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– Podría ser uno de esos exilados crimeanos -continuó Palieski-. La mayoría de ellos proceden de las costas del mar Negro. Podría tratarse de eso… O de una pincelada poco precisa.

– Nuestro pintor lo es todo menos impreciso.

– Pero Venecia no está inundada de tártaros, Yashim. Él lo vería a la legua. -Miró a su amigo-. A menos que llevara un sombrero.

– Otro sombrero.

Palieski se puso de pie al lado del fuego, las manos a la espalda.

– ¿Por qué no vería el tártaro al hombre que lo pintó? Debía de haber estado en el mismo apartamento.

Yashim echó una mirada a la durmiente figura del jergón.

– Nosotros tampoco lo vimos, ¿verdad?

Capítulo 76

El nombre. Ha llegado el momento. Ha venido en busca del último nombre.

El hombre se estremeció bajo el sol.

Iba a terminar. Darían su paseíto nuevamente, por última vez.

El asesino a unos pasos detrás de él, como una novia respetuosa.

O como un cazador, acechando a su presa.

Su último paseo.

El último nombre.

La última muerte.

El hombre dejó escapar aire por sus labios, y se dijo a sí mismo que pensara en el pago. Le habían prometido… bastante. Como venecianos que eran, le habían sopesado, valorado y juzgado, como si supieran su precio.

El miedo a la muerte, y la esperanza de oro.

Se secó la boca con el dorso de la mano y empezó a caminar.

Capítulo 77

Aparte del caldero, y de la olla que había utilizado para la polenta la noche anterior, la signora Contarini poseía una sartén de hierro, un bote para la leche y dos cacharros de barro… Uno de ellos era alto, con una boca estrecha, y el otro era un plato ancho, como el de la fábula de la cigüeña y la zorra.

Yashim decidió no emplear la olla. Ésta era como un altar al dios del hogar de la signora.

Decidió también, en parte por la misma razón, no utilizar el cuchillo. El pequeño cuchillo de cocina que Malakian le había regalado, la hoja damascena infernalmente brillante incluso a la escasa luz de la cocina de la signora, transmitía a su mano una sensación de ganas de usarlo, y de equilibrio. Era un vínculo con su mundo, también, tan alejado de esa extraña ciudad de infieles y canales. Yashim había pasado varios días en Venecia sintiéndose confundido gran parte del tiempo, por la mezcla de lo que le resultaba familiar y lo que le era extraño.

Vertió unos puñados de garbanzos en el cacharro alto, los cubrió con agua, y puso el recipiente en la parte de atrás del fuego.

Palieski pareció haber leído sus pensamientos.

– No te lo había dicho, Yash, pero Venecia me puso enfermo por unos días.

– ¿Enfermo?

¿Debería usar la tabla de la polenta para cortar las cebollas? Decidió que no.

– Mareado. Ido. Cuando llegué aquí pensé… Cracovia. Rynek Glowny. Los colores, la forma de las ventanas, las puertas de piedra esculpidas. Un gótico naciente, no lo sé… Nosotros lo teníamos más desarrollado. Y todas esas iglesias. Monjas… ¡hasta en góndolas! -se rió-. Y entonces, todo se inclinó en sentido contrario, y todo lo que miraba me parecía Estambul. Deslizándome por el agua… armenios y griegos, y a veces las cúpulas, también, con su plomo y sus curvas. De modo que la siguiente vez que vi a esas monjas me recordaron a las muchachas de Estambul, con sus chadores, tomando un bote con destino al Cuerno de Oro.

Los ojos de Yashim se posaron en la mesa. La signora, observó, la fregaba cada día con lejía y cenizas. La signora quizás no lo notaría si él la usaba -cuidadosamente- como tajo.

– Mareado -volvió a decir Palieski, como si le gustara la palabra-. Yo estaba contemplando un hermoso Corán, en el monasterio armenio, y me sentí… mareado. El único libro legible del lugar, por lo que pude ver. Era un regalo de mis antiguos vecinos… la familia d'Aspi.

El hombre del jergón giró la cabeza y Yashim vio que tenía los ojos abiertos de par en par. Su cabeza era como un cráneo, pero sus ojos eran grandes y oscuros. Y no tenían miedo.

Yashim sonrió.

– Palieski, nuestro amigo necesita agua, y un poco de sopa.

Se volvió hacia sus cestas de comida. Palieski alzó un vaso hasta los labios del joven, y pudo oír como bebía.

La cebolla estaba verde. Yashim le quitó la cabeza y el rabo y la partió en dos mitades. Luego cortó las mitades en rodajas.

– No sé cómo puedes pensar en comer -soltó Palieski- después de lo de esta mañana.

Yashim se encogió de hombros. Dejó caer un pedazo de mantequilla en el caldero y lo dejó sobre el fuego. Por unos momentos manipuló los utensilios de cocina, tratando de descubrir para qué servía cada cosa, antes de echar la cebolla en el caldero y levantar el asa hasta colgarla de una muesca de la barra.

Admiró la disposición de los trastos de cocina, añadiéndolos a su reserva de sueños. Yashim siempre había soñado con un yali junto al Bósforo, con el agua reflejándose en su techo. Un agua mejor que la de ahí, pensó. Venecia, al menos en verano, apestaba.

Dirigió su mirada hacia donde Palieski estaba dando de comer al hombre, que parecía un niño demacrado.

«Pero el hombre vivirá -pensó-. Y sabe quién mató a Eletro.»

«Y yo lo sé también.»

Hizo una pausa, tocando el borde del caldero.

«Su nombre, no. Ni su paradero. Pero sí sé qué es.»

Removió la cebolla con una cuchara, y frunció el entrecejo, pensativamente.

«Lo que todavía no sé es ¿por qué?»

Capítulo 78

Brunelli aguardó gran parte de la tarde al sirviente otomano, pero, al no haber aparecido éste a las cuatro, decidió darse otro paseo.

El mendigo debía de haber seguido sus instrucciones. El americano había desaparecido.

Entregando su apartamento al sirviente del pachá.

Brunelli sabía una cosa que el Stadtmeister y Vosper no sabían: que el signor Brett pretendía haber estado en Estambul antes de llegar a Venecia.

Brunelli anduvo paseando, dando vueltas sin rumbo fijo, como sus pensamientos.

Y se encontró en el puente del Rialto.

Había una relación, lo sabía, entre el pachá y el misterioso americano.

Pero el americano parecía haberse desvanecido en el tenue aire. Podía haberse marchado de Venecia. Y en el momento en que un tal signor Brett desaparecía, un sirviente de pachá hacía su aparición… Exactamente en el mismo lugar.

Vosper, por supuesto, nunca se había encontrado con Brett. No podía identificar al hombre que estaba buscando, con tan absurda acusación.

Pero ni siquiera Vosper, seguramente, sería capaz de creer que Brett era un sirviente del pachá, ¿verdad?

Dobló una esquina y llegó al Zattere, con su amplia vista a La Giudecca y los degradados muelles, desmoronadas casas y viejas iglesias que se alineaban en la costa.

Vosper, evidentemente, era capaz de creer cualquier cosa… pero ¿por qué Brett le contaría una historia tan extraordinaria?

Brunelli se detuvo. Y se echó a reír.

Si Brett quería quitarse de encima a Vosper, ¿qué mejor que una mentira tan enorme, tan disparatada que Vosper se viera obligado a tragársela entera?

Si Brunelli hubiera pensado por un momento que Vosper y el Stadtmeister tenían razón, y que Brett era sospechoso, no habría vacilado en unirse a ellos en la caza.

Pero había conocido al hombre, y confiaba plenamente en su intuición. Y aquella ramera de los hoyuelos lo había apoyado también. Brett era un tipo poco limpio, quizás, pero no era un asesino.

Le había dado esquinazo a Vosper. Había convencido al Stadtmeister de que la burocracia por la que eran famosos sus amos finalmente se había desquiciado, y el firmamento le estaba cayendo sobre la cabeza.