrura más profunda, aliviada de vez en cuando por una pequeña abertura, sin cristal, que daba a un estrecho pozo de luz; en los pisos inferiores, la luz quedaba bloqueada por la basura acumulada de muchos siglos… plumas podridas, ratas desecadas, cagadas de paloma. Al llegar al quinto piso, Popi ignoró las escaleras y penetró en un corredor apenas lo bastante ancho para permitirle el paso. Agachándose, buscó a tientas su camino hasta que sus estiradas manos encontraron otro tramo de escalera, que subía y retrocedía por el camino que había venido. Se quitó el cigarro de la boca y se quedó apoyado contra la pared, recuperando el aliento. Entonces comenzó nuevamente a subir.

Apiñados en su estrecho espacio, los judíos habían construido sus casas más altas que cualquier otro pueblo del mundo.

Ahora, cuando se apoyaba contra la pared para recobrar el aliento, Popi notó que aquélla se hundía bajo su peso; otro trozo de yeso se desmigajó y cayó al suelo.

Finalmente, sosteniendo la colilla de su cigarro a nivel de los ojos, distinguió la puerta. Golpeó en ella con el borde de su palma, y la madera se abrió, permitiéndole ver la luz del sol.

Popi parpadeó y las lágrimas brotaron de sus ojos. El frío hedor de basura y alcantarillas que le había seguido a través del laberinto de escaleras y pasajes fue literalmente barrido por un irresistible olor dulzón de alcohol y descomposición, acompañado de una ráfaga de calor veraniego.

Tosió y cruzó el estrecho umbral.

Lo primero que Popi observó fueron las moscas. Se apiñaban en las claraboyas, y trepaban por el inclinado techo, zumbando y cayendo, arremolinándose en el polvo que se desprendía de sus alas. Con una exclamación de disgusto, se lanzó hacia la claraboya más próxima.

La habitación era un completo desorden: enmarañadas ropas de cama, botellas vacías, pedazos de pan esparcidos por el suelo. El caballete que habitualmente se levantaba bajo la ventana estaba tumbado. Sólo la caja de las pinturas y el bote con los pinceles estaban en su lugar. En medio de la habitación, desnudo sobre un alto taburete, se encontraba sentado el croata en persona.

Tenía un aspecto ceroso, inmóvil, sus ojos miraban al vacío. Sus estrechos hombros estaban echados hacia atrás. La espalda, recta.

El primer pensamiento de Popi fue que debía de estar muerto.

Se acercó unos pasos. El croata continuaba mirando fijamente. Sólo cuando estuvo lo bastante cerca para oler la piel del hombre, Popi se dio cuenta de que sus labios se movían imperceptible, horriblemente, como orugas sin pelos.