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– Me temo que lo estamos atormentando con nuestras tontas preguntas. Perdóneme.

– No, no… Es sólo… -Palieski sintió que ella le apretaba el brazo-. Un poco de sol, contessa. Me he pasado el día en la laguna. -Meneó la cabeza-. Pienso que más bien necesito un descanso.

– Pero, signor Brett, debemos excusarnos. Mandaré a Antonio que lo acompañe a casa. Cuando se sienta mejor, por favor, vuelva a visitarme.

Palieski inclinó la cabeza.

– Eso sería delicioso -murmuró. Ahora mismo, lo único que deseaba era echarse.

Una vez fuera, en la escalera, se sintió más tranquilo. Antonio, el criado, sostenía su sombrero sobre su brazo y lo acompañó escaleras abajo hasta la calle. En la puerta de su edificio, Palieski buscó la llave y encontró unas monedas.

– No, signor. Grazie a dei -dijo Antonio con una espléndida sonrisa y se marchó.

El embajador se tambaleó al entrar en el vestíbulo y se apoyó pesadamente durante un momento contra la pared. Se frotó la frente, antes de bajar por las escaleras lentamente, zozobrando como un borracho. Debía haberse quedado en la cama, desde luego… Pero entonces no habría vuelto a ver a la contessa. ¡Qué persona más encantadora! ¡Y él se había estado quejando de que todo el mundo en Venecia quería alguna cosa de él!

Giró la llave en la cerradura de su apartamento, pero la puerta estaba atascada; lo intentó de nuevo, y se abrió de golpe.

Se quitó de una patada los zapatos y cruzó tambaleándose la habitación, desprendiéndose de las ropas mientras andaba.

Stanislaw Palieski, embajador polaco en la Sublime Puerta, alias S. Brett, connaisseur, retiró la ropa de la cama y se derrumbó en ella, completamente desnudo.

Exactamente igual que la mujer que descubrió allí.

– ¡Ah! Caro mío -dijo ella extendiendo sus pecosos brazos-. Pensaba que tendría que esperar demasiado, demasiado, tiempo.

Le pareció a Palieski que la presentación había sido algo directa, a lo sumo.

Lanzó un gemido, y antes de que su cabeza llegara a la almohada, se quedó totalmente dormido.

Capítulo 28

Apenas a un centenar de metros de donde una frustrada cortesana se encontraba incorporada en la cama de Palieski, con los brazos cruzados y una expresión ceñuda en su bonita cara, el conde Barbieri se estaba despidiendo de la contessa.

– Lo lamento, Carla, pero tengo algunos asuntos que arreglar.

– ¿Algunos asuntos? Qué misterioso es usted, Barbieri.

El conde no echó de menos la ausencia de una sonrisa. Se disponía a contestar, pero lo pensó mejor. En vez de ello, le besó la mano a la mujer.

– Le deseo buena fortuna -dijo mirando hacia las mesas que los criados ya habían instalado.

– Nos veremos la próxima vez, entonces -repuso ella, y se dio la vuelta.

Abajo, el conde se dirigió a su góndola. El malecón crujió y por un momento el hombre hizo una pausa, alzando la vista hacia las estrellas. Rozando la esbelta estaca de amarre con una mano, se subió con ligereza a la frágil nave y se sentó, recostándose en los cojines. Había hecho bien en marcharse mientras la noche aún era hermosa. Antes de empezar a perder dinero.

Barbieri levantó la cabeza y contempló las estrellas.

Notó la suave inclinación de la embarcación cuando el gondolero ocupó su lugar en la cubierta detrás de él.

Arriba, la contessa estaba dirigiendo a sus invitados a las mesas de juego.

La góndola se apartó de su amarradero con un suave suspiro. La luz procedente de las ventanas de la contessa ribeteó la oscura superficie del canal; sobre su cabeza, las estrellas colgaban brillantemente en un cielo sin luna. En ninguna otra ciudad del mundo, estaba pensando el conde, podía uno apreciar tan bien los cielos.

Era una reflexión conveniente para un hombre que iba a morir.

Porque llevar a remo una góndola no es fácil, y la garganta del conde ofrecía un blanco inmaculado.

El asesino dejó que el remo se deslizara silenciosamente dentro del agua, y sacó su cuchillo de la funda.

Capítulo 29

Estambul, donde Palieski había vivido tantos años, se consideraba una ciudad saludable; un viento que soplaba de los Dardanelos, incluso en verano, agitaba y purificaba el aire; mientras que la rápida corriente del Bósforo, bajando desde el mar Negro, actuaba como un perpetuo canal de desagüe.

Quizás eso se debía a que, en 1204, el anciano y ciego dux Enrico Dándolo había propuesto trasladar Venecia entera a las costas del Cuerno de Oro. Acababa de conquistar Constantinopla con ayuda de los cruzados, y la posibilidad no volvería a presentarse. Su propuesta fue rechazada.

Venecia, según la sabiduría imperante, era un lugar malsano. Miasmas, que conllevaban el riesgo de enfermedad, se alzaban de unos perezosos rii, obstruidos, como generalmente estaban, por basura en putrefacción y excrementos. El paso de una góndola agitaba las profundidades de estas pequeñas alcantarillas a cielo abierto, y ocasionalmente levantaban un hedor. Todo el mundo sabía que esos malos olores, si eran inhalados, resultaban peligrosos.

Era también una ciudad de peste; o lo había sido, cuando traficaba con los puertos orientales. En aquellos tiempos, Venecia había sido famosa por San Lazaretto, la isla donde los recién llegados podían ser confinados durante cuarenta días… la quarentina. Ahora el lazareto albergaba el monasterio armenio, y con la declinación del comercio, y frente a la indiferencia oficial, las leyes de cuarentena habían sido suspendidas. De manera que pocos barcos se preocupaban de pagar los derechos de fondeo austríacos para entrar en la laguna con la incierta esperanza de comerciar con una empobrecida población donde se había permitido que las estrictas reglas de una antaño vigorosa República cayeran en desuso. Había quedado como una ciudad de ratas… Aquellas suaves zambullidas que Palieski oía a veces bajo sus ventanas por la noche eran prueba de ello; pero la plaga -la peste bubónica de la Europa medieval- no había, de hecho, estallado en Venecia durante muchos años. Sólo el cólera seguía siendo un problema recurrente.

¡El cólera! Palieski despertó la mañana siguiente a un resplandeciente cielo azul y con retortijones de estómago. Lanzó un gemido, tuvo un sudor frío y medio supuso que se iba a morir. Un extranjero sin amigos en una ciudad extraña. Desaparecería del registro sin que nadie se acordara de él, yacería bajo una lápida -si alguien le pagaba una- inscrito con un hombre ficticio. De haber vivido, pensó, podría haber sido al menos capaz de iniciar una relación con la contessa, incluso, quizás convertirse en su amigo. Pero la mujer se olvidaría de él cuando muriera, desde luego.

Tales pensamientos -el calor- sus enmarañadas sábanas -los gritos de los hombres sanos que pasaban por el canal afuera- no hicieron más que oprimir su ánimo. Estaba también inexplicablemente atormentado por un oscuro y ensoñador recuerdo de haber encontrado a una extraña en su cama, algo que lo preocupaba: ¿estaba perdiendo la razón también?

Se llevó las manos a la cabeza.

Entonces se abrió la puerta y aquella misma mujer pareció entrar limpiamente vestida, llevando un humeante bol de sopa de pollo.

– Guardate! -dijo ella-. ¡Mirad!

Palieski se revolvió bajo sus ropas, revivido por el olor del caldo. La mujer que lo había traído era regordeta y morena; tenía unas manos pequeñas y una cara tan dulce como la de una madona, de transparentes ojos castaños, impertinente nariz y un hoyuelo en medio de la barbilla. Arrastró una silla hasta la cama y se sentó.