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Levantó su mano izquierda.

«En la muñeca -pensó-. Todo está en la muñeca.»

– En garde -murmuró Carla.

Cruzaron las espadas. Palieski hizo una finta a quarte, Clara paró en sixte, él devolvió y ella se zafó siguiendo el movimiento con un rápido paso hacia delante y una simple estocada en quarte.

Ella retrocedió.

– En garde.

Palieski apretó los labios. El ataque había sido un error. Esta vez permitió a la mujer llevarlo a cabo, confiando en sus paradas y reforzando su defensa mientras trataba de acostumbrarse a la sensación del arma en su mano.

Había transcurrido mucho tiempo, tal como él había dicho.

Esta vez ella necesitó cuatro intentos para tocarlo.

Mejor.

– En garde.

La acción residía por completo en la muñeca, y Carla se movía con ligereza, ganando terreno y abriendo camino con rapidez y confianza. Por dos veces Palieski fue capaz de parar y rechazar una finta a sixte.

Él llevó su estocada a quarte hasta la empuñadura, y empujó con fuerza. El brazo de la mujer subió volando y ella saltó hacia atrás. Palieski la oyó reír.

– ¡Vaya, un húsar!

Palieski rechinó los dientes y no dijo nada.

Ella se abrió en octave, hizo una finta a sixte -su favorita- y luego siguió con un ataque bajo en septime que Palieski consiguió -por muy poco- parar, devolviendo a octave antes de que ella parara en octave y desviara la punta de su florete a un lado.

Ella hizo una fleche y ganó el punto.

El asalto era suyo.

Palieski, sin nada que perder, se encontró relajado. Había perdido, ¿y qué?

– En garde.

Ella inició el ataque con la finta a sixte, pero esta vez Palieski la estaba esperando. Paró con un ataque indirecto que dio en el blanco y la alcanzó en el pecho.

– Touché -murmuró.

Carla arqueó el cuerpo y deslizó sus manos a lo largo de su pierna, hasta el suelo.

Palieski levantó el florete.

– En garde.

El florete de Carla se alzó en guardia, y la mujer avanzó con una finta a octave.

Palieski había previsto la finta… y ella había imaginado que lo haría. Ahora ella lo pilló por sorpresa asestando un golpe a su hoja. Liberándose con delicadeza colocó la punta de su florete limpiamente en el centro del pecho de Palieski.

Sostuvo allí la hoja, curvada, durante una fracción de segundo más largo de lo necesario.

Entonces se quitó la máscara y se sacudió el cabello sobre los hombros.

– La esgrima… es como una conversación, ¿no está de acuerdo?

Sus ojos azules estaban llenos de malicia.

– ¿Qué ha aprendido sobre mí, signor Brett?

Palieski hizo una profunda aspiración y asintió con la cabeza.

– No entrega usted mucho, madame… Ni puntos, ni rasgos personales.

– Debe de haber algo. ¿O soy demasiado fría?

– ¿Fría? Creo que es usted controlada. Muy segura de sí. Un poco peligrosa quizás… para usted misma y para los demás.

Ella estaba contemplando el dibujo de mármol rosa, verde y gris trazado en el suelo.

– ¿Para mí misma? No estoy segura de entenderlo.

Palieski parecía pensativo. La mayoría de la gente, reflexionó, huía del dolor. Pero difícilmente podía él decirle a la contessa lo que había sentido respecto de ella. Aunque fuera cierto.

– Quizás si supiera por qué los d'Aspi mueren jóvenes, madame…

– ¡Ja! -La mujer lo consideró en silencio por un momento-. En cuanto a usted, signor Brett, puedo decir que Nueva York no es el lugar donde usted aprendió a practicar la esgrima. O sería mejor decir donde usted aprendió a manejar una espada. -Hizo una pausa, lo bastante larga para medir su reacción-. Yo practico durante una hora al día… y usted me ganó un punto. Pero justo en este momento, usted deseaba luchar a sable, estoy segura.

Palieski se encogió de hombros.

– Aprendí malos hábitos. Fue hace mucho.

Ella deslizó la punta del dedo por la línea de su mejilla.

– Un sabreur -dijo pensativamente-. ¿La guerra de 1812, quizás? ¿Servía en la caballería a lo largo de la frontera canadiense?

La ironía era ineludible.

Palieski dirigió su mirada al suelo.

– Este dibujo… Usted lo emplea, ¿verdad? Para esgrimir.

Notó que ella lo observaba. Al cabo de un momento la mujer dijo:

– Es usted muy perspicaz, signor Brett. Sí, lo utilizo.

Me ayuda a concentrarme. A mantener el control, como dice usted.

Palieski asintió. El dibujo consistía de un nudo sin fin, tejido a partir de cuatro triángulos en un cuadrado.

– ¿Es veneciano?

– ¿No lo reconoce usted?

Palieski negó con la cabeza.

– Es muy hermoso.

– Sí. -Carla tiró de la campanilla para pedir un café-. Y también una grapa, Antonio, para el signor Brett. -Sonrió-. Siempre he imaginado que los húsares beben grapa… pero, signor Brett, creo que le estoy haciendo enfadar. -Entrecerró los párpados-. Perdóneme.

– Los húsares… son unos patanes -explicó Palieski-. Yo espero que no me encuentre usted demasiado tosco.

Ella soltó una carcajada y se cubrió la boca con la mano.

– Estaba siendo elogiosa. ¿No dicen los húsares que siempre hacen correr a la gente… a los hombres en fuga, y a las mujeres hacia sus brazos?

Palieski esbozó una débil sonrisa.

– Digan lo que digan, madame, eso sólo es cierto de los lanceros.

Ella le brindó una sonrisa casi tierna.

– Los lanceros…

– Me estaba usted hablando sobre el dibujo de! suelo -dijo él con incomodidad.

– El Diagrama del Arenero -dijo Carla-. Tiene otros nombres… Éste procede del intento de Arquímedes por calcular el tamaño del universo. -Sonrió-. Ahora ya lo sabe usted… Y aquí está su café.

Palieski tomó la grapa y volvió a dejar el vaso sobre la bandeja. Se bebió el café de pie, como ella. Apenas había un solo mueble en el salón.

– Barbieri me dijo que andaba usted de caza por Venecia, en busca de algo raro.

«Pues sí que he encontrado algo -pensó Palieski-, a ti.» En voz alta dijo:

– Sí, mencioné a Bellini, y él se rió de mí. Dijo que tendríamos que robarlo.

– ¿Robarlo? ¿Un hombre respetable como el conde Barbieri?

– Parecía una broma.

Ella le dirigió una leve sonrisa.

– No sabía que el conde fuera capaz de hacer una broma si hay dinero en juego. Pero ¿Bellini? Admiro su ambición, signor… aunque dudo de que tenga usted éxito.

– Quizás no. Era sólo un rumor. Estaba actuando bajo un impulso.

– Sí, signor Brett. Eso puedo creerlo.

– Adivinó usted mucho de mi esgrima, madame.

– Quizás antes. Fue la manera en que aceptó usted mi desafío. A fin de cuentas, vino usted aquí esperando tomar café con una vieja dama -añadió con una carcajada-. Me alegro de que me concediera un asalto. Fue… galante. Espero que vuelva usted. Yo practico cada mañana, a esta hora.

Palieski se inclinó.

– Pero venga esta noche también -dijo ella alargando su mano. Palieski se la llevó a los labios-. A las siete en punto. El conde Barbieri estará aquí. Nunca se sabe, signor, tal vez haya robado ya un Bellini.

Capítulo 25

El croata estaba empeorando. Sus enfados, sus abandonos, se estaban haciendo mas frecuentes. Hasta sus productos era menos fiables. Dentro de uno o dos años, consideró Popi, podría resultarle inútil.