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Yashim parpadeó cuando uno de los mozos agrietó con un golpe de mazo la taza de la fuente. Un pedazo de piedra se separó, y Yashim alargó la mano.

– Por favor, un azulejo o dos…

Se los llevó consigo cuidadosamente, sintiendo el viejo mortero seco y quebradizo en su palma. El barquero que lo recogió, mientras se deslizaba a través del Cuerno con su esquife, escupió en el agua.

– El puente nos matará -dijo en griego.

Yashim tuvo un presentimiento. No se arriesgó a replicar.

Al llegar a casa dejó los azulejos junto a la ventana y se sentó en el diván, contemplando las fuertes líneas de los sinuosos tallos, los hermosos e intensos rojos de los tulipanes, que tan a menudo habían refrescado sus ojos mientras el agua de la fuente le refrescaba la piel. Unos rojos llameantes como aquellos no se podían conseguir hoy en día, de eso era consciente. Siglos atrás, los alfareros de Iznik habían elevado sus habilidades a tales alturas que el río del conocimiento simplemente se había secado. Siempre quedaban los azules: preciosos azules de Kayzeri e Iznik, pero no los rojos tan queridos por los herejes, que procedían de Irán y que también se desvanecieron.

Yashim se acordaba de cuánto había amado aquellos azulejos, cuando decoraban el sanctasanctórum del palacio del sultán en Topkapi, un lugar prohibido a los hombres corrientes. En el harén mismo, hogar del sultán y su familia, muchas mujeres habían admirado aquellos azulejos y muchos sultanes también.

Yashim los había visto tan sólo porque no era un hombre corriente.

Yashim era un eunuco.

Seguía contemplando los azulejos, recordando otros similares de los fríos corredores del harén del sultán, cuando unos golpecitos en la puerta anunciaron un mensajero.

Capítulo 4

Reshid Pachá golpeó su pulida bota con un bastoncillo.

– El sultán Mahmut, que descanse en paz, estuvo encantado de ordenar la construcción del puente. -Apuntó al diván con su bastoncillo.El barrio antiguo y Pera han estado demasiado tiempo separados. Ése es también el punto de vista del padishah.

– Ahora Pera vendrá a Estambul -dijo Yashim-, y ya no sabremos lo que es la paz.

Reshid apretó los labios.

– O tal vez sea lo contrario, Yashim.

– Sí, mi pachá -dijo éste sin demasiada convicción. Se sentó, con las piernas cruzadas, en el diván-. Quizás.

Trató de imaginar a Pera calmándose hasta un digno silencio, a medida que los sobrios pachás y los minaretes y los cipreses del viejo Estambul extendían su tranquila influencia a través del puente, amortiguando el perpetuo alboroto de vendedores, dispensadores de té, mozos, banqueros, tenderos y marineros que pululaban por las calles de Pera. ¿Dónde encontrarían los cipreses espacio para crecer entre los sombrereros belgas y los buhoneros griegos, las prensas de vapor y las multitudes de extranjeros? Viejos caballeros otomanos traían a sus familias a Pera de vez en cuando, y las conducían en medio de un impresionante asombro a través de multitudes de todas las nacionalidades, contemplando fijamente los grandes escaparates de las tiendas de la Grande Rue, antes de embarcar nuevamente hacia su hogar.

– Tengo entendido que conoce usted muchos idiomas -añadió Yashim agradablemente.

Yashim no conocía bien a Reshid. El joven visir pertenecía a otra generación de la escuela de palacio, la generación que estudiaba francés e ingeniería; su preparación le había llevado más allá de las fronteras del Imperio. La madre de Reshid procedía de Crimea, de un exilio; su familia era pobre. Él andaría por los veinticinco años, quizás, cuatro o cinco más viejo que el sultán al que servía, pero con fama de ser un duro trabajador, de costumbres piadosas, sin ostentación, de mente rápida y muy seguro de sí: ciertamente había progresado muy deprisa bajo la mirada del viejo sultán, que insistía en que aprendiera idiomas y lo había enviado a misiones en París y Viena, porque Mahmut había perdido la confianza en los dragomanes, o intérpretes, la mayoría de los cuales eran griegos. Sin duda lo había considerado también una buena influencia para su hijo.

El pachá se encogió de hombros.

– Hablo varios idiomas, por descontado. Ahorra tiempo.

Yashim bajó los ojos. Él hablaba ocho lenguas perfectamente, incluyendo el georgiano, y amaba tres de ellas: el griego, el turco y el francés.

– El sultán ha reclamado su presencia, Yashim. Está al corriente de los servicios que ha prestado usted a su casa. Fui yo quien se lo recordó.

Yashim inclinó la cabeza cortésmente. En varias ocasiones el viejo Mahmut había exigido a gritos la presencia de Yashim, planteándole algunos dilemas que precisaban de los peculiares talentos de éste. Muchas cosas en el harén, y más allá, habían requerido su atención: y no todas eran simples pecadillos. Robos, muertes inexplicables, amenazas de motín o traición que atentaban contra la estabilidad o la supervivencia mismas de la más antigua dinastía gobernante de Europa. El trabajo de Yashim era resolver las crisis. Tan discretamente como fuera posible, por descontado. Yashim sabía que el aire de invisibilidad que lo rodeaba debía extenderse a los misterios que se le pedía que penetrara.

– Y debería recordarle que el sultán es muy joven.

Yashim casi sonrió. El único amaneramiento visible de Reshid Pachá era un pequeño bigote que él enceraba con cuidado, pero su barbilla era suave y blanda. Llevaba la estambulina, aquella espantosa aproximación al vestido occidental que el viejo sultán había prescrito oficialmente para todos sus súbditos, griegos, turcos, armenios o judíos, y que el pueblo estaba todavía aprendiendo a adoptar. Yashim, hacía ya mucho tiempo, había decidido no tomarse la molestia.

– El sultán Mehmet también era joven hace cuatro siglos, Reshid Pachá, cuando tomó la ciudad a los griegos.

– Pero se diría que Mehmet tenía más experiencia.

«¿Es eso lo que tienes tú? -se preguntó Yashim-. A los veinticinco años… ¿experiencia?»

– Mehmet sabía apreciar correctamente sus intereses -continuó Reshid-. Y también rechazaba los consejos. Pero los tiempos han cambiado, pienso.

Yashim asintió. Aquello estaba bien expresado.

– Cada uno de nosotros debe esforzarse en servir a los mejores intereses del sultán a nuestra manera, Yashim. Habrá ocasiones, estoy seguro, en que será usted capaz de servirle con su especial talento para penetrar en los corazones y las mentes de los hombres. Muchos otros -es natural, y no tienen por qué avergonzarse- le sirven con su simple diligencia.

Sus oscuros ojos buscaron los de Yashim.

– Entiendo -murmuró éste.

El joven visir no parecía muy convencido.

– Nosotros, los otomanos, tenemos muchas generaciones de comprensión de las maneras de los príncipes, Yashim. Ellos nos dan… El sultán está encantado de darnos órdenes. Y nosotros decimos: «El sultán ha dicho esto o aquello. Y se hará.» Entre estas órdenes, sin embargo, hemos reconocido una clase de… ¿qué?, órdenes sin base. Escritas en el agua, Yashim.

Yashim no movió ni un pelo.

Lo que está escrito en el agua no se puede leer.

– Creo que el sultán lo recibirá esta tarde. -Reshid levantó la mano en un vago gesto de rechazo-. Tendrá usted muchas oportunidades de mostrar… diligencia -añadió-. Sé que la tendrá.

Yashim se puso de pie y se inclinó con una mano en el pecho.

La elevación de un nuevo sultán, como el nacimiento de un planeta, significaba crear nuevos alineamientos, cambios en el peso y la composición de las camarillas y círculos que siempre habían florecido en el palacio alrededor de la persona del todopoderoso sultán. Reshid había sido ascendido por Mahmut; ahora Abdülmecid había confirmado la elección de su padre.

¿Era la amistad de Reshid -su protección- una oferta que Yashim podía rechazar?

Saliendo del despacho del visir, Yashim dio la vuelta y anduvo un largo camino por un alfombrado corredor, hacia un par de puertas dobles flanqueadas por inmóviles guardias, y una fila de sillas de recto respaldo tapizadas de rosa.