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Una puerta se cerró de golpe.

Maria estaba sola.

Lentamente empezó a avanzar por el suelo, a rastras. Encontró una pared y se acurrucó contra ella, las rodillas levantadas hasta su barbilla. El frío no tardó en filtrarse a través de su tenue vestido de muselina, y la mujer empezó a temblar incontroladamente.

Capítulo 48

Palieski rodeó cuidadosamente el oscuro bulto de harapos amontonados contra el escalón y la pared del último puente, y miró adelante para ver si el restaurante seguía abierto.

A la débil luz de la calle distinguió una pareja. Había otro hombre a su lado, caminando por la estrecha calle. El hombre parecía estar borracho.

Dentro del restaurante se quitó la chaqueta y encargó una botella de Barolo. El local estaba casi vacío, y le pidió al camarero alguna cosa fácil, algo rápido. No quería ser culpable de que se acostaran tarde.

El camarero sonrió.

– Estamos a su disposición, signor Brett. Lo que usted desee comer. Por favor.

Palieski pidió un plato de hígado de ternera.

– Unos minutos, señor. Su vino.

Su primer pensamiento al regresar a casa fue para las cartas de crédito que Yashim le había proporcionado. Encendió una vela y hurgó en su maleta hasta descubrirlas, cinco gruesas y muy dobladas hojas de papel, de la clase más fina y legal.

El dinero, observó, debía retirarse en Trieste en vez de Venecia, en dos bancos distintos.

Enarcó irónicamente la ceja al ver esto: Venecia, donde se había inventado el crédito, ya no podía proporcionar fondos a un viajero. Alfredo tenía razón: era una ciudad con capital, de alguna clase, y ningún ingreso.

Vendiéndose su herencia, trocito a trocito.

Se desnudó, se subió a su cama y alargó la mano en busca del Vasari que había dejado sobre la mesa en su siesta. Sus dedos se cerraron sobre el fino aire, y miró a su alrededor, sorprendido. Era como si el libro hubiera saltado de su presa para caer unas pulgadas más allá.

El somier crujió cuando él se inclinó.

¡El Vasari! ¡Otra vez!

Cambió de idea, sopló la vela y en unos minutos se quedó dormido.

Capítulo 49

Enjambres de mendigos se estaban retirando de sus puestos al caer la noche.

Algunos eran trasladados por amigos caritativos; pero los famosos mendigos sin piernas de San Marco, que utilizaban nada más que las puntas de sus dedos para desplazarse, se impulsaban hacia un callejón lateral donde era liberados de la tabla rodante por un fiel sirviente, y lenta y dolorosamente se ponían de pie, mientras crujían sus articulaciones.

Un furioso soldado alemán, enrojecido por la falsa piedad y el vino, se dirigió renqueando sobre una pierna de madera hacia una de las más tristes vinaterías de la ciudad. Una espectral mujer, sobrenaturalmente flaca, y que agarraba sobre su pecho a un diminuto y desnutrido bebé, vestido con una camisita, metió al niño, de cabeza, en una bolsa. Estaba hecho solamente de cera y madera, y la mujer se fue a preparar la cena para su marido y sus cinco hijos auténticos.

En toda Venecia, bajo la cobertura de la oscuridad, se estaban realizando pequeños milagros. Por toda la ciudad la gente encontraba lenguas, miembros, parientes y apetitos. Los cojos caminaban; los débiles cargaban con sus camas; los idiotas y los locos, con miradas de inocente astucia, contaban sus ganancias y encontraban su camino hacia una jarra de vino o un plato de polenta.

En el puente de Palieski, el montón de harapos se agitó también. Lo que emergió de su nido fue un hombre; tenía llagas en su afeitado cráneo, y una sucia barba amarillenta. Orinó en el canal, luego se encaminó penosamente hacia el callejón, agarrando unos pocos cruceros en una mugrienta mano.

Nadie se cruzó con él. Al otro lado del siguiente puente, divisó alguna cosa bonita en el suelo y se detuvo a recogerla.

Era un pequeño objeto puntiagudo hecho de duro cuero rojo, y por unos momentos lo sostuvo ante sus ojos como si estuviera calculando su valor. Pero incluso en Venecia, entre los más pobres de los pobres, un tacón no vale nada sin su zapato; el mendigo escupió y siguió para adelante.

Más tarde, tras comer un trozo de polenta, guardándose la otra mitad, regresó a su puente.

Se acurrucó profundamente en su lecho de harapos y observó soñolientamente las idas y venidas de la calle.

Capítulo 50

No fue hasta la noche cuando Alfredo llamó al signor Brett.

– La visita está arreglada.

– Muy bien -repuso Palieski-. Mañana entonces. ¿A las once?

Alfredo asintió lentamente con la cabeza.

– Signor Brett, debo explicarle una cosa -dijo con cara de disgusto-. Es algo muy veneciano, lo lamento. Al dueño le gustaría que viéramos el retrato esta noche, si es posible. Si necesita tiempo para vestirse, no es problema. Puedo esperar. Después podemos tomar una góndola.

Palieski aspiró entre los dientes.

– Para ser franco, Alfredo, me gustaría ver el cuadro a la luz del día. A las ocho estará casi oscuro.

– Por supuesto, signor, comprendo. -Alfredo tenía su sombrero en la mano y empezó a darle vueltas por el ala-. Creo que sigue siendo una muy buena oportunidad para ver el cuadro esta noche. Yo diría que puede usted pasar más tiempo con él… y solo también, si lo desea. No sería ningún problema. Si lo prefiere, signor, puedo esperarle abajo.

Se puso de pie e hizo una pequeña reverencia.

Palieski pestañeó un par de veces y dijo:

– ¿Pasa algo malo?

– No, signor -dijo Alfredo enfáticamente. Y extendió las manos-. ¿Quiere que lo espere fuera?

– Déme cinco minutos -replicó Palieski pensativamente. Cuando Alfredo se hubo ido, se ajustó sus ropas cuidadosamente ante el espejo.

Maldita sea, ¡pero estaba tan cerca!

Medio había escrito el guión del discurso del sultán. Ahora murmuró su propia modesta réplica al reflejo del espejo. «Ningún mérito por el descubrimiento… bla, bla… cuadro de venerable antepasado… no de mí… nación orgullosa… día de la liberación… bla, bla… su casa entre las más grandes, y más antiguas, de amigos… etcétera.»

Yashim había tenido razón, como de costumbre… Localizar el Bellini era el coup del año. Abdülmecid comería de su mano.

Suspiró y se puso el abrigo.

Capítulo 51

A veces Maria se despertaba preguntándose dónde estaba y, cuando la verdad retornaba, trataba de rechazarla por unos momentos más. Pero su labio hinchado y la cuerda alrededor de las muñecas, que le mordía la piel, hacían imposible resistirse a la cruda realidad.

Más que nada, quizás, aborrecía estar sola.

Se puso cautelosamente de pie. Le dolía la pierna allí donde había chocado con algo. Apoyando la espalda en la pared se abrió camino alrededor de su celda, tanteando, con unos dedos rígidos por el frío, las lisas paredes, buscando algo que pudiera usar. Encontró la puerta, y soltó patadas contra ella y gritó hasta magullarse los pies. Era una puerta de madera gruesa y pesada, pero tenía un pomo, y, después de muchos intentos consiguió usarlo para mover un poco la venda de su rostro.

La oscuridad seguía siendo absoluta.

Algo que le pareció una mesa baja de piedra se alzaba en medio de la habitación. Durante un rato se esforzó por rascar la cuerda contra el canto de la mesa, pero las que sufrieron fueron sus muñecas. Finalmente renunció y volvió a arrastrarse a su posición original, contra la pared, las rodillas levantadas hasta su rostro, lloriqueando de frío, y dolor, y el terrible temor de no saber nada, y esperarlo todo.