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Palieski vacilaba. Poseía un código, y creía que debía ser fiel a él, incluso cuando tenía problemas.

Especialmente, quizás, cuando tenía problemas. ¿De qué servía el código, si no?

– Me temo que no puedo demostrar que estaba aquí -dijo rígidamente.

Brunelli lanzó un suspiro.

– Es una lástima, signor Brett.

Sus ojos se encontraron. En el aquel momento, la puerta de la habitación se abrió y una joven entró. Se sujetaba una aguja en el cabello.

– Pero yo sí sé, commissario, que este caballero se encontraba aquí. -Sonrió con dulzura-. Estuve con él toda la noche.

Capítulo 34

Stanislaw Palieski cerró la puerta al amistoso commissario y se volvió hacia la huésped no invitada. La mujer parecía muy bonita con la luz iluminándole en el cabello.

– Estoy en deuda contigo, Maria -dijo-. Me temo que éste es un asunto terrible.

Maria asintió con una sonrisa. La primera regla, le habían dicho, era mantener a su caballero en buen estado de ánimo. Hasta la llegada del policía, lo había estado haciendo bastante bien, pensó.

– Podríamos dar un paseíto -sugirió.

Se dirigieron al sur, del brazo, hacia el Zattere. Los canales eran más anchos por esos lugares; los pavimentos, lisos. Aquí y allá, exuberantes rosas se desparramaban sobre sus cabezas desde los amurallados jardines.

Los mendigos estaban sentados en los portales, al sol, suplicando limosna. Por las ventanas abiertas salían los sonidos de personas comiendo; los de cacharros y cuchillos; alguien, en alguna parte, estaba tocando una flauta.

Palieski había pasado la mitad de su vida en Estambul, y ahora la presión de un brazo de mujer sobre el suyo, el ritmo de sus pasos, más pequeños -al principio torpes pero luego agradables-, su musical parloteo (cuando uno se detenía a escucharlo era poco más que eso), le devolvía inesperadamente a otro país, mucho tiempo atrás.

Sintió la mano de la joven en su nuca.

– ¿Te encuentras bien, caro mió?

Palieski se pellizcó en el puente de la nariz. Durante un instante cegador había visto a otra mujer con los ojos de su mente, y sentido la presión de su brazo en el suyo.

– Perdóname, María.

– Vamos. Ya hemos llegado -dijo María. Doblaron la esquina y allí estaba el Zattere, con la larga y baja silueta de La Giudecca al otro lado del agua, la iglesia de San Giorgio, y las velas pardas de las barcazas colgando en el aire del verano.

– Dime, Maria -dijo Palieski-. ¿De dónde eres?

Ella le apretó el brazo.

– De Venecia, tonto.

– Pero anoche… ¿Cómo es que viniste?

Maria asintió con la cabeza.

– Fue la signora Ruggerio. Dijo que debía.

Palieski soltó una débil risita. Ruggerio, por supuesto.

– Me alegro de que lo hicieras.

Maria volvió a apretarle el brazo.

– ¿Puedo tomar un helado? -dijo alegremente.

Capítulo 35

Como muchos venecianos, Brunelli creía que los venecianos comen mejor que cualesquiera otros ciudadanos del mundo; y, como muchos venecianos, también él creía que comía mejor que nadie en Venecia, gracias a su esposa.

Aquella mañana, antes de que tuviera noticias de lo ocurrido al infortunado Barbieri, su mujer le había anunciado su intención de cocinar seppie con nero para el almuerzo. Ella sabía que Brunelli estaba descontento con su hijo. Seppie con nero era un plato favorito para los dos, y ella esperaba que sus diferencias podían resolverse frente a un cuenco de humeante líquido.

– Llegas tarde, papa -dijo Paolo, cuando Brunelli apareció.

Carla miró a su marido. Éste sonrió.

– Si llego tarde, Paolo, es porque he estado trabajando. No holgazaneando por la piazza, charlando y fumando puros.

– Pero, papa, tu trabajo es charlar también. Lo mismo que el mío.

– Humm. -Brunelli se sentó a la mesa y cerró los ojos-. Lo huelo. Huelo a seppie con nero -susurró.

Capítulo 36

En los tiempos de la República, los asuntos de Estado eran discutidos por el Consejo de los Trescientos, elegidos entre las familias nobles. Ningún otro veneciano tenía influencia alguna sobre la política de la República.

La verdadera autoridad se hacía recaer en un Consejo de los Diez, elegido entre miembros del Senado. Los diez gobernaban en nombre del dux.

Detrás de los Diez, manejando los resortes del poder absoluto, sin posible apelación, estaba el Consejo de los Tres.

Todo esto, un sistema de gobierno absoluto mediante un gabinete secreto, fue barrido por Napoleón. En 1797, una guardia de honor de infantería croata que se marchaba hizo unos disparos de saludo como despedida; los senadores, presa del pánico, instantáneamente votaron el final de su existencia, y huyeron de la cámara.

Pero aún sobrevivía un vestigio del viejo gobierno.

Mientras el amigo de la contessa lamentaba la pérdida de los viejos leones de piedra de San Marco, había uno, al menos, cuyo futuro parecía asegurado, incluso bajo los Habsburgo. En la parte trasera del Palacio del Dux, en un estrecho callejón de lisas paredes sin ventanas, una cabeza de león de piedra estaba adherida a la pared, sus ojos mirando fijamente, su boca abierta.

Dentro de esta boca, la bocca di leone, los ciudadanos corrientes siempre se habían sentido alentados a depositar información que sería útil para el Consejo de los Tres. La información, aportada anónimamente, era investigada y, si demostraba ser interesante, podía ser utilizada inmediatamente… O simplemente archivada en expedientes que el Estado Veneciano conservaba sobre todos sus ciudadanos, y más si eran importantes. Un tufillo de traición, una deshonesta práctica comercial, una ruptura de contrato, una infidelidad conyugal. El conocimiento oculto era la herramienta por la que los venecianos gobernaban su Estado. El conocimiento del mundo en general los había hecho ricos. El conocimiento de sí mismos, esperaban ellos, los mantendría a salvo.

No era, después de todo, una república muy progresista; por eso estalló cuando Napoleón la tocó, como una burbuja de cristal de Murano.

Lejos de suprimir la boca del terrible león en nombre de la Libertad, los franceses la habían ampliado; la denuncia anónima también se convirtió en el instrumento del gobierno revolucionario en París.

Y los austríacos, que nunca fueron unos reformadores demasiado celosos, y preferían dejar las cosas en buena parte tal como las habían hallado, pronto se dedicaron a inspeccionar regularmente la bocca di leone. Naturalmente, no encontraron mucho; el pueblo de Venecia era en general reticente a proporcionar información a sus gobernantes extranjeros.

Pero los viejos hábitos se resisten a desaparecer.

Venecia fue la primera ciudad de Europa en tener alumbrado público, pero el callejón de la parte de atrás del Palacio del Dux estaba casi a oscuras cuando, hacia las diez de la noche, una sombra se deslizó por delante de la bocca di leone.

La sombra planeó a lo largo del callejón sin una pausa, pero el león fue alimentado con un rombo de papel, muy pequeño y estrechamente enrollado.

Capítulo 37

Palieski observó como Maria se lamía un resto de helado de su labio superior.

Una lenta procesión de barcazas con velas manchadas por la herrumbre seguía su camino a lo largo de La Giudecca. Los barcos extranjeros que venían de alta mar eran raros. Palieski recordaba las grandes goletas de tres mástiles y las fragatas que a menudo atestaban el Bósforo, allá en casa. Aquí la navegación era estrictamente locaclass="underline" chalanas procedentes de la laguna, transbordadores de las islas empujados por cuatro hombres con largo remos, un enorme y cubierto burchiello, o barcaza de pasajeros, y una multitud de naves más pequeñas -lanchas, esquifes y la ocasional góndola- salpicaban las plácidas aguas azules, rutilando despreocupadamente a la luz de la última hora de la tarde.