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Él la miró. Ella hundió la cuchara en la sopa. Él hizo un débil esfuerzo por llegar a la cuchara, pero ella lo rechazó e hizo un gesto desaprobador, de modo que él volvió a recostarse contra las almohadas y dejó que ella le llevara la cuchara a los labios.

Si el olor de la sopa lo había revivido, la sopa misma perfeccionó la cura.

¡Un exceso de sol! Un dolor de cabeza, quizás un escalofrío; nada más. Por supuesto… ¡Aquella ridícula expedición a los armenios, a través de la laguna, al calor del día! No era extraño que estuviera pachucho. Y luego, vino espumoso en un estómago vacío. Había despertado hambriento, eso era todo.

Y ahora esa maravillosa joven lo había curado. Volvió la cabeza.

– No sé tu nombre.

– Maria -respondió ella, con una sonrisa. Palieski alargó la mano y la puso sobre la rodilla de la mujer.

– Maria -graznó-. ¡Qué nombre más precioso! ¿Y, sabes, Maria? Me siento mucho, mucho mejor ahora.

Capítulo 30

– ¿Qué quiere que le diga?

La mujer se encontraba de pie junto a la ventana, donde la noche anterior se había sentado con el dottore, charlando de leones de piedra.

– Para mí, commissario, ésta es mi casa. Éstos son mis amigos.

Brunelli sintió que el calor fluía hacia sus mejillas.

– Podría señalarle que uno de sus amigos ha sido asesinado -gruñó.

Su vista cayó sobre una monstruosa exposición de armamento bárbaro sobre la chimenea. Picas, alfanjes, sables… todo ello, sin duda, arrebatado a los cadáveres de los turcos caídos, en algún lejano campo de batalla dejado de la mano de Dios. Era improbable, pensó, que fuera cual fuese el vástago de la casa d'Aspi que había luchado aquel día, los hubiera matado personalmente. Eso habría sido una tarea para los hombres corrientes, los soldados comunes, los venecianos que lucharon y que sucumbieron, venecianos que no figuran en ningún registro.

– Lo que piense usted de mí, o del trabajo que hago, carece de importancia -añadió Brunelli-. Oigo lo mismo de mi hijo.

La contessa le lanzó una mirada de desprecio.

– Incluso su hijo …

– Mi hijo es joven. No entiende, creo, lo que significa la muerte. No entiende lo que es la justicia.

La contessa no dijo nada, simplemente se envolvió los brazos con más fuerza en torno de su cuerpo y miró fijamente por la ventana.

– Justicia -repitió él pesadamente. Brunelli podía suponer lo que la mujer estaba pensando. Todos esos aristócratas eran iguales. Siempre suponiendo que la ley era para la gente vulgar como él. Y que seguían soñando con los tiempos en que controlaban la República… Excepto que se daban por vencidos, también, al primer disparo-. Creo que el conde mismo hubiera deseado eso.

La contessa se llevó la palma de la mano a la boca. Brunelli vio que sus hombros subían y bajaban. Al cabo de un rato se secó los ojos con los dedos.

– ¿Y el gondolero, commissario?

– Sumamente magullado. No recuerda nada -dijo Brunelli bruscamente-. ¿Estaban cerradas sus puertas?

Se produjo una pausa. Finalmente la contessa dijo:

– No era necesario. Antonio estaba al pie de la escalera para recibir a los invitados.

– ¿Y conducirlos arriba?

– Sí.

Cualquiera, pensó el commissario, podría haber entrado por la puerta de la calle y caminado hasta el malecón, mientras el criado acompañaba a los invitados arriba.

– El conde… ¿fue el primero en marchar?

– Se fue temprano. Dijo que tenía algo que hacer.

– ¿Sabe usted qué?

– No. Y lo… lo acusé de ser misterioso -dijo la contessa con voz inexpresiva.

– ¿A qué hora cree usted que se marchó?

– ¿A qué hora? ¿Importa eso, commissario?, a las nueve, a las diez. Nos disponíamos a jugar a cartas. -Levantó la barbilla agresivamente. ¿Por qué no dice usted, digamos, a las nueve y media? Póngalo concreto. A sus superiores les gustará eso.

Brunelli la ignoró.

– ¿Esperaba usted que el conde jugara?

– Naturalmente.

Brunelli hizo una pausa.

– Las apuestas… ¿eran altas o bajas?

Venecia había inventado el casino. Huelga decir que nadie jugaba con garbanzos.

– Usted probablemente las consideraría altas. Mil liras, más o menos.

Brunelli asintió. Había esperado más.

– ¿Y el conde Barbieri podía permitirse gastar ese dinero?

Ella dejó escapar una risita.

– No huía de las mesas, commissario.

Se oyó un golpecito en la puerta.

– Avanti!

Scorlotti, el ayudante de Brunelli, entró en la habitación con indecisión. Vio a la contessa y se inclinó.

– Tengo algo de que informar, commissario.

Brunelli llevó a Scorlotti aparte y hablaron en voz baja.

– Eso es todo, Scorlotti, gracias.

Cuando el policía hubo salido, el commissario se volvió nuevamente hacia la contessa.

– Creo que esto es todo por el momento.

– ¿Por el momento?

– A menos que haya algo más que usted desee decirme ahora. Sobre Barbieri, quizás. -Hizo una pausa-. ¿Alguna cosa… no sé, desacostumbrada, sobre la noche de ayer, por ejemplo?

Algo, pensó Brunelli, cambió momentáneamente en la expresión de la contessa.

Él esperó, paciente como un gato ante la madriguera de un ratón.

– Yo… No se me ocurre nada.

Él percibió su reticencia.

– Podría ser cualquier cosa… Incluso trivial. ¿Una observación? ¿Un invitado que no apareció como era costumbre en él?

– No. No exactamente -dijo ella con lentitud. Levantó una mano para retorcer uno de sus rizos alrededor del dedo-. Un norteamericano. No se encontraba muy bien, creo.

– ¿Perdió a las cartas?

– No, no. Se marchó mucho antes… -Sus ojos se ensancharon-. Se fue antes que el conde.

Brunelli se quedó en silencio un rato.

– ¿Y el nombre de ese norteamericano, contessa?

Pero ya sabía la respuesta.

Capítulo 31

Yashim empujó la puerta que daba a un pequeño patio adoquinado. Había tiestos de romero y salvia apoyados contra las enjabelgadas paredes, y en un rincón crecía un limonero que arrojaba sombra sobre una mesa y un banco de madera. Más allá del árbol había un largo biombo de madera con delgadas baquetillas pintadas de azul que le recordaron a Yashim una casa de té que había visitado una vez, en Tashkent.

Del árbol colgaba una jaula, dentro de la cual había un pajarillo.

Yashim apoyó su espalda contra la puerta y sonrió para sí. A través del cristal pudo ver las plumas y los pinceles de los calígrafos metidos en tarros, en el antepecho de la ventana.

Cruzó el patio y llamó con indecisión a la semiacristalada puerta. No acudió nadie, de modo que apoyó sus brazos contra el cristal y atisbo dentro. Se veían libros alineados en las paredes. Y también un bajo diván tapizado lleno de cojines, y delante de éste una mesa con una gran lámpara de aceite en un extremo. Un taco de papel reposaba sobre la mesa, con algunas plumas y una botella de tinta. Junto a la tinta había una cajita de madera. Se divisaba una puerta en la parte trasera de la habitación, que estaba cerrada. Era azul, como el biombo.

Parecía una sala de trabajo… un tranquilo estudio. No había signo alguno de que alguien estuviera trabajando. Yashim probó la puerta, pero estaba cerrada.

Dio un paso hacia atrás y vio el banco junto la pared. Se sentó.