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– Bellini, humm. -Malakian frunció el ceño y tiró de uno de los lóbulos de sus enormes orejas-. He oído ese nombre anteriormente, Mellini. Lo recuerdo.

– Hace cuatrocientos años -añadió Yashim.

Malakian le brindó una caústica sonrisa.

– No recuerdo a ese Bellini personalmente, effendi. Pero sí hay algo que recuerdo. -Desvió su mirada hacia el techo-. Metin Yamaluk.

– ¿El calígrafo?

Malakian asintió.

– Y su padre y su abuelo antes que él, también, y los padres de éstos, hasta la época del sultán Ahmet, que creo que construyó la Mezquita Azul. La familia procedía de Esmirna.

Sólo vagamente podía recordar Yashim haberse encontrado con Yamaluk en el Palacio Topkapi, donde éste trabajaba en la sala de copia. Pero eso había sido años atrás, y el calígrafo debía de ser ya un anciano.

– ¿Metin Yamaluk está vivo todavía?

– Si es la voluntad de Dios. Se retiró hace años, es cierto, pero aún trabaja. De hecho, su escritura es más elegante que nunca. Recuerdo que tenía un libro que a veces le gustaba mirar. Decía que lo reconfortaba… Pero al mismo tiempo se sentía avergonzado, porque era un libro pagano, de imágenes, muy bien dibujado. Procedía de Topkapi, effendi.

Yashim frunció el ceño.

– ¿Robado, quieres decir?

Malakian hizo una pausa y miró fijamente a Yashim.

– ¡Robado! -escupió-. Este cuchillo, se lo regalo. ¿Cree que es… robado? ¿Se lo devolvemos a… quién, effendi? ¿Al sultán de Rum? ¿Al califa Harum al Rashid? ¿Al hijo del hijo de un cocinero?

– No, por supuesto, yo no quería decir…

– Effendi. -Malakian se puso sus grandes manos sobre las rodillas y dejó descansar su peso en ellas-, cuando era un niño, jugaba al ajedrez con mi padrino. Era comerciante. Traficaba en Makú, en Astrakán y más arriba del Volga. Me hablaba sobre el juego de ajedrez que le había regalado su padre. Las piezas blancas estaban esculpidas en hueso de camello, las negras en ébano indio. De dónde procedían, no lo sé, quizás de Samarcanda o del antiguo Kiev. Él me dijo que cada pieza contenía en su interior, como en una pequeña jaula, una diminuta imagen de sí misma. Un rey dentro de un rey. Un peón en un peón. Podías verlo, y oír su ruido, pero no había manera de acceder a ello.

Suspiró y se frotó la oreja.

– Yo deseaba tanto ver ese tablero de ajedrez… Pero cuando le pregunté si podía traerlo a la casa me dijo que ya no lo tenía. Le pregunté que adonde había ido a parar, y él se limitó a sonreír y a encogerse de hombros. Vendido, o perdido, o robado… ¿Cuál de las tres cosas?, me preguntaba cada vez que se lo preguntaba.

– Quizás -dijo Yashim cautelosamente- sencillamente… olvidado.

El viejo armenio levantó su maciza cabeza.

– Mucho mejor, effendi. -Hizo un lento gesto que abarcaba las pistolas en su caja, el cuchillo, y las estanterías que tenía a sus espaldas-. Olvidado -dijo con su profunda voz.

– ¿Quién sabe? -dijo Yashim lentamente-. Quizás algún día, Malakian, vendrá a ti un conductor de caravana con un tablero de ajedrez.

– Usted entiende más de lo que debe, effendi -dijo Malakian. Parecía triste-. Metin Yamaluk vive en Uskudar. Dijo que los dibujos estaban hechos por Bellini.

Capítulo 14

Palieski estaba en lo cierto cuando pensaba que Antonio Ruggerio se sentía decepcionado por el alojamiento que había escogido; pero el cicerone aún no lo había abandonado.

Se presentó a primera hora en el apartamento del americano, preocupado porque el signor Brett pudiera darle el esquinazo. No tenía por qué preocuparse.

– Quizás el signor preferiría que volviera dentro de… ¿una hora? -sugirió, en cuanto vio la somnolienta cara de Palieski.

– Pasa, pasa, Ruggerio. ¿Qué hora es?

Palieski se excusó para vestirse, dejando al veneciano sentado junto a la ventana del vestíbulo. No había nada en la habitación excepto una botella vacía de prosecco, un vaso, un ejemplar de Las vidas de Vasari y el espléndido sombrero de copa del caballero, descansando, junto al espejo de cuerpo entero, sobre una pequeña consola de mármol. Su brillante pelusilla había ya alentado a Ruggerio a sacar importantes conclusiones sobre el coleccionista americano.

Ruggerio se levantó y anduvo rígidamente por el vestíbulo, estirando mucho las piernas, las manos en la espalda. Finalmente se detuvo junto al sombrero e hizo algunas muecas ante el espejo, balanceándose suavemente sobre las puntas de los pies. Sacó la lengua. Movió la cabeza de un lado a otro. Lanzó una rápida y furtiva mirada a la puerta del dormitorio, y muy cautelosamente cogió el sombrero y se lo encasquetó en la cabeza.

¡Ah! ¡Qué sombrero! ¡Qué magnífico corte! Ruggerio volvió a mirar a la cerrada puerta, y luego a su imagen en el espejo. Hasta él podía decir qué diferencia establecía el sombrero: parecía más alto, más joven, más rico. Sí, era la clase de sombrero que necesitaba un hombre como él.

Se quitó el sombrero y miró en su interior para ver el nombre del creador. Verbier: Constantinopla.

Devolvió rápidamente el sombrero a la consola. Regresó a la ventana, donde Palieski lo encontró unos minutos más tarde hojeando el Vasari, examinando una dedicatoria escrita a mano en un lenguaje que él no conocía. Ruggerio cerró de golpe el libro y lo dejó a un lado.

Palieski lo recogió y lo dejó caer en su bolsillo.

– Desayuno, Ruggerio. Desayuno, y Bellini.

– ¿Bellini? ¡Sin duda, maestro!

Mientras seguía a Palieski por la puerta, Ruggerio miró hacia atrás a la habitación con un desconcertante fruncimiento de cejas.

– ¿El Rialto, signor?

Palieski consideró la propuesta.

– Más bien me gustaría algún lugar donde pudiéramos sentarnos, amigo mío. Pero caminemos, para variar. ¿Podemos?

– Desde luego, desde luego. Por favor, sígame. Pero tenga cuidado… las piedras son desiguales.

Palieski estaba encantado de moverse a pie. Por más que fuera desorientador, caminar por los estrechos callejones y fondamenta le hacía ver la forma de la ciudad de una manera que ir en góndola no le proporcionaba. En una góndola sólo se veía una pequeña parcela, balanceándose al ritmo de los remos y asombrándose, como muchos antes que él, ante la belleza de una vista o lo intrincado de un portal. En el agua siempre se sentía perdido; «en un mar de confusiones», como dicen los ingleses.

Caminaban en fila, Ruggerio encabezando la marcha. Fuera de los canales, Venecia no parecía ensoñadora. En los oscuros y estrechos patios, cada uno con su viejo pozo de piedra, niños bronceados se sentaban sobre las piedras seleccionando camarones en cestas, o ensartando cuentas; algunas nonnas sentadas en diminutos taburetes en una parcela soleada, se inclinaban sobre su costura con débiles ojos. Hombres morenos como gitanos estaban en sus talleres, pasando el cepillo, martilleando, cosiendo, haciendo un laborioso barullo que apenas se podía oír cuando se vagaba por los canales, demasiado bajos para atisbar en aquellas tiendas.

La hierba brotaba a través de las desiguales piedras, y había basura por todas partes. En una o dos ocasiones, un montón de sucios harapos se agitó y de él surgió una mano suplicando limosna. Aquél era el destino de los que no tenían ningún trabajo, y la visión hizo que Palieski se echara para atrás mientras buscaba monedas en el bolsillo. No estaba acostumbrado a eso. En Estambul semejantes mendigos abyectos no existían. En Venecia parecían estar por todas partes.

En las bocacalles, Palieski se detenía y miraba a su alrededor para orientarse. Observó que los edificios tenían una extraña manera de amortiguar y amplificar el sonido, de tal manera que el vivo eco infantil de un campo quedaba apagado mientras el sonido de un martilleo los seguía incesantemente sobre los puentes y callejones. A veces, cuando miraba hacia atrás, a los lugares por los que acababan de pasar, tenía la curiosa sensación de que los seguían. Otro truco de las sinuosas callejuelas, pensó.