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No hacía ninguna mención del Bellini, y no daba ninguna pista de cuándo volvería. Pero terminaba con la sugerencia de que Martha quizás se sentía sola en la casa vacía.

Martha recuperó la carta y la estudió, como si quisiera aprenderla de memoria. Luego volvió a metérsela en la chaqueta.

– Effendi -dijo-, ¿cree usted que el señor se sentiría molesto si yo me fuera a casa hasta que él escriba para decir que va a volver? Podría seguir viniendo, cada uno o dos días; pero me temo que, sin su presencia, hay… no hay mucho que hacer para mí.

– Estoy seguro de que a sus padres les gustará verla.

Martha pareció complacida. Su familia vivía Bósforo arriba, en el pueblo griego de Karakoy. Yashim los había conocido, así como a sus hermanos. Tenía seis, y la adoraban.

– Gracias, effendi. Me iré esta tarde.

Yashim caminó lentamente de vuelta al Cuerno de Oro, bajando por las empinadas y retorcidas escaleras que salían desde la torre Gálata. A mitad de camino, percibió un murmullo poco familiar procedente de la costa, abajo.

Desde los escalones inferiores observó a una multitud reunida en torno al gigantesco plátano. Sus ramas arrojaban una inmensa sombra sobre la orilla del Cuerno de Oro, donde a los remeros de los botes les gustaba sentarse en un día sofocante, esperando a los clientes. Las ramas inferiores del árbol estaban festoneadas de harapos. Cada uno de éstos señalaba un acontecimiento, o un deseo- el nacimiento de un niño, quizás, un feliz viaje o una convalecencia-, un hábito que los griegos habían aprendido sin duda de los turcos, y que satisfacía a todo el mundo excepto a los ferocísimos mulás.

Yashim oyó el chirrido de una sierra; se dio cuenta de que había hombres en el árbol. Se produjo un fuerte crujido, y una de las ramas cayó al suelo. La multitud lanzó un profundo gemido. Yashim estudió los rostros vueltos hacia el plátano: griegos, turcos, armenios, todos trabajadores, observando la lenta ejecución con ceñuda desesperación. A algunos incluso les corrían lágrimas por las mejillas.

Dos hombres atezados, vestidos con camisas rojas, empezaron a atacar la rama caída con sus hachas, quitando los brotes más pequeños. Yashim los reconoció como gitanos de los bosques de Belgrado. Trabajaban con rapidez, ignorando a la multitud que los rodeaba. Por el rabillo del ojo, Yashim captó un destello de luz del sol sobre metaclass="underline" un destacamento de soldados a caballo se encontraba preparado para el combate más allá del árbol. Quizás las autoridades habían esperado disturbios.

Miró más cuidadosamente a la multitud. La mayoría de sus integrantes, supuso, eran barqueros para los que la caída del árbol era un presagio de los malos tiempos que iban a venir. ¿Qué sería de ellos cuando la gente pudiera andar desde Pera al viejo Estambul? Pero el árbol también era un viejo amigo que los había resguardado del calor y de la lluvia, que aceptaba sus donativos, que les traía suerte, hundiendo sus raíces cada vez más profundamente con cada década que transcurría en el rico cieno negro. Nadie había aparecido para contemplar la destrucción de la fuente, que, en definitiva, era sólo una obra del hombre. Pero el plátano era un regalo viviente de Dios.

Una segunda rama, de nueve metros de longitud o más, cayó con un crujido y una lluvia de ramitas partidas, y la multitud volvió a gemir. Durante un momento pareció como si fuera a lanzarse hacia delante. Yashim vio puños levantados, y oyó un grito. Alguien se adelantó y dirigió la palabra a los leñadores, que estaban todavía haciendo pedazos la primera rama. Estos escucharon pacientemente, mirando la maraña de ramitas y ramas que tenían a sus pies. Uno de ellos hizo un gesto, y los dos hombres reanudaron su trabajo. El hombre que los había interrumpido se volvió hacia atrás y se abrió camino entre la multitud.

Yashim lo observó: era un barquero griego, que se marchó renqueando a su bote varado en la fangosa orilla y se quedó allí, contemplando el cielo.

Yashim fue a su encuentro, bajando por los escalones:

– ¿Me podrás llevar al otro lado del Fener, amigo?

El griego se apretó el cinto y escupió.

– Yo lo llevaré a Fener, o más allá, si lo desea.

Cuando se marchaban. Yashim volvió la cabeza. Dos ramas más habían caído, y el árbol parecía desfigurado. Yashim podía oír el chirrido de la sierra y el toc toc del hacha del leñador. Una yunta de caballos estaba tirando de las desnudas ramas.

El barquero movía sus remos, murmurando algo.

A un centenar de metros de distancia, Yashim distinguió un esquife de cuatro remos y color rojo cortando el Cuerno de Oro en un ángulo que pronto los llevaría a coincidir. Había un joven sentado en los cojines, al que Yashim reconoció como Reshid Pachá. Normalmente, él hubiera dado órdenes a su remero para que evitara la nave imperial, pero esta vez era diferente: sería mejor que Reshid lo viera. Se preguntó si el visir lo saludaría.

Efectivamente, cuando las dos embarcaciones se encontraron al alcance de la voz, Reshid Pachá se inclinó hacia delante e hizo una seña a sus barqueros. Los dos caiques se igualaron, y los barqueros descansaron sobre sus remos.

Yashim se llevó las yemas de los dedos respetuosamente a la frente y el pecho, mientras Reshid hacía lo mismo en su rostro escarlata.

– ¡Cómo me alegro de verle, Yashim, en nuestra agradable ciudad! El joven inclinó la cabeza y guiñó el ojo-. El verano es una estación muy sana para estar aquí.

– Seguí el consejo de alguien con experiencia, Reshid Pachá -respondió Yashim cortésmente.

El joven sonrió con agrado.

– Muy bien, Yashim, le resultará conveniente, a largo plazo. De veras -añadió, disfrutando sin duda de la bromita-. He oído decir que algunas ciudades son verdaderamente peligrosas para la salud en esta época del año.

– Ninguna, espero, que esté bajo el manto de la protección de Alá, tanto en este mundo como en el próximo -repuso Yashim. Estaba seguro de que ninguno de los remeros podía comprender una conversación realizada en el pomposo lenguaje de la corte otomana.

– No, no seguro que no. Aquí todo está sereno. Pero uno oye muchas cosas sobre la muerte en, digamos, Venecia.

– ¿En Venecia? -repitió Yashim.

– Bueno, bueno, eso no llegará aquí. Inshallah. [3]

– Inshallah -respondió Yashim automáticamente. Una bandada de pardelas pasó volando, casi rozando las lisas aguas del Cuerno.

– Espero que pronto puedan darse las circunstancias para que pueda visitar al estimado pachá nuevamente…

Quería saber cuánto tiempo planeaba Reshid mantenerlo apartado. Quería visitar a la Valide.

El joven pachá asintió.

– Le enviaré a buscar, Yashim. Dentro de dos semanas, imagino, será un tiempo propicio para ambos. Estaré encantado de verlo.

Hizo un gesto con la mano a los barqueros, que hundieron sus remos.

– Verle, amigo mío, ha sido un gran placer para mí.

Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, y el caique zarpó.

Yashim contempló su marcha. ¡Dos semanas más! Hizo una seña a su barquero. Para sorpresa suya, el hombre estaba mirándolo con algo parecido a la ira.

– Debería haberle hablado sobre nosotros, effendi -dijo con amargura-. Debería al menos haberle pedido que salvara el árbol.

– ¿No cree que habría dado lo mismo?

El barquero miró a Yashim ataviado con su sencilla capa marrón, y luego subió por el Cuerno, igual que la embarcación carmesí.

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[3] Si Dios quiere. (N. del T.)