Выбрать главу

Se dio cuenta de que el mendigo estaba hablando otra vez.

– Porque tengo una idea, su señoría. Y vale un florín, quizás.

– Sigue -dijo secamente Palieski.

– Se lo mostraré -dijo el mendigo con un débil murmullo. Alargó una mugrienta mano y le pidió a Palieski que se acercara.

Palieski se agachó un poco más, con una desconfianza apenas disimulada. El hombre, que probablemente estaba medio chiflado, hurgó entre sus harapos hasta que dio con un trozo de vieja manta. A Palieski se le ocurrió que en cualquier momento podía sacar un cuchillo.

En vez de eso, el mendigo levantó una esquina de la manta.

Por un instante, Palieski miró con fijeza.

Si el mendigo hubiera sacado un jarrón de rosas, o un niño africano, Palieski no hubiera quedado más sorprendido.

– La tienes -graznó, débilmente-. ¡Tienes mi bolsa!

– Sana y salva, su señoría. Y lo que está adentro, también.

– Yo… tú ¿has mirado dentro? Quiero decir…

– No se lo he robado, su señoría, si es eso lo que está insinuando. No es mi estilo, si usted me comprende.

La boca de Palieski colgaba de puro asombro… y alivio.

– Tómela si gusta, su señoría. -El mendigo deslizó una sucia mano por la punta de su nariz-. Cualquier cosa para hacer un favor a un viejo amigo.

Palieski saltó hacia atrás, como si le hubieran mordido.

Miró a su alrededor frenéticamente, pero no había nadie más en el puente.

Su cara estaba cenicienta.

– Cogeré… cogeré la bolsa -empezó-. ¿Cómo puedo compensarte? Quiero decir… ¡Creo que me has salvado la vida!

– Y usted me salvó la mía antes, también -dijo el mendigo. Cogió la bolsa con ambas manos, y la depositó sobre sus rodillas.

Palieski se pasó las manos por el cabello. Sus ojos amenazaban con salirse de sus órbitas. Se inclinó y miró al mendigo a la cara.

– Eres… ¡no puede ser! No es posible… -exclamó con voz que apenas era un susurro.

El mendigo se encogió de hombros.

– Había empezado a pensar -dijo- que podías necesitar que te echara una mano.

Las piernas de Palieski cedieron y tuvo que sentarse sobre el escalón de piedra.

– Y a mí me parece -añadió Yashim- que he llegado justo a tiempo.

Capítulo 66

– Lo primero que tenemos que hacer -prosiguió Yashim imperturbablemente- es encontrar algún lugar seguro para dejarte.

– Lo primero que tenemos que hacer -contestó Palieski, respirando pesadamente- es encontrar algún lugar para beber un gran vaso de grapa. -Volvió a mirar al mendigo y apartó los ojos-. No puedo creerlo, Yash. Quiero decir, ni tu propia madre te reconocería. -Hizo una pausa-. Tienes un aspecto horrible, ¿qué has hecho con tu cara?

– Me teñí las cejas de amarillo, para hacerlas igual que la barba. La barba es postiza.

Palieski comprendió por qué el mendigo había parecido tan sensible a la luz: con sus ojos abiertos de par en par, parecía… Bueno, todavía no parecía su amigo de tantos años.

– Bueno, eso puedo imaginarlo. Es tu… tu cara la que parece tan diferente. Tiene una forma extraña.

Yashim metió un sucio dedo en su boca y empezó a trabajar en sus encías. De ahí salieron diversos bultitos húmedos. Yashim movió la mandíbula para relajarla.

– Relleno -dijo triunfalmente. Metió la mano detrás de sus orejas y quitó una especie de masilla, de manera que los pabellones se quedaron pegados a su cabeza-. ¿Me reconoces ahora?

Palieski asintió. Era Yashim… pero seguía siendo una horrible, áspera, rojiza parodia de su viejo amigo.

– Tus dientes -objetó débilmente.

Yashim soltó una risita.

– Olvidé los dientes -dijo, y se sacó unos pegotes de cera.

– Tienes un aspecto horrible.

– Me siento mucho mejor.

– Supongo que, bajo esos harapos, vas estupendamente vestido, ¿no?

– En realidad, creo que voy respetable.

Yashim se puso de pie, y se quitó de encima varias capas de mugrientas ropas.

– La barba se queda -dijo-. Hace falta lejía y agua para quitarla, creo.

– Yo no sé nada en cuanto a respetabilidad -señaló Palieski, mientras supervisaba la familiar túnica marrón de su amigo-. Pero tú no vas a pasar inadvertido.

– Eso puede formar parte del plan -dijo Yashim-. Vamos.

Dejando sus harapos en un montón al lado del puente, Yashim encabezó la marcha hacia el café donde Ruggerio y Palieski había desayunado unos días antes.

Palieski pidió grapa. El camarero miró con curiosidad a Yashim, pero parecía más interesado en su tiña que en sus ropas.

– Lo peor de todo, Yashim, es que… -sus palabras se fueron apagando-. Dios mío. Yashim. Yashim. -Palieski movió la cabeza en un gesto de consternación-. Sigo sin creérmelo. Pero todo se ha ido al traste. Llegas demasiado tarde.

Yashim levantó la cabeza.

– Al contrario. Ya he dicho que he llegado justo a tiempo.

– No, mira. Lo siento. He encontrado el Bellini… Lo voy a recibir mañana. De hecho, sería mejor volver a la casa. Tenemos que encontrar a mi amigo Alfredo antes de que se tope con el policía. -Se inclinó sobre la mesa-. He comprado el cuadro, Yashim. O casi. ¡El Bellini del sultán! Por eso necesitaba la bolsa.

– Y por eso la cogí -dijo Yashim.

Palieski asintió.

– Gracias a Dios que lo hiciste. Iodo el asunto se está complicando… le lo explicaré más tarde. Voy a irme tan rápidamente como pueda. Tenemos que conseguir un pasaje en ese barco mañana… Sólo va hasta Corfú, me temo, pero la necesidad manda y todo eso.

Ingirió su grapa, y lanzó un suspiro.

– Dios mío, Yashim, casi me muero de la impresión.

Yashim tenía un aspecto serio… o todo lo serio que podía parecer un hombre con una falsa barba y con unas cejas y pestañas teñidas de un nauseabundo color amarillo.

– Me temo que la impresión no se te ha pasado todavía. -Hizo una pausa-. No puedes entregar el dinero -añadió Yashim con calma-. Tu Bellini es una falsificación.

Palieski se quedó paralizado.

– Oh -dijo fríamente-. ¿Es eso cierto? ¿Lo es?

Yashim asintió.

– El asunto del mendigo fue una inspiración, Yashim. Todavía encuentro difícil creer que estás aquí, en persona. Pero si me equivoco sobre el Bellini, entonces no me llamo Palieski.

Yashim sonrió un poco triste.

– Bueno, ¿así es, no, signor Brett?

– Ser un mendigo puede que te haya ido bien -replicó Palieski jocosamente-, pero no creo que estuvieras escondido bajo la mesa cuando yo estaba contemplando el cuadro, ¿verdad? El tipo que lo vendía… su hermano casi murió. Entró agitando un arma, y recibió la bala. Estaba oscuro -añadió-. A punto estuvo de dispararme a mí primero.

– Ah, de modo que así es como pasó -murmuró.

– Oh, vamos, Yashim. Una reliquia familiar. Probablemente lo mejor que han desenterrado desde la caída de Atenas.

– ¿Quién?

– La familia que está vendiendo su cuadro a escondidas -su voz sonaba débil-. No puedes andar por ahí voceando tus precios por el Rialto estos días. Los amigos -los austríacos- llegarían a oírlo.

– Cuán conveniente.

– ¿Conveniente? Tonterías. Nos encontraremos con ellos mañana. El vendedor y el hermano… Cerraron una especie de pacto, gracias a Dios. Yo creía que el hermano había muerto. Tan pronto como tenga el cuadro, le preguntaré a Alfredo quiénes eran.

Yashim miró fijamente a su viejo amigo. A Palieski no le gustó, y apartó la mirada.

– ¿Has ido al teatro mientras estabas aquí?

Palieski pareció sorprendido.

– ¿Al teatro? Me parece que has cogido el rábano por las hojas, Yash. He estado enfermo, he estado ocupado, he estado… Dios, me encontré con Compston aquí, y tuve que conseguir un par de cortesanas para hacerle compañía, junto con sus compadres de los Habsburgo. -Se apoyó contra la pared, y, ahora que había encontrado este tema, descubrió que valía la pena-. He tenido a unos policías acosándome por culpa de dos individuos que encontraron asesinados. Nada que ver conmigo. He visto cómo le disparaban a un tipo ante mis narices… Pensé que había muerto. Me han amenazado con pistolas, con ahorcarme, con el cólera. He nadado por el Gran Canal. No a lo largo de él, como Byron, pero es que él no llevaba los zapatos alrededor del cuello. He sido incluso envenenado. Una asquerosa pócima, el prosecco. Así que, no, lo siento. Me he perdido el teatro.