Выбрать главу

Una oscura figura que arrastraba los pies salió de las sombras que rodeaban la chimenea.

La signora Contarini hizo un gesto con la cabeza, y se marchó majestuosamente con la nariz levantada.

Como muchos venecianos, la signora no gustaba de comer mucho pescado, que podía ser adquirido sin problemas, pues era muy barato. Su familia sólo lo comía cuando la Iglesia lo ordenaba. En general los alimentaba con una dieta de cebolla, ajo, verduras y polenta; unas pocas setas, en temporada, un poco de risotto y de vez en cuando un trozo de panceta podía hacer su aparición en la cocina.

Para comprar carne se dirigió nada menos que hasta el Rialto, y se pasó mucho rato estudiando las diferentes clases, sopesando las ventajas relativas de la ternera -que hacía el mejor caldo- o la carne de caballo, que era particularmente conveniente para un paciente delicado. Los carniceros la trataron con solemne galantería y paciencia, porque, aunque era una dienta poco frecuente, eran las mujeres de la clase de la signora, que compraban raras veces pero lo hacían con determinación, las que mantenían su negocio.

Al final los argumentos a favor del caldo ganaron la partida. Maria, comprendió, estaba débil y herida, pero no realmente enferma. La signora seleccionó un grueso corvejón y se lo llevó a casa en su cesta, envuelto en unas hojas del Corriere veneciano.

Capítulo 60

Palieski estaba asombrado de lo rápido que había cambiado su estado de ánimo.

Las revelaciones de Alfredo lo habían animado mucho. Difícilmente podía ser acusado de cobardía ahora. El desgraciado hermano no estaba, a fin de cuentas, muerto: ¡Lejos de ello! Parecía estar haciendo una vida normal, y trazando algunos planes como algún viejo exarca bizantino.

El símil le pareció a Palieski particularmente adecuado. ¿Qué era Venecia, a fin de cuentas, sino un retoño de Bizancio que había echado raíces, abriéndose camino, intacto, hasta el siglo XIX como las zarzas en el tejado de una iglesia? Sacerdotes armenios, mosaicos, aristócratas intrigando… Vaya, hasta el Fondaco dei Turchi era un palazzo bizantino.

Sonrió torvamente, ¿Qué era una bala de vez en cuando, ahora que el hermano había conseguido su parte? Y así el trato estaba otra vez en marcha… Por mil más, cierto, pero seguía siendo una compra decente. El embajador iría, después de todo, al baile.

Capítulo 61

El sargento Vosper era un hombre lento y metódico, para el cual las órdenes eran órdenes; aparte de cuestionar la validez del procedimiento de asumir el caso de otro hombre, no dudaba de su jefe. Finkel había analizado los motivos del asesino. El trabajo de Vosper era proporcionar las pruebas que lo apoyaran.

La contessa, desde luego, sería capaz de señalar fácilmente al amante culpable; pero Vosper no era policía porque sí. Era lo bastante astuto para saber que ella rehusaría dar el nombre… incluso aunque lo sospechara. Probablemente se sentía halagada por las pasiones que había despertado. Interrogarla a ella, por lo tanto, significaba una pérdida de tiempo.

Lo cierto era que a Vosper le asustaba un poco la perspectiva de interrogar a la contessa d'Aspi d'Istria, con todos esos títulos y protocolos, y las oportunidades de hacer el ridículo. Pero la propia tía de Vosper había sido criada, muchos años antes, y él sabía cómo hablar a los sirvientes. Sabía, también, que los sirvientes mantenían abiertos los ojos. Eran una mina de información.

– ¿Qué tal, Andreo? -le dijo agradablemente al criado de la contessa, mientras se deslizaba en una silla a su lado en el pequeño café situado en el Campo Santa Maria Mater Domini.

– Antonio. ¿Quién es usted?

– Policía. No te preocupes, no estoy aquí para denunciarte. Sólo quiero tener una pequeña charla.

– ¿Se trata de Barbieri, verdad? No sé nada al respecto.

– Entiendo. ¿Y qué te hace estar tan seguro de que se trata de Barbieri?

Antonio miró al policía y frunció el entrecejo.

– ¿Qué otra cosa podría ser?

Vosper consideró la cuestión. No se le ocurría una respuesta, así que dijo:

– La contessa, tu ama, es una mujer atractiva.

Antonio no respondió.

– Soltera, curiosamente. -Para Vosper, una mujer no casada era una idea rara y más bien poco atractiva-. Pero hay hombres en su vida, estoy pensando. Admiradores.

Antonio lo miró inexpresivamente.

– No me corresponde a mí decirlo.

– Puedes confiar en mí, Antonio, soy un policía. -Vosper cogió un mondadientes y se lo metió en la boca; no veía motivo para andarse con rodeos-. Me pregunto si la ha estado visitando alguien recientemente? ¿Un nuevo amigo, quizás?

Antonio sonrió. Él no tenía mucho tiempo para los amigos, ni para los policías.

– ¿Se refiere al americano?

– El americano -repitió Vosper, sin comprometerse-. Cuéntame cosas de él.

Antonio le complació. Había muy poco que contar, pero estaba razonablemente seguro de que un tipo tan estúpido como Vosper podía perder un montón de tiempo considerando la implicación del signor Brett en el caso. Esperaba que el signor Brett no sufriera demasiadas molestias. Le había parecido un hombre decente.

– ¿Tomó el apartamento de al lado? Interesante. -¿Qué mejor manera de llevar una aventura?

También encontró interesantes los detalles de su última -bien que la primera- visita pública al palazzo.

– ¿Se sintió enfermo, dices?

Enfermo de celos, sin duda. Brett había visto a su rival en la sala. Se marchó temprano y luego, tras haberse previsoramente hecho acompañar por Antonio hasta la puerta de su apartamento para establecer la coartada, esperó hasta que no hubo moros en la costa, y volvió sobre sus pasos.

Un caso evidente, tal como su jefe había dicho.

– Gracias, Andreo, has sido de mucha ayuda.

– Ha sido un placer -dijo Antonio.

Sólo una cosa inquietaba a Vosper mientras regresaba a la Procuratie.

Él no era, lo sabía, el más brillante de la clase. Así que, ¿por qué Brunelli no se le había adelantado ya?

Capítulo 62

Brunelli retornó a la Procuratie después de un rápido almuerzo, encontrando a un ansioso Scorlotti que lo esperaba en su despacho.

– ¿Problemas, Scorlotti?

– Vosper se ha hecho cargo del caso de Barbieri, commissario. El jefe le dijo que se trataba de un crimen pasional.

Brunelli se sentó pesadamente ante su mesa y se frotó los ojos. Se sentía terriblemente cansado.

– Gracias, Scorlotti.

– ¿No va usted… quiero decir, no quiere ver al jefe?

Brunelli levantó la mirada.

– Francamente, Scorlotti, no. No volverá del almuerzo hasta dentro de una hora o dos, de todos modos.

– Hoy, no, señor. Está en su despacho. Vosper cree que ha encontrado al asesino.

– Bien, eso es rapidez. Al menos descartó el suicidio.

Scorlotti sonrió torvamente.

– Vale. -Brunelli palmeó sus manos ante él, y se dio la vuelta en la silla-. ¿Quién lo hizo?

– El americano, aparentemente. Brett.

– Ah, sí. -Brunelli asintió lentamente-. ¿No ha podido ver mis notas sobre el caso?

– No necesariamente, dice el jefe.

– No. No, claro que no. -Se puso de pie-. Si alguien pregunta por mí -supongo que no lo hará nadie, pero nunca se sabe- diles que me he ido a dar un paseo.

– Bene, commissario. -Scorlotti pareció vacilar-. Es un lío, ¿no, commissario?

– Para el signor Brett, Scorlotti, tiene todo el aspecto de una pesadilla.