Выбрать главу

Grrr grrrrr gr.

Triste Nico está triste grrrrrr Nico puede acurrucarse muy pequeño para estar triste y el señor Popi no puede decirle que no está pintando JA JA.

¡Se ha ido fuera!

¡Ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido ido de vuelta!

Está hablando con un hombre.

Es una manera extraña de hablar con ese extraño ruido de la otra habitación el señor Popi no está escribiendo está está está.

Bailando.

Nico se acurruca tan pequeño como puede ve sólo los pies y las piernas uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho todos moviendo pies y piernas puf puf.

Un color que es rojo veneciano uno es Carne ahora el color es Rubio sale a chorros como el agua en las fuentes de Canaletto que Nico puede hacer.

El señor Popi está poniendo el color por todas partes con un pie. A Nico no le gusta el ruido es como el cerdo de Navidad que también hacía ponerse pequeño a Nico.

Padre está bien el cerdo de Nico está muerto todo está bien todo tranquilo.

El señor Popi está bien.

Era su preciosa sangre.

Nico vio a este hombre en la iglesia era el diablo. Padre tú estás a salvo el diablo está en la pared.

No puede hacerte daño.

El señor Popi no puede hacer daño a Nico no tiene piel el diablo se la quita.

El diablo tiene un sombrero pero el sombrero está mal Nico puede pintar como Canaletto él no tiene un sombrero.

Ningún sombrero Nico.

El señor Popi dijo nada de sombrero y a Nico le gusta pintar con los pinceles y los tubitos de colores en el estudio del señor Popi. Hay una buena luz allí. Los pinceles son bastante buenos.

Capítulo 70

Al sur de la familiar mole de color pardo de los Frari, Palieski se encontró en una zona que no conocía, siguiendo a Yashim mientras éste se abría camino confiadamente a través de las estrechas calles. Esa parte de Dorsoduro parecía, si acaso, más pobre que el resto; el gran Campo Santa Margherita, que ellos cruzaron en diagonal, estaba lleno de hombres ociosos, gatos flacos y mucha ropa tendida, como si las mujeres aceptaran hacer la colada de otras personas. Las mujeres, realmente, estaban diseminadas por el pequeño canal, fregando y aclarando la ropa en las fangosas aguas verdes. Una de ellas gritó algo cuando Yashim y Palieski cruzaban el puente, lo que desencadenó un coro de carcajadas.

Más al oeste, llegaron al patio donde los Contarini vivían en la planta baja. Maria estaba allí. Echó a correr y abrazó a Palieski levantando sus desnudos pies de los adoquines.

– Caro mío! ¡Pensaba que no te volvería a ver!

La cocina estaba muy oscura y olía a humo. La signora Contarini se levantó pesadamente del fuego, que había estado alimentando con leña menuda, e hizo una reverencia.

Yashim le explicó que Palieski necesitaba un alojamiento.

– Es usted bienvenido -dijo la signora con un amplio y elegante gesto de la mano.

Más tarde, Yashim se sentó a contemplar a la signora Contarini mientras ésta trabajaba con un corto cuchillo, sentada en un taburete junto al fuego, cortando zanahorias, cebollas y ajos contra su pulgar: tenía una habilidad para cortar la cebolla de manera que ésta se mantenía entera hasta el último momento, en que caía en cascada formando anillos.

Una por una, la mujer dejaba caer las verduras en un caldero colocado sobre una rejilla encima del fuego. El pulido hogar de piedra sobresalía en la habitación. Sobre él, a un metro de altura, colgaba una campana; el humo subía perezosamente hacia arriba, parte de él escapando a la habitación y oscureciendo vigas y techo. El fuego mismo era pequeño, y la vieja dama lo cuidaba amorosamente con un atizador, metiendo de vez en cuando más ramitas y bastones.

Cuando el agua llegó a su punto de hervor, la signora desenvolvió con cuidado la ternera y la dejó caer en el caldero con ambas manos. Tras observarla durante unos momentos, se dirigió a la mesa y empezó a examinar cuidadosamente sus provisiones. Sacudió un manojo de perejil, lo dobló por la mitad, y lo cortó finamente, dejándolo caer en un cuenco de madera. Arrancó un diente de una cabeza de ajo, lo peló rápidamente y con pequeños movimientos de su dedo índice lo cortó primero a lo largo y luego a lo ancho, antes de hacerlo a trocitos.

Levantó la tapa de una jarra de barro y sacó unas alcaparras que añadió a la salsa. De otra jarra sacó, con la punta del cuchillo, un pepino en vinagre, y lo cortó como había hecho con el ajo.

Apoyó el pulgar sobre el cuello de una pequeña botella verde y dejó caer unas gotas de vinagre en el cuenco. Un pellizco de sal, una pizca de pimienta, y luego empezó a agitar la mezcla, añadiendo un delgado hilillo de aceite de un frasco hasta que la salsa adquirió la adecuada consistencia.

– Debe de haber algo que pueda hacer yo para ayudar -dijo Yashim-. ¿Quizás podría remover la polenta?

Sin perder de vista la salsa, la signora soltó un divertido gruñido: ¿el moro, remover su polenta?

– Yo la hago come la seta -dijo. Como seda.

Vertió una jarra de agua en la caldera que había junto al fuego.

– Hable con su amigo, signor.

Yashim se apartó cortésmente. No sentía ningún deseo de contemplar la polenta de su anfitriona. Maria estaba sentada junto a la ventana, cosiendo su rasgado vestido; llevaba el corpiño azul y la remendada falda gris que se había puesto antes de que supieran que iban a tener visita.

Yashim miró hacia atrás, para ver a la signora desgranando una mazorca con una mano. Con la otra, trazaba lentos y firmes círculos con una cuchara de madera. Yashim sonrió para sí, y le dio la espalda. En Trebisonda, donde había nacido, las mujeres hacían el kuymak de la misma manera.

Quizás adoraban a los mismos dioses, aquellas mujeres, ya que realizaban el milagro diario de transformar los elementos básicos en seda. El lujo más raro que el mundo podía permitirse.

Maria levantó la cabeza de su costura.

– Algunos días -dijo casi en un susurro-, colgamos una anchoa de un cordel, encima de la mesa. Luego cada uno frota la anchoa contra la polenta… ¡y sabe tan bien!

Su madre se inclinó sobre el caldero y examinó su obra. Había acabado de verter el maíz pero continuó agitándolo, lentamente, con su mano libre sobre el borde de la cazuela mientras la polenta, poco a poco, iba cuajando.

– ¡Maria! Trae la tabla.

María dejó a un lado su labor y pegó un brinco. Cogió lo que parecía un pequeño banco de trabajo colgado con dos ganchos de la pared y lo instaló ante el fuego.

Yashim observaba, pese a sí mismo. La cara de la signora estaba embelesada mientras inclinaba la sartén y la polenta se deslizaba a través de la tabla, tan suave como seda amarilla.

Maria estaba poniendo platos y tenedores en torno de la mesa.

– ¡Maria! -siseó su madre, e hizo un gesto señalando hacia el arcón de madera. Tras eso, siguieron unas irritadas palabras en un cerrado dialecto que ni Yashim ni Palieski pudieron entender.