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Palieski señaló el diagrama.

– He visto uno igual. Está en el suelo del salón de la contessa, me parece.

– ¿De veras? -murmuró Yashim. Él lo había visto, también, unas semanas atrás, en el estudio de Yamaluk, en Uskudar.

El Diagrama del Arenero.

El Corán de Yamaluk había sido encargado por el conde d'Aspi. Y el propio Yamaluk había ido a ver al nuevo sultán, para ofrecérselo.

– ¡La imprenta! -dijo el padre Aristo con un suspiro, e hizo un gesto hacia las estanterías-. Me pregunto, caballeros, ¿cómo habría considerado Dante a los impresores? ¿Benefactores… o criminales? No sabría decirlo.

– Yo conocía al hombre que hizo este Corán -dijo Yashim.

Permanecieron juntos un momento contemplando, a la luz de la vela, las iluminadas páginas.

– Gracias, padre Aristo -dijo Yashim-. Me ha mostrado usted exactamente lo que necesitaba ver.

El viejo asintió con la cabeza y se frotó las gafas con una punta de la sotana.

Se marcharon con la bendición del anciano monje.

La góndola los estaba esperando en el malecón. Palieski y Yashim se subieron a la embarcación. Ya en la pequeña cabina, Yashim se inclinó hacia delante con una expresión de triunfo.

– Me gustaría conocer a tu amiga, la contessa d'Aspi d'Istria.

Palieski se encogió de hombros.

– Quizás. -Hizo una pausa-. Yo traté de verla también. Por dos veces. No, tres. No recibe visitas desde el asesinato de Barbieri.

Yashim se quedó en silencio unos momentos. El agua borboteaba suavemente contra el casco de la góndola mientras ésta se deslizaba de regreso a Venecia.

– Creo que ya sé dónde podríamos hallar el cuadro, Palieski -dijo Yashim-. Si no llegamos demasiado tarde.

Capítulo 81

Yashim cortó tres cebollas en finas rodajas. Eran rojas y crujientes, y las extendió sobre una ancha fuente blanca.

Cogió un gran hígado de cordero y lo preparó cuidadosamente, quitando las arterias y la dura membrana. Lo cortó en tiras y lo arrojó en la harina y el kirmizi biber.

En la sartén, salteó ajo y unas semillas de comino. El aceite estaba caliente; antes de que el ajo se hiciera demasiado, lo echó en el hígado cortado y lo removió todo rápidamente con una cuchara de madera. La carne se compactó y se doró. Cogió las tiras con una cuchara y las dejó sobre los anillos de cebolla. Cortó un poco de eneldo y perejil y lo esparció sobre el plato. Como tenía hambre, tomó un trozo de hígado junto con un anillo de cebolla y se lo metió en la boca.

Los venecianos habrían cocinado la cebolla hasta que estuviera muy blanda. Deliciosa, a su manera, y dulce; pero carente de la osadía del original otomano, pensó Yashim, cuando las texturas y los aromas estallaron en su boca. Su arnavut cigeri también parecía mejor.

Era una lástima que no hubiera podido encontrar un yogur. Cortó un limón y dispuso las porciones alrededor de la fuente.

Escurrió los garbanzos. Los cocinaría con la cebolla, el arroz y el resto del delicioso caldo de la signora.

Hizo un adobo con las semillas de neguilla que había encontrado en el épicier. Estaban etiquetadas como comino negro, pero Yashim estaba más enterado. Las mezcló con zumo de limón, ajo machacado, sal, pimienta y orégano. En un cuenco, llorando como un bendito, ralló dos cebollas. Mezcló la pulpa con una cucharada de sal.

Limpió el cuchillo y lo usó para cortar tres filetes de pez espada en trozos que echó en el adobo. Sacó un montón de hojas de parra que había arrancado, sin mucho remordimiento, de una vid que asomaba por encima de la alta pared de un jardín, en su camino a casa aquella mañana. Las lavó, las ablandó en el agua de los garbanzos, y las echó en el cuenco de agua fría.

Exprimió la pulpa de una cebolla entre sus manos, derramando el jugo sobre el pescado.

La signora utilizaba un cuchillo largo y plano con una punta redondeada para extender su polenta. Preguntándose si sería un sacrilegio, decidió usarlo como espetón para el pescado.

Cuando hubo envuelto cada trozo de pescado en una hoja de parra, descubrió que el cuchillo de la polenta tenía la punta demasiado roma para atravesar las hojas. Pacientemente, pinchó cada paquete con el pequeño cuchillo de Malakian, ensanchó el agujero y deslizó el pescado dentro de la ancha hoja.

Vertió lo que quedaba del adobo sobre el pescado y puso el espetón sobre las brasas del fuego.

Preparó el arroz. Cuando estuvo cubierto con un paño, y humeando suavemente, salió afuera y dirigiéndose al pozo se lavó cuidadosamente las manos, la cara las orejas y la nariz.

– Cuando estéis listos, podemos comer -anunció.

Capítulo 82

Al commissario Brunelli le gustaba pensar que lo había visto todo en Venecia, pero cuando Maria lo acompañó hasta la cocina de su madre, cambió de opinión.

– Mi nombre, signora, es Brunelli, Vittorio Brunelli. -Inhaló profundamente, y su pecho se ensanchó-. Espero que no la esté molestando.

La vela, al principio, hizo que los cabellos de la nuca se le erizaran. Lo captó todo -la luz, los aromas, las sombras en las caras- mucho antes de comprender dónde se encontraba.

Era una fiesta para los pobres.

Vio el turbante. Vio la enjuta y pálida cara del signor Brett. Vio a Maria, con expresión dubitativa, con su cabello negro como el azabache. Vio a los niños, con la cabeza afeitada, mirándolo con sus grandes ojos, y a su padre, sonriendo, así como las sombras y las negras vigas y las brasas del agonizante fuego.

Entró con paso indeciso en la habitación.

– Buon appetito -dijo, al tiempo que hacía una inclinación. Tropezó con un jergón donde apenas si se sorprendió al descubrir la figura de un Cristo agonizante.

– Por favor, signor Brunelli -dijo la signora en tono autoritario-. Acompáñenos.

Brunelli se encontró apretujado en el extremo del banco con un niño pequeño a un lado y Yashim al otro, y el cuchillo, el tenedor, el plato y el vino tinto delante de él.

La única diferencia entre ésta y otras fiestas que podía imaginar era que nadie parecía estar realmente comiendo.

Brunelli olisqueó, y su mirada retornó a la mesa. Ésta se encontraba cubierta de un mantel limpio, y sobre él reposaban varios platos. Vio una gran cantidad de arroz, un plato de algo con cebolla cruda, un montón de curiosos bultos parecidos a huevos y un plato de loza cubierto de una salsa blanca.

Alrededor de la mesa, un grupo de caras recelosas.

El nombre de Brunelli no estaba inscrito en el Libro Dorado, que enumeraba las familias aristocráticas con derecho a disfrutar de las responsabilidades y recompensas del gobierno. Pero la sangre de Venecia corría por las venas de Brunelli, la sangre de unos hombres que habían comido carne de caballo cruda con los jinetes de Crimea, mordisqueado huevos pasados con el Gran Kan en Catay y estofados cargados de especias con los beduinos del golfo Pérsico… Por no mencionar la col hervida en las salas de los reyes polacos.

Brunelli extendió las manos e hizo la bendición de la mesa. Se trataba de una bendición que había oído muchas veces en el Ghetto.

– Bendito seas, Dios mío, Señor del Universo, que nos traes el pan de la tierra.

Palieski sonrió, y sirvió a la signora el arroz.

Brunelli cogió las hojas de parra y las ofreció a su vecino. Yashim cogió una, Brunelli otra, y pasaron el plato. Uno de los niños pequeños se sirvió a sí mismo un poco de arroz. El padre de Maria cogió una cucharada de hígado con cebolla, mientras Maria hacía lo mismo con uno de aquellos rollitos de hojas de parra y lo mordía. Exclamó: