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Hizo un gesto hacia la ventana.

– Pero los cogimos, en su mayor parte, de Estambul, Constantinopla, tal como se llamaba entonces. Saqueamos y peinamos una ciudad que no había sido vencida por la fuerza de las armas en ochocientos años.

– Ustedes, al menos, preservaron lo que se llevaron -dijo Brett-. Los caballos de bronce de Lisipo, por ejemplo.

– Y los huesos de los santos, y los relicarios, y el oro. Robamos cristal hecho en Antioquia, e iconos pintados por los apóstoles de Cristo. Antes habíamos sido urracas, signor Brett, arrebatando todo lo que estaba disponible, y era hermoso y brillante. En 1204 nos llevamos una prestigiosa biblioteca entera.

Brett asintió. Barbieri sonrió.

– Ustedes, signor Brett, son los venecianos ahora. Y Venecia es, por supuesto, Estambul. -Hizo una pausa-. Dígame, ¿en qué puedo ayudarlo?

Brett sirvió un poco más de champán.

– Es usted un cínico en el fondo, conde Barbieri.

– En absoluto. Quizás los Barbieri finalmente han producido un optimista.

– ¿Un realista?

Barbieri sonrió.

– Es lo mismo.

Capítulo 17

Ordenaba las muertes sin emoción. Él no había sabido que morirían. Incluso cuando el asesino llegaba, incapaz de hablar, tendiéndole instrucciones escritas, había fingido para sí mismo que sería algo distinto.

Pero, por supuesto, cuando Boschini fue encontrado en el canal, muerto, ya no pudo fingir más.

Podía adaptarse.

Así era como tenía que ser en esta ciudad. Te adaptas o mueres.

Y al hombre se le daba bien aquello. Es lo que hacía, su modo de vida.

Se dijo a sí mismo que la gente que moría merecía morir.

Capítulo 18

Palieski retorció el alambre, y el corcho saltó con un estallido en su mano.

– Brillat-Savarin -dijo el conde Barbieri.

Palieski sabía exactamente a qué se refería el conde.

Brillat-Savarin, el gastrónomo francés, había establecido un hecho sensacional, que ponía en duda toda la sabiduría reconocida.

Después de la batalla de Waterloo, los regimientos británicos estacionados en la Champagne habían saqueado los lagares. Las botellas fueron abiertas, bebidas a grandes tragos y arrojadas a los setos; los buenos vinos desaparecieron indiscriminadamente. Cuando el orden fue restaurado, las bodegas de champán estaban arrasadas.

– Los champañeros pensaron que los británicos los habían arruinado -empezó a decir Palieski-. Hasta que cada club de Londres…

– ¡Pidió otras doce docenas de cajas! -exclamó sonriendo Barbieri-. Los champañeros hicieron su fortuna.

– Es usted realmente un optimista, conde Barbieri.

– Un realista, signor Brett.

Palieski unió sus manos bajo la barbilla.

– Estoy buscando un Bellini.

Gianfranco Barbieri procedía de una larga estirpe de aristócratas venecianos que había sido educada, como los aristócratas en todas partes, para no revelar fácilmente sus sentimientos. Pero ahora abrió los ojos de par en par y dejó escapar un silbido.

– ¡Bellini! No. Bassano, sí. Longhi, Ricci, Guardi, no serían demasiado problema. ¡Pero Bellini! Eso sería un milagro. -Sopló sobre las yemas de sus dedos, y rió-. Tendría que robarlo.

– Pues eso es lo que mi país desea -explicó Palieski-. Algo de primera categoría. Mejor una obra de un maestro como Bellini, que una galería completa de pintores menores.

– No, no. Debe usted empezar lentamente. Como nosotros.

Palieski se arrodilló en el asiento de la ventana y contempló el Gran Canal.

– Conde Barbieri -empezó-. Si, por algún golpe de fortuna, alguien en Venecia estuviera en disposición de sacar un Bellini al mercado -es una sugerencia hipotética-, usted estaría enterado, ¿no?

El conde se encogió de hombros.

– Si se ofreciera a través de los canales habituales, entonces sí, yo tendría conocimiento de ello. Pero en el caso de semejante cuadro… bueno. Esto es Venecia, signor Brett. No todo el tráfico pasa por el Gran Canal.

– Comprendo -dijo el americano.

Barbieri dejó su copa.

– Me esperan en la ópera, signor Brett. No hay motivo para sentirse decepcionado. Si algún Bellini fuera a aparecer repentinamente… Mientras tanto, puedo mostrarle a usted al menos tres obras que le encantarían. Provocarían un revuelo si fueran exhibidas en Londres o París. Y hay una cuarta, creo, que también le interesaría.

Se estrecharon las manos en la puerta.

– Su vecina es una vieja amiga mía. Carla d'Aspi d'Istria. Va a celebrar una pequeña reunión mañana por la noche. Mándele su tarjeta. Estoy seguro de que estará encantada de conocerlo.

Un poco más tarde, el signor Brett dio algunos pasos por el callejón hasta una gran puerta de color verde, donde entregó su tarjeta a su vecina.

En el camino de vuelta, miró dentro del café. Estaba hambriento. Algo olía bien. Pidió vino y un plato de arroz. Para asombro suyo, éste llegó con un aspecto negro, como si se hubiera quemado.

– Risotto tinto de sepia -explicó la muchacha. Palieski se lo comió todo. Estaba delicioso. Pero era muy negro, y el americano no podía librarse completamente de la impresión de que le habían ofrecido la muerte en un plato.

Capítulo 19

Martha sirvió a Yashim un té en el salón del embajador. Había mantenido cerradas las ventanas, explicó, debido al polvo. La habitación estaba caliente, y dos moscas golpeaban soñolientamente contra los cristales de la ventana.

Yashim se dejó caer en su sillón habitual junto a la vacía chimenea y paseó su mirada. Estaba acostumbrado a ver un revoltijo de libros y papeles de Palieski esparcidos al azar sobre las mesas, butacas e incluso por el suelo. Ahora las gafas pincenez de lectura de Palieski descansaban pulcramente sobre un libro abierto encima de la mesa.

– Me pregunto cómo le irá, en el dar al-hab -dijo Yashim cuando hubo dado las gracias por el té. [2]

Martha apretó los labios y asintió.

– El señor me ha enviado una nota.

– ¿Una nota? -Yashim se dio la vuelta en su sillón.

Una curiosa, casi cautelosa, expresión pasó por la seria cara de Martha, que empezó a limpiar el polvo del antepecho de la ventana, canturreando.

– Está en Venecia, effendi. Debe de ser muy hermoso.

– Así lo tengo entendido. -Hizo una pausa. Observó que la mano de Martha se deslizaba subrepticiamente a su pecho-. ¿Es de eso de lo que habla en su nota, Martha?

Ella captó su mirada y luego apartó los ojos.

– El escrito es muy breve, effendi.

Yashim movió afirmativamente la cabeza.

– Sí, claro. Estoy bastante acostumbrado a sus escritos breves. ¿Y si tratáramos de leer lo que dice?

Veía el conflicto en la mente de Martha. Al final, ella asintió y sacó la nota de su chaqueta.

Estaba escrita en la mejor escritura clásica griega de Palieski, e ilustrada con dibujitos a tinta: Palieski sentado en su ventana, con una botella de vino, un gondolero que gesticulaba alegremente. Palieski con un pie en el muelle y el otro, improbablemente separado, sobre una góndola, y un hombre nadando con un sombrero de copa. Era una carta cariñosa y divertida, y terminaba con una exhortación a Martha para que cuidara de Yashim. Éste la leyó en voz alta, riendo ante las bromas de Palieski. Hasta Martha se permitió una sonrisa.

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[2] Dar al-hab: En opinión de ciertas escuelas religiosas islámicas, el mundo se divide en dos campos separados y mutuamente hostiles, dar al-hab y dar al islam. (N. del T.)