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«¿Qué soy yo?», se preguntó en una ocasión. No pensaba que fuera un cobarde. Pero se había salvado, ciertamente. ¿Salvado para qué? ¿Para Polonia? Se rió burlonamente ante la idea. ¿Era verdad que todo lo que hacía era puramente por la madre patria? ¿Entonces, por qué preocuparse del Bellini y del baile de un sultán? ¿Por qué no coger el dinero y ponerlo a trabajar? Quizás eso era lo que un hombre más valiente haría.

Pasaron las horas, y Palieski seguía arrastrándose entre el sueño y la vigilia. Vio alzarse el alba en su ventana; había olvidado cerrar los postigos. Para algunos, el alba trae esperanza; pero para Palieski era como si el sol estuviera espiando a través del cristal a un hombre que ya no era joven, medio enfermo por el coñac y los sueños amargos, dando palmaditas y haciendo la pelota a tiranos y cortesanas.

Un hombre que permitía que otro muriera solo.

Un hombre demasiado asustado para encender una cerilla en la oscuridad.

Entonces el sol se alejó de su ventana otra vez, y él se quedó inmóvil sobre la almohada, viendo la ventana a través de una maraña de negras pestañas, hasta que finalmente descubrió a Yashim junto a los pies de su cama.

– He fracasado -murmuró, sin sentir ninguna sorpresa; pero Yashim se limitó a sonreír.

Palieski no sentía ningún deseo de abrir los ojos. En su sueño, corría a través de la nieve, como una liebre sobre la delgada y dura capa, y la superficie de esa nieve estaba salpicada de los pequeños agujeros en los que sus amigos se habían hundido, uno por uno. Corrió de acá para allá a través del nevado campo, gimoteando y retorciéndose las manos, sabiendo que si trataba de salvarlos, él, también, se hundiría en la nieve como un carbón encendido.

Y cuando abrió los ojos con una sacudida, la habitación estaba vacía como siempre había estado, y alguien llamaba a la puerta y gritaba:

– ¡Signor Brett! ¡Signor Brett! ¿Está usted en casa?

Capítulo 56

Palieski dejó que Ruggerio siguiera parloteando. Ya era bastante esfuerzo simplemente levantar la mano y coger el pedazo de pan de su plato y llevárselo a los labios.

El sol estaba ya calentándole la espalda, pero un escalofrío le recorría los omóplatos. Descansó la mano sobre la ropa y luego la levantó nuevamente para coger su delgada y aflautada copa de amaro.

Ladeó la cabeza y el licor corrió por su garganta. Él hizo un esfuerzo con la lengua y lo tragó.

– Pensaba que lo había perdido -dijo el cicerone con un rostro radiante al otro lado de la mesa.

– ¿Qué me había perdido?

Palieski se inclinó hacia delante y examinó al veneciano como si fuera por primera vez.

Ruggerio parecía desconcertado.

– Sólo quiero decir, signor, que no nos hemos visto desde hace unos días. Pero si usted está ocupado, ¡entonces Ruggerio es feliz! -guiñó el ojo, sonriendo de nuevo-. ¿Quizás la signora Maria se abra, revelando una pequeña Venecia, también? Con ella, signor, tiene usted vistas muy atractivas, ¿no?

Palieski lo miró sin expresión alguna en su cara.

– ¡Una pequeña Venecia, signor, entre los muslos de una mujer!

– No he visto a esa muchacha desde hace dos días -dijo Palieski fríamente.

La sonrisa vaciló y se congeló en el rostro de Ruggerio.

– ¿Está usted seguro?

– Dos noches -admitió Palieski-. Y es una muchacha condenadamente bonita.

Ruggerio parecía incómodo.

– Yo también lo pienso. Y muy limpia -murmuró. Y se quedó en silencio durante un rato.

Palieski alargó la mano hacia el café.

– Voy a marcharme dentro de uno o dos días, Ruggerio.

– Pero ¡signor Brett! -La cara de Ruggerio era un poema-. Creo que sus asuntos no están todavía arreglados… Tiene que darnos tiempo. -Sus ojos se ensancharon-. ¿Es… a causa del conde Barbieri?

– Es una cuestión de negocios. -Palieski se dio un toquecito con la servilleta en los labios. El alquiler del apartamento está pagado. Y le debo su tiempo, desde luego… Y el de Maria también.

Ruggerio se irguió.

– Es usted demasiado amable, signor. Naturalmente, agradeceré cualquier regalo que usted decida concederme. Puedo cuidar de la muchacha también… ¿No estuvo con usted anoche? Lo lamento. -Apretó los labios-. Pero me temo que no es todo tan sencillo. Mi honor también está en juego.

– ¿Su honor, Ruggerio?

Éste inclinó la cabeza a un lado.

– Signor Brett, me sorprende que no aprecie usted mis dificultades. -Su voz sonaba severa, enfadada, casi-. Yo entrego sus tarjetas a los más prestigiosos tratantes de arte veneciano en la ciudad. La tarjeta dice… ¿Qué? Que es usted de Nueva York. Que colecciona usted arte. -Parecía trastornado y agitaba las manos-. Perdóneme, signor Brett, pero una tarjeta así puede usted adquirirla por unas pocas libras en el taller de cualquier impresor. Si usted ve «coño» escrito en una pared, ¿le produce excitación?

Palieski sonrió, a pesar de sí mismo.

– Desde luego que no.

– Desde luego que no. Eso está muy bien, signor. -Ruggerio parecía estar él mismo excitándose hasta la pasión-. Pasa lo mismo con esa tarjeta. ¿Cree usted que los tratantes se quedan pasmados porque tiene usted una tarjeta con un nombre escrito en ella? No, claro que no. Sin embargo el conde Barbieri… Murió, sí, pero vino a verlo. En el Museo Correr… el director encontró tiempo para usted. El signor Eletro… También él empieza a pensar en este signor Brett. Tienen que pensar… ¡Y soy yo, Antonio Ruggerio, quien les di en qué pensar!

Alargó la mano, que tropezó con el vaso de Palieski. Lo agarró y lo vació.

– Dentro de un mes, les digo, tenéis que desenterrar los más grandes de vuestros cuadros. Les digo, el signor Brett es amigo de Ruggerio; es un buen hombre, con un ojo perspicaz y un poco de dinero que gastar. Reconozco que les dije eso… ¿O por qué vendrían? ¿Por una tarjeta? ¡Bah!

– Ha sido usted más que amable, signor Ruggerio.

– Barone.

– Barone Ruggerio, lo siento. Tengo la culpa, y lo reconozco francamente.

«Pero siempre tengo yo la culpa», pensó. Hizo un gesto con la cabeza para sofocar aquel grito en la oscuridad que no paraba de oír.

– Le he puesto a usted en una situación ciertamente delicada, lo comprendo -continuó-. Pero lo que debe ser, debe ser. ¿Cómo puedo hacerlo aceptable para su honor?

Cómo, se preguntó. ¿Cómo recupera un hombre su honor?

La ira de Ruggerio parecía desinflarse.

– En una ocasión, le dije a usted que la historia de Venecia nunca se ha escrito. Y no puede terminar, porque nadie escribe la misma historia dos veces. Usted me dice que tiene que marcharse. -Alargó la mano en busca de su café-. Volverá. Tiene que volver.

Palieski permanecía inmóvil. ¿Era eso, entonces? ¿Nadie podía escribir la misma historia dos veces?

– ¿Y Maria? Me gustaría dejarle algo. Es una lástima que no pueda venir ella misma.

– No tenga miedo, signor Brett. Por el honor de Ruggerio, procuraré que ella reciba lo que sea que usted decida darle.

Palieski soltó un gruñido.

– ¿Dónde diablos está, Ruggerio?

– ¡Ajá! Ya sabe usted lo que pasa, signor Brett, con las mujeres. ¡Y adonde iríamos sin ellas!

– Debo coger un barco en Trieste -dijo Palieski bruscamente-. Quizás usted pueda averiguar los que zarpan en los próximos días.