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– ¡Signor Brett! -exclamó Ruggerio, cuando Palieski se detuvo por vigésima vez-. ¡Pienso que algún día usted escribirá un libro sobre Venecia!

Palieski sonrió y movió negativamente la cabeza.

– He oído que todo lo que se puede decir sobre Venecia ya ha sido dicho.

Ruggerio parecía afligido.

– Yo diría, signor, que, por el contrario, no hemos dicho bastante. Todo lo que se ha dicho y escrito sobre Venecia es solamente el comienzo de la primera página del primer capítulo del primer volumen -levantó un dedo- de la historia de La Serenísima. Cada veneciano tiene su propia Venecia… y cada visitante también. Y así hasta que la ciudad se hunda… ¡O termine el mundo!

Describió un pequeño floreo con el brazo. Palieski casi enrojeció, avergonzado.

– ¿Y la República?

Ruggerio se llevó un dedo a los labios.

– Vayamos al café.

Al cabo de poco salieron a un campo donde había instaladas unas mesas y sillas al sol.

– Ahora podemos sentarnos y tomar nuestro desayuno -declaró Ruggerio. Pidió café y panecillos, queso y salami-. Pero esta mañana, signor… ¡Nada de grapa! -Soltó una risita, recordando el mal aspecto de Palieski en la puerta.

– Da la casualidad, Ruggerio, de que pienso que una grapa me vendría bien -mintió Palieski, un poco forzadamente.

Ruggerio no se desconcertó.

– Ajá -dijo sonriendo, y luego, señalando al camarero-. Un'amaro, caro, per favore. Es algo mejor, signor Brett.

– Humm. -Palieski sacó su Vasari y lo dejó sobre la mesa.

– Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores… -dijo Ruggerio, tocando la piel con el dedo índice-. Éste es un libro muy antiguo.

– Sí. Lo tengo… -Palieski hizo una pausa; había estado a punto de decir que lo había tenido toda su vida-. Desde hace mucho tiempo -terminó.

Ruggerio apartó la mirada.

– El desayuno llegará dentro de un momento, ¡y podrá probar el amaro!-Y después -añadió Palieski- quiero ver todos los Bellinis de Venecia. Me refiero a Gentile Bellini; no estoy interesado en el hermano.

Cogió el Vasari y distraídamente pasó las páginas. Cuanto más trataba de mirar la portada, con su título en polaco, más sentía que Ruggerio lo observaba. Al final, renunció.

– El Vasari no dice dónde están -dijo devolviendo el libro al bolsillo.

– Yo puedo ayudarlo -dijo Ruggerio-. Aquí está nuestro café… y su amaro.

El amaro llegó en una pequeña copa de pie alargado. Palieski la levantó con sospecha. Un licor marronoso, parecido a la melaza que olía a… ¿qué exactamente? A ajenjo. A anís. Se lo llevó a los labios.

– Repugnante -dijo, tras una momentánea pausa. Las punzadas de sus sienes se suavizaron. El efecto, supuso, de aquel peligroso licor-. Me gusta.

Se pasaron la mañana descubriendo las obras de Gentile Bellini. Palieski estaba impresionado por la cantidad de recursos que parecía poseer su compañero. Aunque Ruggerio parecía saber muy poco sobre Gentile Bellini, no tenía miedo de preguntar… y empezó en el Museo el Correr.

– ¿Y Correr dejó todo esto para que nosotros lo miráramos? -preguntó Palieski. No estaba familiarizado con la idea de una galería pública. No había ninguna en Estambul. Y en Polonia, mucho tiempo atrás, uno simplemente dejaba una tarjeta en la casa privada de algún noble, y era invitado a echar una ojeada.

El director de la galería dio un resoplido.

– Algún día, signor Brett, el ejemplo del conde Correr será seguido en todo el mundo. Connaisseurs como él, con los medios y la visión para crear maravillosas colecciones, las ofrecerán al público… Quizás incluso en Nueva York.

– ¿Por qué no? -respondió Palieski entusiásticamente-. ¡A fin de cuentas, no pueden llevárselas con ellos!

El director se echó atrás y comenzó a reír.

– ¡Ja ja ja! Signor Brett, ¡tiene usted toda la razón del mundo!

Siguiendo los consejos del director, descubrieron tres Bellini a la hora del almuerzo; dos estaban en iglesias y uno colgaba en la Academia. Palieski los inspeccionó cuidadosamente buscando pruebas del estilo del maestro.

Almorzaron en Florian's, donde se separaron ante la insistencia de Palieski. En el apartamento encontró una tarjeta informándolo de que el conde Barbieri tendría el honor de visitar al signor Brett a las seis en punto de aquella tarde, si la hora le resultaba conveniente.

Palieski se pasó la tarde dormitando en su lecho, pero se encontraba en su ventana antes de las seis para esperar la llegada de Gianfranco Barbieri.

Una góndola llegó majestuosamente a la puerta acuática trazando una graciosa curva. El gondolero la arrimó a la pared con su largo remo, las puertas del felze se abrieron de golpe, y un hombre de rubio cabello, ataviado con una elegante chaqueta, salió y desapareció abajo.

Mientras Palieski lo observaba, el gondolero deslizó el remo en su retorcido tolete y empujó la larga embarcación con despreocupación a través del canal. Por poco no choca con una pesada barcaza y otra góndola que venían en dirección contraria. Para un gondolero, pensó Palieski con admiración, estar a punto de chocar era, a pesar de todo, un fallo.

Se dirigió a la puerta y la abrió de un empujón.

Capítulo 15

Fuera lo que fuese lo que había supuesto Palieski, Antonio Ruggerio decía la verdad cuando presumía de pertenecer a una de las más antiguas familias de la República. Los Ruggerio habían estado presentes, si bien no de forma prominente, en el saqueo de Constantinopla en 1204, cuando las energías de la Cuarta Cruzada fueron inesperadamente desviadas para el enriquecimiento de La Serenísima. Miembros de su familia habían repartido sus huesos por todo el Mediterráneo… en Chipre, en las islas del Egeo, incluso en el África del norte. Pero durante muchos siglos los Ruggerio raras veces se habían aventurado más allá del Campo di San Barnaba, a orillas del Gran Canal, en cuya triste iglesia barroca eran bautizados, casados y despachados a una fosa común.

Los Ruggerio pertenecían a una clase especial de nobleza empobrecida, los llamados barnaboti, que habían perdido sus derechos a participar en la administración veneciana a comienzos del siglo XIV. Desde entonces, estas familias habían sobrevivido en el Campo, y en tanto a él, gracias a la caridad del Estado, que les proporcionaba diminutos apartamentos. Cada uno de éstos contenía una pequeña habitación, o casino, donde se había autorizado el juego, con lo que se permitía que los barnaboti se ganaran la vida con visitantes extranjeros de alto nivel.

Ni los franceses, ni los austríacos que llegaron después, habían compartido este sentido de obligación hacia los barnaboti. Los estipendios fueron retirados, y se introdujeron los alquileres. Aquellos barnaboti que eran demasiado orgullosos, demasiado viejos, o que simplemente no estaban cualificados para desempeñar un trabajo verdadero, vivían en la más miserable y degradante pobreza…

Después de un excelente almuerzo con su nuevo amigo, Antonio Ruggerio se dirigió rápidamente a pie al mercado del Rialto con tres liras rescatadas de la factura. El mercado estaba reduciendo su actividad, y había tomates estropeados, judías arrugadas, pan que era casi tierno.