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– Y ahora apreciarían ustedes un poco de competición.

Alfredo sonrió.

– Nos comprende usted muy bien, signor.

Palieski hizo un gesto al camarero.

– Dos coñacs -dijo. Y dirigiéndose a Alfredo, añadió-: Ustedes no saben nada de mí.

Alfredo se rió para sorpresa de Palieski. Esperó mientras el camarero servía el coñac en dos enormes copas.

– Exagera usted, signor Brett. Creo que se sorprendería de lo mucho que sabemos sobre usted.

Deslizó una mano bajo el vientre de su copa y la agitó para que el acaramelado líquido dejara un brillo aceitoso en el interior; luego la levantó hasta su nariz e inhaló, profundamente.

– Pero, en realidad, no importa en absoluto. El suyo es un país grande, signor Brett, como creo que usted ya ha hecho notar.

Palieski levantó la mirada y sus ojos se encontraron.

– Me alegro de haber tenido la oportunidad de hablar -dijo Alfredo. Inclinó su copa hacia Palieski-. Por Bellini -dijo suavemente. Luego, sin esperar una respuesta, se bebió el licor y se puso de pie.

– No hemos discutido sobre Bellini, signor Alfredo -dijo Palieski.

– Yo siempre he hablado de Bellini, signor Brett.

Se dio la vuelta para marcharse, luego se detuvo y volvió la cabeza.

– Nos volveremos a ver. La nota está pagada -añadió, con una leve sonrisa.

Dicho lo cual se marchó a través de un arco de la galería con dos rápidas zancadas.

– Mutis a la derecha -murmuró Palieski para sí-. Signor Brett, en escena, bebiendo coñac.

Bajó la mirada y reconoció la lista que había estado escribiendo, comparando las opciones.

Rompió la lista en pedacitos. Tras lo cual, se puso de pie y se dirigió al borde del canal, donde dejó caer los trocitos al agua.

– Telón.

No era lo que había esperado. Le hacía sentirse incómodo.

Asustado.

No acudiría a la cita, pensó.

Capítulo 44

– Signor Brett.

Palieski miró a su alrededor y reconoció a Alfredo. Anduvieron al paso un momento. Ninguno de los dos le decía nada al otro, hasta que Alfredo señaló un pontón.

Se acercó a la barandilla y se inclinó por encima de ella, contemplando La Giudecca, y luego se giró hacia Palieski y sonrió.

– ¿Qué sabe usted de los Bellini, signor Brett? Como familia, quiero decir.

– ¿Los Bellini? El padre se llamaba Jacopo. Buen pintor, muy considerado en su tiempo. Dos hijos… Gentile y Giovanni. Vasari dice que eran muy cariñosos. Giovanni estaba trabajando en los frescos del Palacio del Dux cuando llegó la invitación de Mehmet para el mejor pintor veneciano, y Vasari sugiere que el Senado consideró que no podrían prescindir de él. De manera que enviaron a Gentile.

– Oh, yo pienso que Gentile era bastante bueno para el trabajo, signor Brett. Debemos concederle eso. Cuando Bellini se marchó, Mehmet le otorgó un título.

– Él no utilizaba ese título.

– Por supuesto que no. Mehmet también le regaló un cinto de oro, cargado de monedas. La familia Bellini lo guardó durante muchos años.

Palieski se inclinó sobre la barandilla.

– ¿Y bien?

– Signor Brett. -Alfredo parecía divertido-. Mi patrón ha hablado con cierta extensión con el propietario del cuadro que usted busca.

– ¿El retrato de Mehmet el Conquistador? ¿De Gentile Bellini?

– Mi patrón lo vio hace unos meses. Y de nuevo, esta mañana. Antes de eso… Bueno, tiene que ver con aquellas monedas de oro, signor Brett, y también con Tiziano, su Titian. Era discípulo de Bellini.

– De Giovanni, seguramente -Palieski no se había pasado horas enteras leyendo y releyendo el Vasari para nada.

– De Giovanni, sí. Pero era una familia muy unida, signor Brett. Y pienso -algo muy importante- que deberíamos recordar lo unidos que estaban los venecianos y los otomanos. Cuando Venecia enviaba un bailio a Estambul, enviaba el mejor. Y había muchos otros comerciantes también.

– ¿Alguien compró el cuadro y lo trajo de vuelta?

– Alguien que habría reconocido la calidad de la obra.

– ¿Quién?

Alfredo sonrió y extendió las manos.

– Un poco demasiado directo, signor. No puedo decirle el nombre ahora… Pero, por supuesto, a su debido tiempo…

– ¿Y cuál es el trato?

– Dieciséis mil cruceros. Casi seis mil esterlinas, si lo prefiere usted.

Palieski volvió a la barandilla. ¡Seis mil libras esterlinas! Suficiente, supuso, para mantener un palazzo toda la vida, con un gondolero aguardando permanentemente. Menos de lo que el sultán gastaba en un mes en velas, también, sin duda.

– No quiero influir en usted -comentó Alfredo-. Créame, comprendo que es un montón de dinero. Pero mi patrón ha vendido muchos cuadros por bastante más. Bellini no está de moda, para ser sincero. Tiepolo, Tiziano, Veronese… muy bien. Vendimos un Tiziano, el año pasado, a un inglés por quince mil libras.

Palieski asintió imperceptiblemente. Había hecho algunos deberes. Alfredo decía la verdad.

– Las modas cambian -observó el tratante-. Canaletto, antaño, dos mil, tres mil. Ahora puede usted comprarlo por ochocientas. Siempre hay otro, si se pierde uno. -Se encogió de hombros-. Pero un Bellini… Eso, signor Brett, puede usted comprarlo sólo una vez. Si me lo permite, lo dejaré con sus pensamientos. Puede usted encontrarme en el pequeño bar de Costa… está cerca del final, bajando por una escalera. La tarde se está enfriando.

Se estrecharon las manos.

– Gracias, Alfredo. Déme cinco minutos.

Los italianos, pensó para sí, siempre temerosos del frío. Luego recordó algo en lo que no había pensado en muchos años… Un compañero al que quería, un hombre que bromeaba y era generoso y que sabía luchar. Pero cuando Ranieri hubo perdido su caballo en la larga retirada, murió antes de que Palieski lo encontrara, rígido y azul, en la nieve rusa.

Resopló y se apoyó en la barandilla. La luz del sol iba abandonando poco a poco La Giudecca, dejando en la sombra las agujas y las viejas y descoloridas fachadas de las casas. Una marea más gris estaba avanzando desde el este y las quietas aguas iban perdiendo sus destellos. Se instalaba la habitual luz grisácea que reina en todas las ciudades a principio del crepúsculo, cuando pierden su belleza y aún no han ganado la enjoyada y reluciente presencia de la noche.

Encorvó su cuerpo contra la baranda, pensando en otra época, cuando el sol sobre Italia había instigado promesas y esperanzas: las promesas de un tirano y las esperanzas de hombres sencillos. Él nunca había esperado volver, ¿verdad? Las gesticulaciones, y las imprecaciones, pronto olvidadas; el staccato musical del lenguaje, y, bajo sus manos, el desgarrador hueco de una espalda de mujer mientras caminaban juntos bajo las luces de la noche.

Ahora estaba de vuelta y pronto se marcharía.

Se ajustó el pañuelo al cuello, preguntándose si los italianos tendrían razón, y si había una frialdad en el crepúsculo.

Seis mil libras esterlinas. Yashim estaría encantado.

Y un hombre en una vinatería, dispuesto a negociar.

Stanislaw Palieski dio una golpecitos a la barandilla y regresó al Zattere, dirigiéndose a través de él hacia un cielo cada vez más oscuro.

Capítulo 45