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– ¡Es pescado! Mamma, ¡prueba uno!

En cuestión de momentos todo el mundo estaba comiendo y hablando a la vez.

Brunelli se inclinó a través de la mesa.

– Signor Brett… -empezó.

El aludido lo interrumpió.

– Me temo que no he sido franco con usted, commissario. Desde el comienzo. Lo cual lamento. Éste es Yashim.

– Bien -dijo el grandullón-. Me gustan los rodeos. -Tomó un sorbo de vino-. ¿Qué están ustedes haciendo, exactamente?

Palieski desvió la mirada hacia Yashim.

– ¿Qué estamos haciendo?

– Buscando justicia -replicó Yashim-. Justicia, y un Bellini.

Brunelli enarcó una ceja.

– Ambas cosas son valiosas, signor. Pero raras.

Yashim sonrió y le contó todo lo que sabía.

Capítulo 83

Mucho más tarde, cuando Brunelli se había ido a casa y la familia Contarini se hubo ido a la cama, exclamando aún por la sorpresa: «¡Cebolla cruda! ¡Pescado envuelto en hojas de parra! ¡Lasaña sin pasta!», Yashim y Palieski se acercaron al fuego.

– Cuéntame más cosas sobre la contessa -sugirió Yashim.

Palieski se encogió de hombros.

– No hay mucho que contar. Excepto que es muy hermosa, practica la esgrima y algún antepasado suyo estuvo con Morosini en el Peloponeso. Es una mujer sorprendente, Yashim. Hay algo peligroso en ella, quizás. Y tampoco quiere casarse, ignoro el motivo.

Repitió los detalles de la tragedia familiar que la anciana dama de la Ca' d'Istria le había contado.

– Su padre fue el último bailio veneciano en Estambul. De ahí el Corán. Y ella nació allá, casualmente.

Yashim levantó una ceja.

– ¿Y no deseaba verte, dices?

Palieski movió la cabeza negativamente.

– No estoy seguro de que estuviera allí. La última vez que lo intenté, nadie vino siquiera a abrir la puerta.

Yashim removió las brasas con un palo.

– Tengo una idea -dijo lentamente-. Venecia es un teatro, dices tú. Quizás ha llegado el momento de adoptar un enfoque más teatral.

– ¿Qué quieres decir?

– En una ocasión el dux se casó con el mar.

– Napoleón quemó el Bucintoro, el barco -señaló Palieski.

– En efecto. Yo no estaba imaginando un regreso del dux. Pero he estado hablando con el signor Contarini. El gabarrero.

Palieski pareció sorprendido.

– ¿Qué tiene que ver el signor Contarini con eso?

– Todo. Venecia ha estado hambrienta de entretenimiento durante demasiado tiempo. Lo que yo imagino -dijo Yashim, dibujando su plan en el humo procedente del fuego de la signora- es una visita. Una visita -añadió, bostezando- procedente de un mundo perdido.

Palieski se frotó la cara con las manos, y estiró los pies hasta el fuego.

– No sé de qué estás hablando.

– No te preocupes. Ya lo verás.

Capítulo 84

Yashim se había marchado cuando Palieski y Maria se sentaron a desayunar. Maria también tenía recados que hacer, de modo que Palieski se pasó la mañana en el patio con los desempleados, tratando de comprender su dialecto y dando de vez en cuando una calada a un cigarro muy barato. Un viejo desdentado había estado en la batalla de Borodino. Compartieron sus decepciones, y compitieron con sus recuerdos para entretenimiento de los más jóvenes, hasta que la señora los llamó a almorzar.

Yashim regresó unos minutos más tarde, y se sentó ante una espesa sopa de lentejas con evidente placer.

Después del almuerzo, Yashim habló quedamente con Maria y su madre. Palieski no pudo oír lo que decían, pero la vieja dama parecía dubitativa. Finalmente rompió a reír, y se cubrió la cabeza con el delantal, para esconder sus feos dientes. Palieski observó que Yashim le daba un poco de dinero a la signora.

Yashim salió al patio. Palieski le lanzó una mirada inquisitiva.

– La signora -explicó Yashim- ha aceptado pasar la tarde cociendo en el horno. Junto con una docena de sus amigas.

– ¿Bollos?

– Los bollos son tradicionales en Estambul. Imagino que también serán apreciados en Venecia.

– Yashim, estoy totalmente confundido.

– En ese caso -replicó Yashim, sonriendo-, es muy probable que mi plan salga bien.

Capítulo 85

Era una mañana digna del pincel de Canaletto. El sol brillaba, el cielo era azul y un viento que podía hacer flamear una bandera soplaba desde la laguna mientras una barcaza que transportaba una banda militar austríaca iniciaba su lento ascenso por el Gran Canal. En su popa la enseña imperial, blanca y dorada, del Imperio Habsburgo; en la proa una pequeña enseña verde con una media luna plateada.

Una flotilla de góndolas se movían a su estela, en fila de a tres. Sus cabinas estaban casi todas vacías. Representaban a dignatarios ausentes del Imperio Habsburgo.

Los venecianos habían salido a la calle en masa. Desde el alba se habían estado desparramando desde los barrios bajos de Dorsoduro, moviéndose a pie por los callejones, haciendo partícipes de las noticias a los panaderos que alimentaban sus hornos, a vendedores de verduras que instalaban sus tenderetes y a faroleros en sus rondas matutinas. Las madres que iban en busca de pan decidían que sus hijos se saltaran la escuela aquel día; los hombres que se dirigían a su trabajo se detenían y hablaban del asunto con sus amigos en las puertas de los cafés.

Desde Dorsoduro, las noticias habían inundado San Paolo y Santa Croce; a media mañana, habían cruzado ya el puente de Rialto, entrando en San Marco y Castello. Venecia hervía de excitación y curiosidad. A las diez, los balcones estaban llenos. Postigos que se habían mantenido cerrados durante veinte años crujían al ser abiertos, y por un precio simbólico se permitía a la gente que se asomara desde apolillados palazzi y apartamentos vacíos. Alfombras y colgaduras pendían de las ventanas. Damas cuya última procesión en el Gran Canal había sido en honor de Josefina Bonaparte, en 1799, sonreían ante los recuerdos que evocaban. Los jóvenes se asomaban a las ventanas ante la posibilidad de divisar, todas a la vez, las ocultas bellezas del Gran Canal; se atusaban el bigote y se inclinaban hacia fuera, mientras que muchachas casaderas corrían hacia los balcones para dejarse ver.

Detrás de la flotilla de góndolas venía una barcaza, de poco calado, y colmada de flores, cuyos colores, agrupados en vueltas y revueltas de rojo y oro, recordaban los de la bandera veneciana. Una ovación brotó de la multitud, que se empujaba para encontrar una buena posición sobre el primer pontón.

Tras ella, apareció una barcaza otomana, ataviada con aros de verdor. Entre los aros, unos acróbatas y comedores de fuego hacían juegos malabares con bollos de azúcar; los chamuscaban, y luego los arrojaban a la encantada multitud.

En una góndola abierta de color carmín imperial, agradeciendo elegantemente los gritos y el clamor de las multitudes, estaba el propio pachá otomano, envuelto en seda roja, y bajo un enorme y deslumbrante turbante.

La muchedumbre arrojaba al aire sus sombreros y rugía.

La procesión siguió avanzando canal arriba. Poco antes de las once, pasaba bajo el puente de Rialto, donde una multitud de espectadores y vendedores del mercado reían y enviaban besos a los colores venecianos que pasaban por debajo.

Durante cuarenta años, los habitantes de Venecia habían soportado una dieta de pobreza y degradación. Con expresión ceñuda, del primero al último, habían contemplado la llegada de soldados franceses, o generales austríacos, mientras el espíritu del Carnaval se marchitaba. Pero este destile se estaba convirtiendo en una verdadera regata. Una alegre comitiva de esquifes y góndolas alquiladas, chalanas de pasajeros y botes de remos se arremolinaba en torno a la esbelta góndola del pachá; los pescadores vendían un sitio en sus pesadas barcas, los niños corrían por los callejones próximos al canal, saltando en cada pontón. La gente de las embarcaciones saludaba con la mano a los que estaban apostados en tierra.