Выбрать главу

Entonces se abrió la puerta de la calle.

Capítulo 32

Ella había dejado caer su pañuelo antes de ver a Yashim; ahora lo recogió y se tapó la cara con él, pero no antes de que Yashim hubiera podido ver los mismos pronunciados pómulos y la amplia boca que él recordaba de quince años atrás; sus ojos eran los de su madre, supuso.

Se puso de pie.

– Perdóneme, hanum. Yo soy Yashim lala… conocí a Yamaluk effendi en el Palacio Topkapi, hace muchos años.

Ella vaciló con el pañuelo. Lala, era el apelativo honorífico que Yashim con frecuencia usaba: guardián, tío. Se daba a cierta clase de hombres que no eran exactamente hombres. Y Mehila hanum no era ninguna muchachita pecosa. Más baja y rechoncha que su padre, era madre y abuela, también. Pero conocía las costumbres de palacio.

Dejó caer su pañuelo.

– Me ha dado usted un susto, Yashim lala, sentado ahí -dijo-. Pensé que era mi padre.

– Lo siento, hanum. No tenía intención de entrometerme. Al no responder nadie a la puerta, miré dentro. Me temo que quedé impresionado por la belleza de este lugar.

– Es… muy tranquilo -la voz de la mujer sonaba inquieta.

– Yo había esperado hablar con su estimado padre -dijo Yashim apresuradamente. Se sentía torpe-. Puedo venir en otro momento.

Mehila hanum cerró la puerta de la calle y avanzó unos pasos por el patio.

– No le había visto a usted antes, Yashim effendi. ¿Es usted amigo suyo?

– Nos conocíamos, hanum. Vengo como amigo.

– Yamaluk effendi murió hace un mes.

– Mis condolencias, hanum. Lamento oír eso.

Un silencio se instaló entre ellos.

– La paz de Dios esté con él. No quisiera inmiscuirme en su pena.

Yashim pasó por el lado de la mujer, hacia la puerta.

– No es ninguna intrusión. Era un hombre viejo. Yo… podría mostrarle la habitación donde trabajaba.

Había orgullo en su voz. Yashim se dio la vuelta.

– Me sentiría muy honrado -dijo simplemente.

– Mi nombre es Mehila -dijo ella-. Mi madre murió al dar a luz a Matun, mi hermanito. Éste murió cuando tenía ocho años. Yo tenía catorce entonces.

Cuando ella se dio la vuelta para descorrer el cerrojo, Yashim empezó a comprender. Yamaluk había sido su padre y su madre. Sin embargo, ella había tenido que cuidar de él también.

– Éste es el cuchillo para los pinceles. Este dawat -el tintero- es de laca persa. Guardamos el mejor papel aquí, protegido del sol.

La mujer lo guió alrededor de la habitación, señalando los artículos del oficio de su padre, tocándolos con sus fuertes dedos.

Los dedos de un calígrafo. Tenía las manos de su padre.

– Me han dicho que su padre hizo algunos de sus mejores trabajos después de retirarse de Topkapi -comentó Yashim-. Como si hubiera redescubierto su energía.

– No me corresponde a mí decirlo -dijo ella rápidamente-. Le gustaba trabajar aquí.

– ¿Pulverizaba usted sus pigmentos para él, Mehila hanum?

Ella no respondió. Yashim se inclinó sobre el papel de la mesa, y quedó inmediatamente impresionado por la fluida fuerza de la caligrafía, el hermoso y cuidadoso colorido de los márgenes. Reconoció la sura del Corán.

Hizo una aspiración. La tinta, pensó, estaba todavía fresca.

– ¿Está prohibido -preguntó Yashim lentamente- que una mujer transcriba la palabra de Dios, cuando lo hace tan bien como cualquier hombre?

Sus ojos se encontraron.

– No está prohibido -respondió ella-. Pero lo hice para él.

Yashim bajó la mirada. Yamaluk había adiestrado a su hija, y ésta lo había igualado. Ahora Yamaluk estaba muerto y éste podría ser el último Corán de la mujer.

Yashim miró a su alrededor en silencio. Yamaluk -o tal vez su hija- trabajaban en diseños geométricos también, trazando dibujos de hermosos colores. Yashim sabía que representaban los misterios de la Creación, y eran intentos de revelar una forma subyacente. Los azulejos de Iznik que él había rescatado se inspiraban en la misma tradición.

Se detuvo ante un iridiscente esquema de doce flores que resplandecían en los bordes de un círculo.

– El Árbol de la Vida -dijo Mehila sonriendo.

– ¿Y éste?

– Es un esquema astronómico. Muy antiguo. No tiene nombre.

– ¿Y éste? Lo había visto antes.

– Sí… Es griego. Lo llamamos el Diagrama del Arenero, y es de Arquímedes.

Yashim asintió. Sabía algo del matemático, que fue estúpidamente muerto por un soldado romano en Siracusa, ocho siglos antes del nacimiento del Profeta, la paz sea con él. No sabía que el diagrama le perteneciera.

– Parece familiar, a pesar de todo.

Mehila siguió el dibujo con los ojos.

– A los griegos, quiero decir, a los griegos posteriores, de los tiempos bizantinos, les gustaba el diagrama, así que quizás lo ha visto usted en alguna parte de la ciudad.

No había necesidad de preguntar a qué ciudad se refería. Para los bizantinos, como para los otomanos, sólo había una ciudad. Un Estambul.

– Mírelo como un diagrama de posibilidades. Exploradas e inexploradas.

Yashim estudió la figura.

– Pero ¿no podría ser eso infinito?

– Las posibilidades no son infinitas. Sólo las imposibilidades. El reino de lo posible tiene límites. Los granos de un puñado de arena pueden contarse. Está dentro de lo posible.

Yashim asintió. Ambos salieron al patio.

– ¿Su padre vivía solo?

Mehila sonrió.

– Jamás estaba solo mientras tuviera sus libros. Y nosotros vivíamos muy cerca. Siempre era bienvenido en nuestra casa.

– Tenía un jardín precioso -dijo Yashim.

– Le encantaba el limonero. Se sentaba allí durante horas por la tarde, effendi -dijo la mujer. Tuvo un pequeño escalofrío-. Por eso me dio usted un susto, al estar sentado ahí. Fue precisamente… donde lo encontré.

– Lo siento, hanum. Pero éste es un lugar de paz sublime.

Mehila se mordió el pulgar, y apartó la mirada.

– Supongo que sí.

– Era un lugar que él amaba, su familia allí cerca, sus libros. -Yashim trataba de tranquilizarla-. Es una dulce manera de morir para un anciano.

– No lo sé, effendi. Me gustaría creerlo. Parecía… Parecía… tenía muy mal aspecto. Parecía asustado. Los ojos abiertos. Muy asustado.

Se llevó el puño a la boca.

Yashim la miró a los ojos.

– Lo siento -dijo. No había nada más que decir; no se podía decir nada. El conocimiento de la muerte era un lazo sobreentendido entre todos ellos-. ¿En qué estaba trabajando?

– No trabajaba mucho. Tenía su discurso que escribir… Trabajaba en eso.

– ¿Discurso?

– Escribía un discurso para celebrar el acceso al trono del joven sultán. Era muy hermoso. Lo escribía en caracteres cúficos.

Yashim conocía el estilo; las letras árabes puntiagudas y afiladas.

– ¿La escritura de un guerrero?

Ella sonrió.

– Mi padre decía que eso sugeriría las responsabilidades del poder. El sultán ya no es un niño. Comprendería.

– ¿El sultán conocía el discurso?

– Mi padre se lo ofreció en persona -dijo ella con orgullo.

Yashim asintió, contenta por ella y por el viejo; contento de que el nuevo sultán hubiera tenido la gracia de recibirlo… Pero había una última cosa.

– Me dijeron que su padre tenía un maravilloso libro de dibujos. Hecho por un veneciano.

Mehila lo miró de modo incisivo.

– ¿Le dijeron? ¿Quién se lo dijo?

– Aram Malakian. Su amigo. Y mío.