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Cruzaron bajo la Procuratie.

– ¿Y por qué querría desencaminar a la policía?

– Los venecianos no sienten ningún amor por ellos, signor. Y una familia como ésa… Tratan de resolver sus propios problemas.

– ¿Cómo se llama esa familia?

– Por favor, signor Brett, no tengo libertad para decirlo.

– Después de todo lo que hemos pasado, había pensado… -Sus palabras se fueron apagando-. Estuve en el palazzo esta mañana. No hay ninguna vieja familia allí.

– ¿Esta mañana? ¿Por qué? ¿Con quién habló usted?

– Con una vieja dama. Me contó toda la historia del lugar. No dijo una sola palabra de lo de anoche.

Alfredo soltó un resoplido.

– El propietario del cuadro quiere ser discreto. Si nos invitara a su palazzo, usted pronto sabría su nombre.

– Pero usted me estaba diciendo…

– Signor Brett, si un cliente quiere discreción, yo soy discreto. No puede usted esperar menos.

– Entonces… ¿por qué estaba el hermano allí también?

Alfredo se detuvo y se dio la vuelta para mirar a Palieski.

– Signor. Le contestaré a esas preguntas, que tienen respuestas muy simples. Y luego debemos seguir; no queda mucho tiempo. ¿En América un hombre puede tener una amante…? Bien. Aquí en Venecia, es normal. No puede llevar esa mujer a su casa, así que toma un pequeño casino -una habitación en otra casa- donde pueden ir para su disfrute. Es muy discreto. Nadie hablará al respecto… Ni siquiera una vieja dama. Pero tal vez ella no sabe nada.

– Pero ¿y el disparo?

– No es usted veneciano, signor Brett. Hace demasiadas preguntas. Lo que pasa entre un hombre y su amante no es de la incumbencia de nadie. ¿Un disparo? ¿Porcelana rota? ¿El restallido de un látigo? ¿Comprende lo que estoy diciendo?

Se dio la vuelta y siguió andando.

– Ya basta. Lo que es importante para nosotros es el hermano. Él no sabe quién es usted, aunque probablemente podría reconocernos a los dos. De manera que es importante que no nos vea, por razones obvias. Yo sugeriría especialmente no ir a comer al Florian's.

– Pero no ha presentado ningún cargo, ha dicho usted.

– Sigue siendo una posibilidad. Una amenaza, si lo prefiere.

– Todo este asunto es una porquería -dijo Palieski malhumoradamente.

– No. Lo que pasó anoche parece desgraciado, por no decir otra cosa peor, pero también, en cierto modo, creo que ha sido beneficioso. Una pequeña efusión de sangre, para aliviar la presión, ¿no? Sigue existiendo una buena oportunidad, para usted. El hermano ha hablado con nuestro cliente. Éste no pondrá objeción a la venta, pero quiere su parte.

– Su parte -musitó Palieski-. Anoche se comportó como si no pudiera vivir sin el Bellini.

– Hay una compensación para todo.

– ¿Compensación?

– Significa, por desgracia, que el precio ha subido.

– Oh -dijo Palieski-. Voy a tener que pagar su parte, ¿no es eso?

– No completamente. Mi patrón ha discutido eso con ambos, y les ha convencido de que sean moderados. Ahora el cliente ha aceptado bajar su precio, en bien de la paz. Siete mil, ése es su último precio. Pero usted ya ha visto el cuadro. Ya sabe cuál es su valor.

– He visto a un hombre disparar contra él, sí.

Alfredo esbozó una extraña y cáustica sonrisa.

– Como autentificación, signor, es bastante concluyente. ¿No está usted de acuerdo?

– Muy bien.

– He tomado algunas medidas para ayudarlo, signor. Esta tarde zarpa un barco para Trieste. Mañana, a las doce, tras haber visitado a sus banqueros, puede usted regresar. Estará usted aquí para una segunda partida mañana por la tarde… hacia Corfú. Desde Corfú puede elegir cualquier destino que le guste… pero no, me parece, Venecia o Trieste.

– ¿Y por qué no me acompaña alguien simplemente a Trieste, con el cuadro? Luego puedo salir directamente desde un puerto importante.

– Una buenísima pregunta, signor Brett. Los hermanos no confían demasiado el uno en el otro. La única solución para ellos es recibir el dinero juntos cuando el cuadro cambie de manos… Y entonces, signor, procurar que usted realmente salga de la ciudad.

– ¿Quieren verme saludándolos desde la popa con una mano, y el Bellini en la otra?

– Por favor, signor Brett. Nada de bromas. Regrese a su apartamento. Yo lo llamaré a las cinco, y lo acompañaré al barco de Trieste.

– Haga algo por mí, ¿quiere? Hay un cicerone, Ruggerio, sentado en estos momentos en el Florian's. Bajito, con gafas, unos sesenta años. Espera tomar un buen almuerzo… ¿Le dará eso, con mis saludos, y le pedirá que pase por casa esta tarde?

– Ruggerio. ¿Gafas? Muy bien, signor.

Cogió el billete de banco, y se estrecharon las manos.

– Arrivederci!

Capítulo 59

– ¡Aja! ¡Maria Contarini! ¡La ducesa en persona! ¡A buena hora llegas a casa, desde luego… y tu padre muriéndose de preocupación, y sin un alma para ayudar a tu madre a cuidar de tus propios hermanos y hermanas!

– Mamma, yo

– ¡Mira en qué estado vienes! -silbó la signora Contarini. Agarró a la muchacha del brazo y la obligó a entrar en la ruinosa choza, cerrando de golpe la puerta. Una docena de pares de ojos habían visto a su hija volver a casa.

– Ese hermoso vestido, ¡es un harapo! Madonna… ¡Si no tuviera más trabajo que el que el Señor nos envía, hace horas que me habría muerto de preocupación, Maria Contarini! ¿Dónde están tus zapatos? ¿Qué le ha pasado a tu vestido?

Echó una mirada a la hinchada cara de Maria, y se llevó la mano a la boca.

– Dios mío, Dios mío, ¿qué te ha hecho?

Sus poderosos brazos atrajeron a la muchacha a su pecho.

– ¡Maria, mia ragazza!-Estiró los brazos en toda su longitud, para verla mejor-. Ti prego! -Su voz bajó una octava.

»Si encuentro al hombre que te ha hecho esto, lo haré pedazos con mis propias manos… Yo, que te traje al mundo, ¡mi pequeña!

Volvió a abrazar a Maria, luego la apartó otra vez para inspeccionar sus destrozados vestidos, su pálida y magullada cara y los verdugones de sus muñecas.

Finalmente la signora envolvió a Maria en un húmedo abrazo.

– Voy a comprar carne -declaró ampulosamente, acariciando el negro cabello de Maria.

– Mamma, por favor. El hombre de fuera…

– El espantajo. ¿Él te hizo eso?

– No, mamma. Él me sacó. ¿Por favor?

Maria fue hacia la puerta.

– ¿Qué estáis todos mirando? -gritó. El patio estaba lleno de brazos cruzados. Encima de aquellos brazos, docenas de ojos curiosos.

Pero el hombre que la había traído de vuelta no aparecía por ninguna parte.

– ¿Lo habéis visto? ¿Lo habéis visto marcharse?

Una mujer escupió.

– Se ha ido -dijo torvamente-. Menuda pinta tienes.

Maria lanzó una salvaje mirada alrededor del patio, y volvió a entrar en la choza, dando un portazo.

Finalmente, de pie en el cuchitril manchado por el humo que les servía de cocina, su barbilla tembló y rompió a llorar.

– Ma poverina -la arrulló su madre, poniéndole su toca y atrayéndola a sus brazos, todo al mismo tiempo-. No te preocupes por ellos, tú siéntate aquí y tu hermano cuidará de ti. ¡Aurelio!