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Puso una sartén sobre las brasas, vertió en ella unas gotas de aceite y depositó la cebolla cortada. Alargó la mano hacia un cacharro, para coger dos puñados de arroz. Desmenuzó las finas hierbas y las esparció por el arroz. Le echó un pellizco de azúcar y una taza de agua. Ésta empezó a borbotear; y entonces removió la sartén con una cuchara de madera. El agua hervía. Lo cubrió con una tapa.

Empezó a recortar las alcachofas.

El verano era bueno. Y el cuchillo, aún mejor.

Sonreía mientras deslizaba la hoja suavemente a través de las duras puntas de las hojas; dentro estaba la pelusa, que él quitó con una cuchara. Una a una, dejó caer las alcachofas en el agua de limón.

Pensó en Malakian, esperando a que aquel tablero de ajedrez apareciera algún día. Al menos él podía hacer que Malakian cenara por el cuarto de piastra que le había dado a cambio del cuchillo.

El arroz aún estaba un poco crudo, y lo sacó del fuego. Mientras se enfriaba deslizó su dedo pulgar por la suave piel del interior de las vainas de las habas, tratando de recordar su primer encuentro con el viejo calígrafo.

Metin Yamaluk había estado trabajando en un hermoso Corán. Probablemente había sido un regalo del viejo sultán a la Mezquita de la Victoria, construida en acción de gracias por su liberación de los jenízaros dieciséis años antes. Como todos los otomanos, Yashim sentía un respeto, que lindaba con la reverencia, por el arte de los encuadernadores; pero éste se moría, a pesar de todo. Durante muchos años, el ulema y los escribas se habían resistido con éxito a imprimir. Pero primero los griegos, y luego los judíos, habían instalado imprentas; y ahora el propio sultán había ordenado que algunas obras científicas fueran impresas en árabe. Algún día, supuso Yashim, imprimirían el propio Corán.

Suspiró y metió un dedo en el arroz. Sacó una alcachofa del agua, la sacudió hasta secarla y la rellenó, cogiendo el arroz con los dedos y apretándolo. A medida que cada una quedaba rellena con un montoncito de arroz, la ponía, boca abajo, en un cacharro de barro.

Cuando el cacharro estuvo lleno, desparramó sobre las alcachofas las judías y algunas zanahorias cortadas. Las roció con aceite, por uno y otro lado, y luego añadió un chorro de agua y el resto del eneldo y el perejil, a trocitos. Encima de todo exprimió otro limón.

Cubrió la sartén con un plato más pequeño, para hacer peso sobre las alcachofas, y colocó el cacharro de barro sobre las brasas. Puso el recipiente del arroz encima del plato. Estaría en una hora o menos. Él y Malakian se lo comerían más tarde, frío.

Tal vez después se dirigiría a Uskudar. Coger un esquife, disfrutar de las frescas brisas en el Bósforo, quizás detenerse a tomar el té en uno de los cafés que se alineaban en la orilla… Le gustaba ir allí. Era como un pequeño pueblo asiático, realmente, apenas una ciudad, pese a sus magníficas mezquitas. Y estaban Yamaluk y sus tesoros… ¿por qué no?

Quizás, de algún modo, el libro de Bellini ayudaría.

Capítulo 22

Si Estambul era una ciudad de perros, entonces Venecia -desde el arrogante símbolo de San Marco hasta el más humilde habitante de callejón o trabajador de astillero- era una ciudad de gatos. El león alado se alzaba solamente allí donde las autoridades austríacas habían considerado inconveniente quitarlo, pero los gatos corrientes de la ciudad seguían patrullando por las noches a través de los campi, los jardines y las ruinas de Venecia, en busca de comida.

Por larga tradición, las palomas de la plaza de San Marco, al igual que la nobleza empobrecida de San Barnaba, eran alimentadas por el Estado. Los gatos, en cambio, se valían por sí mismos. La mayoría vivían de las ratas que desde hacía mucho tiempo habían colonizado la ciudad, reproduciéndose fácilmente en los húmedos cimientos en proceso de derrumbamiento de las casas venecianas, bajo la putrefacta vegetación de los pequeños jardines cercados de los ricos, o en vacíos desvanes.

Una gata, cuando ha de parir su carnada, busca un lugar seco y tranquilo donde pueda criar sus gatitos sin que la molesten durante las primeras semanas. Un edificio vacío constituye un refugio ideal, incluso aunque, después de años de abandono y degradación, no sea del todo seguro. El Fondaco dei Turchi era ese tipo de edificio; grande, abandonado, con postigos, y en proceso de putrefacción, daba al Gran Canal y estaba situado a menos de un centenar de metros del confortable alojamiento de Palieski, un perpetuo recuerdo, para los venecianos, de la decadencia del comercio, y la desaparición del apogeo de su poder comercial. Los turcos, que antaño lo usaron como su caravansar, llenándolo de muselinas y sedas, gemas y preciosos metales, no le encontraron ningún otro uso una vez que la República hubo fenecido; corría el rumor de que el Fondaco -que rivalizaba con el Fondaco dei Tedeschi, no lejos de allí- había sido vendido, a un especulador veneciano.

La gata no estaba interesada en los rumores; tampoco apreciaba la arquitectura bizantina del viejo palacio, construido en el siglo XII en el estilo oriental de moda. Lo que le interesaba, mientras patrullaba por las oscuras escaleras e investigaba las vacías habitaciones, eran las madrigueras de ratas y montones de basura, restos de madera, papel y telas viejas que llenaban los rincones, zonas de verdosa humedad y yeso caído, y por encima de todo la distancia entre su cubil y otro, compuesto de un cabo de vela, una capa, un jarro y un plato en el cual la gata encontró unas migas de pan.

Las devoró con hambre y huyó.

Capítulo 23

Popi Eletro permanecía en su estudio de espaldas a la luz, agarrándose las solapas con sus rechonchos dedos, la cabeza levantada hacia un lado.

Resultaba sorprendente, pensó para sí, lo que los seres humanos podían soportar.

Se inclinó para acercarse a la tela.

Bien. Muy, muy bien. Incluso el barniz… Un triunfo.

Su expresión no cambió.

– El otro -dijo con voz ronca.

El croata levantó con ternura la tela del caballete, y la dejó apoyada contra la pared. Cogió otra y le quitó su envoltura de papel azul. Popi lo vio vacilar por un momento antes de dejarla sobre el caballete.

Popi le brindó una torva sonrisita, y empezó a buscar el defecto. Era solamente cuestión de fijarse. Desde que había encontrado a aquel croata silencioso e imbécil en una pequeña iglesia de la costa dálmata, había comprendido perfectamente los anhelos del croata.

Y poco después también había aprendido a reconocer sus patéticas evasiones.

Hacía cinco años que Popi decidió que una estancia en las islas istrias sería buena para su salud. El diagnóstico no lo hizo un médico; pero se reveló correcto. Un día, medio loco de aburrimiento, había caminado la larga milla que lo separaba de la iglesia de la colina, donde descubrió al croata pintando cuadros con un trozo de carboncillo en las escaleras de mármol.

Quedó asombrado. Popi Eletro, hasta entonces, no había prestado mucha consideración al arte; pero era una consideración que los venecianos llevan en la sangre. Observó las formas y figuras que fluían de las manos de aquel hombre como si fueran agua. De modo que cuando el croata, orgullosamente, lo condujo hasta el cura de la parroquia, y el cura le mostró lo que el croata podía dibujar y pintar sobre papel, Popi descubrió que aquello podía tener un interés comercial.

El arte, razonó Popi, podía hacerle ganar dinero.

– Es un don de Dios -decía el cura-. Es el único que posee… ¡pero un don que puede hacerle feliz!

Ahora Popi se inclinó hacia el cuadro. Un Canaletto perfecto… con un defecto.

Al final la cosa había sido muy fácil. Una noche llevó al croata a un bar de la ciudad y lo emborrachó, y por la mañana se encontraba a kilómetros de distancia de la pequeña y miserable iglesia y su pío sacerdote. El croata se mostró indeciso, pero también excitado. Popi le proporcionó papel y lápiz, y el hombre se entretuvo dibujando durante el camino a Venecia.