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El signor Ruggerio, al salir de su casa en San Barbera para comprar un purito en la tienda de la esquina, se quedó sorprendido al verse acompañado por dos hombres, de quienes tenía el vago recuerdo de que lo sujetaron por los brazos y le sugirieron que fuera a tomar una copa con ellos, en algún lugar fuera del campo.

Algún lugar, de hecho, más allá de cierta red de callejones, una definida isla de barro, pilotajes y pavimentos entrecruzada de pequeños canales, y que constituía la parroquia de San Barbera.

Lo llevaron sobre un puente.

Le dieron a beber un vaso de vino.

– Él tiene dinero -dijo Ruggerio, tragándose prudentemente su envidia junto con su tinto… Porque a nadie le gusta perder un cliente-. Eso por supuesto. La cuestión es, ¿de dónde viene?

A los hombres, al parecer, les gustaba la forma en que él hablaba.

– Eso es para usted, barone -dijo uno de ellos en la puerta del bar, sacando de su bolsillo del pecho un puro envuelto en un billete-. Espero que pueda usted encontrar su camino de vuelta a casa.

– Ya saben ustedes cómo son las cosas, caballeros -replicó Ruggerio nerviosamente-. A mi edad, uno empieza a olvidarlo todo.

Uno de los hombres alargó la mano y le pellizcó la mejilla a Ruggerio.

– Me encanta oírlo, barone -dijo-. Que duerma bien.

Capítulo 46

Palieski regresó lentamente a pie a su apartamento. Se le había ocurrido, extraña e irónicamente, que podría hacerse con seis mil libras.

De vez en cuando oía pasos que se aproximaban; una oscura figura surgía del estrecho pasaje, su sombra alargándose a cada paso, y pasaba por delante de él con su ahogado saludo. A veces oía pasos a su espalda. Caminaba lentamente, saboreando el dinero, y los dejaba pasar.

Seis mil libras servirían para comprar un pequeño ejército, o una biblioteca o a un asesino. Se hizo preguntas al respecto. Se preguntó, también, cómo sería poseer un periódico, quizás en Francia; ediciones en polaco y francés; artículos sobre poesía y música, y, por encima de todo, la verdad sobre Polonia y los polacos. Mickiewicz era un buen poeta. Herzen… Contribuiría al bando de Rusia. Sí, seis mil libras darían para mucho en la diáspora, en buhardillas y salones.

Pero, por otra parte, no lo bastante. ¿Mejor, quizás, ir a Nueva York, como signor Brett, vendiendo Canalettos a los nuevos ricos? Esbozó una amplia sonrisa y torció a la izquierda. ¡Australia! Una nueva vida. Una nueva vida, sin duda, pero inclusos en sus sueños no estaba claro qué vida podía llevar en Australia.

Seis mil. Dos derrochadas en opio procedente de Bengala; otras dos en un velero. Vendido en China. ¡Taipan Palieski, el hombre más rico de Amoy! Dejó escapar una risita.

Se oyeron pasos nuevamente en los adoquines, a su espalda.

Se detuvo para mirar a su alrededor y no consiguió reconocer el callejón. No había luces más allá. Comprendió que había doblado por una esquina errónea; para asegurarse se dirigió al extremo del callejón y se encontró mirando a través de una arcada a una serie de fangosos escalones y a un canal.

Giró en redondo, y empezó a deshacer lo andado, oyendo el desigual eco de sus pasos en la oscuridad.

Capítulo 47

Maria estaba tranquilamente sentada en una silla cuando vio que se giraba el pomo de la puerta.

El primero de los hombres tenía una cicatriz que le iba desde el ojo hasta la boca; era delgado, y Maria supuso que andaría por los cuarenta o cuarenta y cinco años. El otro era más joven, más grande, y tenía los ojos hinchados. Su aspecto era de bebedor.

Ninguno de los dos parecía un amigo del signor Brett.

– ¿Esperando a alguien?

El hombre de la cicatriz permanecía en el dintel, dándose golpecitos con sus guantes en el dorso de la mano. Parecía irritado.

– Estoy esperando al signor Brett -respondió secamente Maria-. ¿A quién, si no? Eh, no pueden entrar aquí -añadió, mientras el grandote pasaba por su lado y se acercaba a la ventana a mirar fuera.

El hombre de la cicatriz la ignoró. Cerró la puerta a sus espaldas.

Maria sintió miedo.

– ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué están haciendo aquí?

El hombre de la cicatriz se acercó a ella y la miró a la cara.

– Háblanos de tu novio, bonita -dijo.

Maria avanzó su labio.

– No hay nada que decir. Es americano.

– ¿Americano? Oh, oh. Eso no es lo que he oído, bonita. ¿A que no sabes dónde compra sus sombreros?

– ¿Sus sombreros?

– Ya has oído lo que he dicho. En Estambul, Constantinopla. ¿Has oído hablar de Constantinopla? Espero que sí. No creo que seas estúpida.

– No sé de qué están hablando ustedes -dijo Maria.

El hombre de la cicatriz se quedó mirándola fijamente a la cara. Sus ojos carecían de expresión.

Sin previa advertencia, echó la mano hacia atrás y la golpeó con fuerza en la mejilla.

Maria lanzó un grito y se tambaleó.

– No me gustan las mujeres que mienten -dijo-. No me gustan las putas.

– Yo no soy…

El hombre la volvió a golpear.

Maria levantó la mirada. Las luces de las velas eran enormes y borrosas. Se sentía mareada.

– Ésta es su habitación -dijo Maria con voz espesa. Podía sentir el sabor de la sangre en la boca-. Fuera de aquí. -Parecía bebida; las sienes le latían con fuerza-. Fuera de aquí.

Se oyó un débil silbido; el hombre de la cicatriz apuntó con un dedo a Maria, que estaba rodillas en el suelo.

Maria trató de moverse, pero el otro hombre, el silencioso, la cogió de los brazos y se los dobló brutalmente por detrás de su espalda.

– Una palabra más y puedes despedirte de tu amante con un beso.

El tipo de la cicatriz se acercó a la chimenea y apagó la vela con los dedos.

El hombre silencioso la empujó delante de él, hacia la puerta. Una vez en ella miró a Maria y dijo:

– ¿Dónde está tu toca?

Ella movió la cabeza negativamente. Él se fue adentro y reapareció con ella, aplastada en su mano.

– Ahora vamos a hacer que parezcas bonita. -Le puso la toca en la cabeza y se la ató alrededor de la barbilla-. Vamos a bajar a la calle y si haces un movimiento, o un sonido, te meteré esta hoja entre las costillas. Un empujón, y la retuerzo hasta el fondo, carissima.

La mujer era bien consciente de que bajaban por las escaleras: tenía un brazo tras su espalda y el dolor que sentía con cada escalón le hacía desear gritar. Quería sollozar, pero sentía los pulmones paralizados. Apretó los labios, y salieron a la noche.

Otro hombre se unió a ellos en la esquina.

– Un poco de información -dijo el de la cicatriz-. Pero ahora mismo no habla nuestra lengua muy bien. Creo que puedo cambiarlo.

El recién llegado gruñó:

– ¿Está limpio el lugar? El hombre dice que tiene que ser limpio.

– Sólo quedaba este resto de suciedad -le respondió el de la cicatriz-. Pero la hemos sacado.

El hombre deshizo su pañuelo. El de la cicatriz lo utilizó para vendar los ojos a Maria, quitando y volviendo a colocarle su toca.

– Vamos. Y tú, cara… recuerda lo que he dicho. Mantén la cabeza baja.

Caminaron, o fueron dando tumbos, durante unos minutos. Maria perdió todo sentido de la dirección. En una ocasión el hombre que la sujetaba tiró de ella hacia atrás tan bruscamente que casi se cayó. Notó que se partía el talón de su zapato. El hombre tiró de ella enderezándola por el cabello. Maria supuso que estaban evitando a los transeúntes, pero no podía gritar. Finalmente cruzaron un terreno accidentado, y ella pudo oír algo que chirriaba; luego el hedor de moho, como si estuvieran en un sótano, el aire era húmedo y fétido.

Sus manos estaban atadas detrás de su espalda y la empujaron hacia delante violentamente. Se golpeó la espinilla con un borde agudo y dio un traspié, girando la cabeza para evitar golpearse el rostro con el suelo de piedra.