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Cuando Ruggerio se aproximaba, varios vendedores echaron mano de un puñado de verduras y las ofrecieron con un encogimiento de hombros y una sonrisa; si Ruggerio trataba de pagar lo rechazaban. «Más tarde, barone, otro día, quizás.» Otros, solícitamente, lo ignoraban, indicando sin rencor -y con el especial tacto y gracia de los venecianos- que ya se habían desecho de sus sobrantes con otro barnaboto, o que no tenían nada que dar.

Sólo los carniceros, por la naturaleza onerosa de su comercio, esperaban invariablemente el pago por sus embutidos, su salami, sus pies de cerdo y sesos de becerro. En las carnicerías se aprovecha todo.

Ruggerio se marchó del mercado de verduras con una brazada de productos, y se pasó varios minutos examinando los puestos de los carniceros. Oía tintinear las liras en su bolsillo, y permanecía en respetuosa espera, lo que le ayudaba a hacer una selección.

– Los pulmones son muy buenos -observó uno de los vendedores, poniendo un trozo en su mano-. Y en este tiempo, con la hierba marchitándose, salen a un buen precio.

Ruggerio redondeó su expedición comprando un poco de harina de maíz para la polenta.

Cuidadosamente metió sus compras en una frágil caja de madera y se la llevó a casa.

– ¿Qué ha pasado? -Su mujer parecía ansiosa-. ¿Te pagó?

– No, cara, no. -Ruggerio dejó la caja en la mesa de madera de pino junto a la ventana-. Creo que estaba cansado. Nos veremos mañana otra vez.

– Vaya.

– Es un trabajo duro, Rosetta. No puedo estar pegado a él noche y día.

– ¿Por qué no? ¿Qué hace con su tiempo, que no puede compartirlo contigo… o con una mujer quizás?

– Inclinó la cabeza-. ¿Sabes lo que quiero decir, Antonio?

Ruggerio extendió las manos.

– Es difícil.

– ¿Difícil? ¿Qué clase de hombre es? Un americano. ¿No tienen mujeres en América?

Ruggerio avanzó su labio inferior.

– No estoy seguro de que sea un'americano.

– ¿Qué se supone que significa eso?

Ruggerio empezó a vaciar la caja.

– No lo sé exactamente. Pero alguna cosa… sí, algunas cosas extrañas…

Rosetta se acercó para ayudar a su marido.

– ¿Cosas extrañas, Antonio?

Ruggerio se echó hacia atrás y observó cómo su mujer dejaba las verduras sobre la mesa. Contó cinco tomates. Estaban partidos, pero eran frescos.

– Un libro que tiene. Un viejo ejemplar de Vasari. -Se encogió de hombros-. Y luego… No sé. Su sombrero.

– ¿Su sombrero?

Ruggerio suspiró y se pasó las manos por el cabello.

– Yo conozco a los ricos, Rosetta. Cómo les gusta comer, los cuadros que les agradan. He dedicado mucho tiempo a estudiarlos, a fin de cuentas -añadió con orgullo. ¿Acaso los venecianos no habían nadado en las aguas del comercio durante mil años, valorando, analizando, satisfaciendo un deseo aquí, suprimiendo un exceso allá, compaginando a los hombres con sus deseos?-. Y sé cómo visten, Rosetta.

– ¿Y pues?

– Los ricos se compran sus sombreros -y sus zapatos- en Londres. Quizás en París, si son franceses o jóvenes, o tienen negocios en la ciudad. Lleva tiempo hacer el sombrero de un hombre rico, cara.

– Estupendo. Así qué, ¿dónde se ha hecho hacer sus sombreros tu amigo? ¿En Nueva York?

– En Constantinopla.

– Ya veo.

Rosetta, después de todo, era veneciana también. «Constantinopla» era una palabra rica, llena de asociaciones: ciudad del oro, ciudad de fortunas perdidas, la imagen salvaje de la propia Venecia. Antaño los venecianos la habían tenido en la palma de la mano. Pero de eso hacía mucho, antes de que los Ruggerio y su clase hubieran encontrado su camino a San Barnaba. Estambul había sido el enemigo después de eso, el gato jugando con el ratón por todo el Egeo y el Adriático: la ciudad de sultanes y visires, de cuidadosos pactos y repentinas guerras.

No era, en la imaginación de Rosetta, especialmente famosa por sus sombreros.

Capítulo 16

Gianfranco Barbieri se pasó las manos por el cabello. Se disponía a llamar cuando la puerta se abrió.

– ¿Conde Barbieri? -dijo el americano-. Es muy amable por su parte haber venido.

El conde sonrió, mostrando unos finos dientes.

– Me encantó recibir su tarjeta, signor Brett. ¿Estará usted confortablemente instalado en Venecia, confío?

Brett hizo una reverencia.

– He visto una docena de buenas iglesias, dos docenas de soldados… y un cuerpo en un canal.

Se echó para atrás con el fin de permitir a su huésped entrar en el apartamento.

Barbieri respondió con una indeterminada sonrisa y se acercó a la ventana, donde contempló el Gran Canal como si lo viera por primera vez.

– ¿Champán?

Un taponazo, un chasquido; vino burbujeando y luego menguando en las amplias y poco profundas copas de cristal de Murano. A Barbieri le pareció como si los sonidos del canal se hubieran intensificado, sus colores y movimientos se hubieran hecho más vividos. Hacía muchos meses que no probaba auténtico champán.

Brett le tendió una copa, y brindaron.

– Lo siento -dijo Barbieri-. Una tragedia… Yo conocía a aquel hombre. No muy bien, comprenda usted, pero… -Lanzó un suspiro-. Estas cosas ocurren, incluso en Venecia. Confío en que un suceso desagradable como ése no estropee su estancia.

– Nada por el estilo -le aseguró Brett.

– Admiro su elección de la época, signor Brett. A menudo pienso que Venecia está en su mejor momento en esta época del año. El calor. La luz, ¿El Carnevale? Demasiado frío. -Tomó un sorbo de champán. Era muy bueno-. Pero usted debe de saber eso ya, tal vez.

– ¿El Carnaval? No. Nunca había estado en Venecia, lamento decirlo.

– ¿Procede usted de Nueva York?

– Tengo mi base en la ciudad, sí.

– En Venecia estamos un poco obsesionados con el pasado. Com’era, dov'era… Tal como era, dónde estaba… Un refrán muy veneciano… y dicho más bien demasiado a menudo, pienso. Me gustaría visitar su país algún día. Un joven país. Nosotros tendemos a olvidar que Venecia fue antaño una serie de fangosas islitas, habitadas por refugiados procedentes de tierra adentro. -Hizo un gesto hacia la ventana-. Al igual que usted hoy, signor Brett, tenemos que ir construyendo todo esto, poco a poco.

– Yo estaría orgulloso si hiciéramos a Nueva York la mitad de hermosa -dijo Brett.

– ¿Quién sabe, signor Brett? Será otra clase de belleza, imagino. La belleza de la era de la máquina.

– Basada en el comercio.

– Desde luego. -Barbieri sonrió-. El comercio es una expresión muy pura de la energía humana. La moderna Venecia es apática, pobre y no produce arte. ¿Por qué? Porque no hay arte sin un mecenas. Y uno solo no es suficiente. Hace falta una ciudad opulenta y enérgica para producir hombres ricos, que luego rivalicen entre ellos para hacer salir lo que es hermoso. -Se tocó la cicatriz de su labio con la lengua-. ¿Hay hombres ricos en Nueva York?

– Cada día más -dijo Brett.

– Así fue en Venecia, antaño. Las especias, quizás, fueron lo que ahora sus pieles. -Se rió-. Perdóneme, he caído en mi propia trampa… Pensar como cualquier veneciano, en el pasado.

– Yo también pienso en él -dijo Brett.

– Desde luego. -Barbieri asintió seriamente-. Se pueden exagerar las comparaciones, y sin embargo -levantó las manos como si estuviera agarrando un globo-, no creo que Venecia hubiera llegado a convertirse en lo que es ahora sin hombres como nosotros.

– ¿Como nosotros?

– Nosotros explotamos, en nuestra época, los tesoros que otros habían acumulado. Un león de Patras, para el Arsenale. Una columna de Acre… ¡a la Piazzetta! Incluso el cuerpo de San Marco… Lo trajimos de Alejandría. Vaya a la iglesia de San Marco, ¿y qué encontrará? Un diccionario geográfico. Una guía enloquecida, envejecida, de las ciudades del mundo antiguo. Mármoles preciosos, estatuas enigmáticas… Y todo ello metido en un edificio que reproduce el movimiento de las olas. Arrancamos los tesoros del Oriente, y con ellos, lenta, cautelosamente, forjamos nuestro estilo.